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– Por el momento mandaré a Yugao de vuelta a la cárcel. ¿Qué impresión te has llevado de su carácter? -preguntó el magistrado entre sorbos de té humeante.

– Es una persona bastante desagradable, con muy mal genio.

– ¿La consideras capaz de asesinar?

Reiko reflexionó un momento.

– Sí. Pero no pondría mucha fe en una opinión personal basada en un único encuentro breve. -Ahora que se le habían calmado los ánimos, su sentido del honor le exigía dejar a un lado las emociones y realizar una indagación justa y concienzuda. Y era demasiado orgullosa para fracasar-. Necesito investigar más para aclarar la verdad. -Quedaban demasiadas preguntas sin respuesta-. Y como ella no quiere ayudarme, tendré que buscar en otra parte.

– Muy bien. -Su padre echó un vistazo a la ventana. El sol, que decaía con la proximidad del ocaso, brillaba dorado a través de las hojas de papel. Dejó su cuenco de té en la mesa y se levantó-. Debo regresar al tribunal. Hoy tengo tres juicios más.

– Y yo debería irme a casa. -Reiko también se puso en pie.

Atravesar la ciudad tras la puesta del sol era más peligroso de lo normal. Por la noche merodeaban los bandidos, y los ciudadanos prudentes se quedaban en casa. Se preguntó cuándo vería a Sano; esperaba que no llegara a casa muy tarde, porque estaba ansiosa por informarlo de su nueva investigación.

– Mañana a lo mejor encuentro indicios de que Yugao no asesinó a su familia-dijo. Sin embargo, por el momento no le importaría demostrar que la mujer era tan culpable como afirmaba.

Aunque Hirata había sido visitante habitual de la cárcel de Edo durante sus tiempos de policía, llevaba una temporada sin ver la prisión de los Tokugawa. En ese momento, mientras se acercaba con sus detectives, constató que no había mejorado. La estructura con aire de fortaleza seguía cerniéndose sobre un canal que olía a alcantarilla; el agua reflejaba turbiamente los rayos naranjas del sol poniente. Los altos muros de piedra todavía lucían su capa de musgo. Los mismos guardias huraños vigilaban desde las atalayas. La misma aura de desespero pendía sobre los tejados a dos aguas del interior. Hirata y sus hombres, con el carro que llevaba el cadáver de Ejima, cruzaron el puente que conducía a la puerta con remaches de hierro. Allí, a la luz de las linternas, dos centinelas montaban guardia en una garita.

– Queremos ver al doctor Ito en el depósito de cadáveres -les dijo Hirata.

Abrieron la puerta con presteza. Hirata sabía que Sano les pagaba un salario generoso por dejar paso a los visitantes del doctor Ito, desentenderse de sus asuntos en la morgue y mantener la boca cerrada. Condujo a sus hombres al interior del recinto, por delante de barracones destartalados y el edificio de la oficina del alcalde que rodeaba las celdas. Sabía dónde estaba el depósito, pero nunca había entrado; la mayoría lo rehuía por miedo a la contaminación física y espiritual. Al llegar a un patio cercado por una valla de bambú, encontró un edificio bajo con las paredes de yeso descascarillado y una maltrecha techumbre de juncos. Cuando él y sus hombres hubieron desmontado, se asomó a las ventanas con barrotes.

El interior estaba amueblado con armaritos y mesas. Tres eta varones -los parias que formaban el personal de la cárcel- lavaban cuerpos desnudos en unas artesas de piedra. Un hombre salió por la puerta. Era alto, casi octogenario, de pelo blanco, huesos faciales prominentes y expresión sagaz; llevaba una bata larga azul oscuro, el uniforme tradicional de los médicos.

– ¿El doctor Ito? -preguntó Hirata.

– Sí -respondió el médico-. ¿Con quién tengo el placer de hablar? -Cuando Hirata se identificó y presentó a sus hombres, Ito se relajó y sonrió-. Es un honor conoceros, Hirata-san -dijo con una cortés reverencia-. Vuestro señor me ha hablado muy bien de vos.

– Lo mismo digo -replicó Hirata.

– ¿Se encuentra bien? -Tras cerciorarse de que era así, Ito dijo-: Me alegro de oírlo. Hace más de seis meses que no nos vemos.

