Justo bajo mi mano, arrodillado, Estraven dijo: —Vamos, dame una mano con la tienda.
Lo ayudé, y nunca mencioné mi instante de pánico. No era necesario.
La tormenta duró dos días; cinco días perdidos, y habría más. Nimmer y anner son los meses de los huracanes.
—Las raciones se han reducido bastante, ¿eh? —dije una noche mientras medía las porciones de guichi michi y las ponía a remojo.
Estraven me miró. En la cara ancha y firme las mejillas eran flacas ahora, con sombras profundas, los ojos hundidos, y la boca paspada y agrietada. Dios sabe qué aspecto tenía yo. Estraven me miró sonriendo: —Llegaremos si nos ayuda la suerte, y si no, no llegaremos.
Era lo que Estraven estaba diciendo desde el principio. Mi ansiedad, mi impresión de que el viaje era una última apuesta desesperada, y otras actitudes más de este tipo, me habían impedido ser lo bastante realista como para creer lo que decía Estraven. Aun entonces yo pensaba: Seguramente, ahora que hemos trabajado tanto…
Pero el Hielo no sabia cuánto habíamos trabajado. ¿Por qué tendría que saberlo? Las proporciones se mantenían.
—¿Cómo anda tu suerte, Derem? —dije al fin. Estraven no sonrió. No contestó tampoco. Al cabo de un rato dijo: —He estado pensando en la gente de allá abajo. —Allá abajo, para nosotros, había llegado a significar el sur, el mundo bajo la llanura de hielo, las regiones de tierra, hombres, caminos, ciudades, todo lo que ahora era difícil imaginar. —Sabes que le envié un mensaje al rey sobre ti, el día que dejé Mishnori. Le dije lo que Shusgis me contó, que te enviarían a la granja de Pulefen. En ese momento yo no estaba muy seguro de mis propias intenciones, pero seguí mi impulso. He reflexionado mucho sobre ese impulso, desde entonces. Lo que puede ocurrir es algo así; el rey verá la posibilidad de poner en juego su shifgredor. Tibe le aconsejará en contra, pero Argaven ya debe de estar bastante cansado de Tibe ahora, y puede ignorar el consejo. Averiguará. ¿Dónde está el Enviado, huésped de Karhide? Mishnori mentirá. Murió de fiebre de horm este otoño, muy lamentable. ¿Cómo es posible entonces que nuestra propia embajada informe que está en la granja de Pulefen? No está allí, miren ustedes mismos. No, no por supuesto que no, aceptamos la palabra de los comensales de Orgoreyn… Pero pocas semanas luego de este intercambio de noticias, el Enviado aparece en el norte de Karhide, habiendo escapado de Pulefen. Consternación en Mishnori; indignación en Erhenrang. Pérdida del honor para los comensales, sorprendidos en una mentira. Serás para el rey un preciado tesoro, mi hermano de la sangre perdido y reencontrado. Durante un tiempo. Tienes que llamar a tu nave, en seguida. Trae a tu gente a Karhide y cumple tu misión, inmediatamente, antes que Argaven vea a un enemigo en ti, antes que Tibe o algún otro consejero lo asuste una vez más, aprovechando que está loco. Si hace un pacto contigo lo respetará. Romperlo sería romper su propio shifgredor. Los reyes de Harge cumplen sus promesas. Pero tienes que actuar rápido, y traer pronto la nave.
—Lo haré, si veo el más mínimo signo de bienvenida.
—No, perdona que te aconseje, pero no te quedes esperando a que te den la bienvenida. Te darán la bienvenida, supongo. Lo mismo a la nave. Karhide ha sido humillada varias veces en el último medio año. Le darás a Argaven la oportunidad de cambiarlo todo. Creo que correrá el riesgo.
—Muy bien, pero tú, mientras tanto…
—Soy Estraven el traidor. No tendré nada que ver contigo.
—Al principio.
—Al principio —asintió Estraven.
—¿Podrás esconderte si hay peligro al principio?
—Oh sí, ciertamente.
La comida estaba preparada y comimos. Comer era un asunto tan importante y absorbente que nunca hablábamos en esos momentos; el tabú tenía ya entonces verdadera forma, quizá la forma originaclass="underline" ni una palabra hasta la última miga. Cuando así fue, Estraven dijo: —Bueno, espero que mis predicciones sean acertadas. Tú… tú perdonarás…
—¿Que me hayas dado un consejo directo? —dije, pues al fin yo había llegado a entender ciertas cosas. —Por supuesto, Derem. En verdad, ¿cómo lo dudas? Sabes que no tengo shifgredor que pueda dejar de lado. —Esto divirtió a Estraven, pero no le quitó aquel aire meditabundo.