Hirata detectó un dejo de nostalgia en su voz. Como chambelán, Sano tenía tantas miradas pendientes de él que no se atrevía a relacionarse con un convicto. Hirata sabía que echaba de menos a su amigo y en ese momento comprobó que el sentimiento era mutuo.

– ¿En qué puedo ayudaros? -preguntó el doctor.

– El chambelán Sano envía un cuerpo que le gustaría que examinarais. -Le puso en antecedentes de la muerte del jefe Ejima.

– Será un placer. ¿Dónde está?

El detective Ogama retiró la tapa del carro de los residuos. Apartó el cubo de hediondas heces y dejó a la vista a Ejima, todavía vestido con sus ropajes, su armadura y su casco, encajonado en el compartimento secreto. Ito llamó a dos eta para que vaciaran el cubo de residuos. Y a un tercero le ordenó que entrara el cuerpo.

– Éste es mi asistente especial. Se llama Mura -lo presentó.

Mura era de pelo canoso y cara adusta. Hirata recordaba que Sano le había contado que Ito había trabado amistad con él a pesar de que era un paria, y Mura se encargaba de todo el trabajo físico relacionado con los exámenes del médico. En ese momento depositó el cuerpo de Ejima sobre una mesa y colocó linternas en un soporte cerca de ella. Cuando Hirata, Ito y los detectives se reunieron en torno a la mesa, las llamas titilantes iluminaron sus caras y el cadáver. Hirata pensó que debían de parecer congregados para algún estrambótico ritual religioso. Le dolía la pierna, pero esperó ser capaz de aguantar de pie el tiempo que hiciera falta.

– Desviste el cuerpo, Mura-san -dijo Ito.

El eta retiró el casco de Ejima. La cara que apareció era casi infantil, de piel tersa y sin arrugas, aunque Hirata sabía que el difunto pasaba de los cuarenta años. En vida su expresión habitual había sido de una astucia que proclamaba conocimientos secretos; en la muerte su semblante era puro hieratismo.

– ¿Podéis averiguar cómo murió sin cortarlo? -preguntó Hirata-. Tengo que devolverlo al castillo de Edo. No convendría que la gente notara que lo han examinado.

– Lo intentaré.

Mientras todos miraban, Mura retiró la armadura y las vestiduras del cuerpo. Por el momento el examen no parecía revestido de ninguna truculencia. Mura manejaba el cadáver con gentil y respetuoso cuidado. Al poco Ejima estuvo desnudo, con el torso surcado de huellas sanguinolentas de cascos y roturas allá donde los caballos lo habían pisoteado. Ito se puso unos guantes blancos para protegerse de las excreciones corporales y la contaminación espiritual. Inspeccionó la cabeza de Ejima, volviéndola de un lado y de otro. Luego le pasó las manos, palpando y tanteando, por el torso.

– Noto costillas rotas y órganos internos destrozados -le dijo a Hirata-.Pero ¿me ha parecido entender que decíais que los testigos lo vieron derrumbarse en la silla de montar?

– Sí -confirmó Hirata.

– Entonces es probable que estuviera muerto antes de caer y que no hayan sido estas heridas la causa de la muerte -dijo el doctor Ito-. Mura-san, dale la vuelta.

Mura volteó el cadáver sobre su estómago. Una mancha oscura se le había extendido por la espalda.

– La sangre se ha encharcado -explicó el doctor, y luego examinó con atención el cuero cabelludo de Ejima-. Aquí no hay heridas. El casco le protegió la cabeza. -Inspeccionó el cuerpo dando una vuelta a la mesa; le dijo a Mura que volviera a ponerlo boca arriba y prosiguió con su escrutinio. Sacudió la cabeza y arrugó la frente.

– ¿No podéis distinguir lo que causó la muerte? -Hirata no quería regresar a Sano con las manos vacías.

De repente Ito se detuvo cerca del lado derecho de la cabeza de Ejima. Se inclinó con la mirada muy atenta. Le asomó a la cara una expresión de sorpresa e interés.

– ¿De qué se trata? -preguntó Hirata.

– Observad esta marca. -Ito señaló un hueco en los huesos faciales entre el ojo y la oreja.