—¿Por qué —dijo al fin —, por qué viniste solo, por qué te enviaron solo? Todo, aún, depende del descenso de esa nave. ¿Por qué lo hicieron tan difícil para ti, y para nosotros?
—Es la costumbre del Ecumen, y hay razones. Aunque ahora empiezo a preguntarme si he entendido bien esas razones. Pensé que yo venía solo para ayudaros a vosotros; solo, tan obviamente solo, tan vulnerable que no podía ser una amenaza, romper ningún equilibrio. No una invasión sino un muchacho mensajero. Pero hay algo más. Solo no puedo cambiar tu mundo. Pero tu mundo en cambio puede cambiarme a mí. Solo, tengo que escuchar, tanto como hablar. Solo, la relación que yo tenga al fin con la gente de aquí, si la tengo, no será únicamente política: también individual, personal, algo más o menos que una relación política. No nosotros y ellos, no yo y eso, sino yo y tú. Una relación no tanto política o pragmática como mística. En un cierto sentido el Ecumen no es un cuerpo político sino un cuerpo místico. Considera que los ecúmenos son extremadamente importantes. Comienzos y medios. La doctrina es exactamente lo contrario de la doctrina de que el fin justifica los medios. Los modos de aplicarla, pues, han de ser sutiles, y lentos, y raros, y riesgosos; algo parecidos al proceso de la evolución, que es en muchos aspectos un modelo… De modo que me mandaron solo, ¿para favoreceros? ¿O para favorecerme a mí? No lo sé. Si, ha hecho difíciles las cosas. Pero en el mismo plano podría preguntarte por qué tus gentes nunca estuvieron preparadas para inventar vehículos que volaran por el aire. ¡Un pequeño aeroplano nos hubiera evitado a ti y a mí muchas dificultades!
—¿Cómo podría ocurrírsele a un hombre cuerdo la posibilidad de volar? —dijo Estraven, serio. Era una respuesta justa en un mundo donde no hay nada alado, y los mismos ángeles de la jerarquía yomesh no vuelan sino que se deslizan, sin alas, descendiendo a la tierra como una nieve blanda que cae como las semillas que se lleva el viento en ese mundo sin flores.
A mediados de nimmer, luego de mucho viento y de fríos amargos, tuvimos algunos días de buen tiempo. Las tormentas, si las había, se habían trasladado al sur, allá abajo, y nosotros, en el corazón de la tormenta, sólo teníamos un cielo nublado. Al principio estas nubes eran bastante tenues, de modo que en el aire había una vaga radiación, una luz solar difusa reflejada por las nubes y la nieve, arriba y abajo. Más tarde el cielo se oscureció de algún modo. Desapareció todo resplandor, y no quedó nada. Salimos de la tienda a la nada. El trineo y la tienda estaban allí, y Estraven a mi lado, pero ni él ni yo arrojábamos ninguna sombra. Había una luz opaca alrededor, en todas partes. Cuando caminábamos por la nieve quebradiza la sombra no revelaba las pisadas. No dejábamos huellas. Trineo, tienda, él mismo, yo mismo; nada más en absoluto. Ningún sol, ningún cielo, ningún horizonte, ningún mundo. Un vacío gris blanquecino, en el que estábamos suspendidos de alguna manera. La ilusión era tan completa que me costaba mantener el equilibrio. Mis oídos estaban acostumbrados a que los ojos les informaran mi posición; no había confirmaciones de ese tipo ahora, como si me hubiese quedado ciego. Todo parecía más fácil cuando cargábamos el trineo, pero empujando o tirando, sin nada delante, nada que mirar, ningún punto de apoyo para el ojo, era al principio desagradable, y luego agotador. Íbamos sobre patines, en una buena superficie de nieve dura, sin sastrugi, y sólida —en esto no había engaño —hasta una profundidad de mil o dos mil metros. Tendríamos que haber viajado con mucha rapidez, pero íbamos cada vez más lentamente, tanteando el camino en una llanura donde no había ningún obstáculo, y se necesitaba un notable esfuerzo de voluntad para mantener la marcha a un paso normal. La más pequeña variación en la superficie llegaba como una sacudida, como cuando al subir una escalera nos encontramos con un escalón inesperado o esperado pero ausente. No veíamos delante de nosotros; no había sombras que revelaran esos accidentes. Esquiábamos a ciegas con los ojos abiertos. Día tras día marchamos así, y comenzamos a abreviar las etapas de cada jornada, pues a media tarde los dos transpirábamos y temblábamos de tensión y fatiga. Llegué a desear la nieve, la cellisca, cualquier cosa, pero una mañana tras otra salíamos de la tienda al vacío, al día blanco, lo que Estraven llamaba la no—sombra.