Hirata se acercó. Detectó un puntito oval y azulado, apenas visible, en la piel de Ejima.
– Parece un cardenal.
– Correcto. Pero no procede de las lesiones de la pista. Este moraron tiene más de un día.
– Entonces no guarda relación con su muerte -se lamentó Hirata-. Además, un golpecito de nada como ése nunca ha matado a nadie.
Sin embargo, el doctor no le hizo caso.
– Mura-san, tráeme una lupa.
El eta se dirigió a un armario y regresó con un trozo de cristal plano y redondo montado en un marco negro de esmalte con mango. Ito examinó el cardenal con atención a través de él y luego dejó que Hirata echara un vistazo. Ampliada, la contusión mostraba un complejo dibujo de volutas y líneas paralelas. El detective arrugó la frente sin dar crédito a lo que veía.
– Es una huella dactilar -dijo-. Alguien debió de apretarle la piel lo bastante fuerte para amoratarla. Pero nunca he visto tanto detalle en un cardenal. ¿Qué nos indica?
Ito contempló la extraña contusión con ojos llenos de asombro.
– En mis treinta años de ejercicio nunca he visto nada parecido, pero el fenómeno está descrito en los textos médicos. Aparece en ocasiones en las víctimas del dim-mak.
– ¿El toque de la muerte? -Hirata vio su propio asombro reflejado en los rostros de sus hombres. La habitación pareció enfriarse y oscurecerse.
– Sí -dijo el doctor-. La antigua técnica de artes marciales consistente en dar un único golpecito tan leve que es posible que la víctima ni siquiera se entere, pero aun así resulta fatal. La inventaron hace unos cuatro siglos.
– La fuerza del toque determina cuándo se produce la muerte -recordó Hirata del saber samurái.
– Un golpecito más fuerte mata a la víctima en el acto -aclaró Ito-. Uno más suave puede aplazar la muerte hasta dos días. Puede parecer que goza de perfecta salud, hasta que de improviso cae fulminada. Y no habrá indicio de su causa, salvo por una nítida huella allá donde la haya tocado el asesino.
– Pero el dim-mak es extrañísimo -dijo el detective Arai-. Jamás he oído de nadie que lo usara, o muriera por él.
– Ni yo -añadió el detective Inoue-. No sé de nadie de Edo que sea capaz.
– Recordad que cualquiera que lo sea se guardará de darlo a conocer -señaló Ito-. Los antiguos maestros que desarrollaron el arte del dim-mak temían que lo usaran en su contra o con cualquier otro fin perverso. En consecuencia, transmitieron su conocimiento sólo a unos pocos estudiantes selectos de confianza. La técnica ha sido un secreto guardado con celo, reservado a un puñado de hombres cuya identidad nadie conoce.
– ¿Hace falta ser un experto en artes marciales para dominar la técnica? -preguntó Hirata.
– Más que eso -respondió Ito-. El practicante exitoso del dim-mak no sólo debe aprender a concentrar su energía mental y espiritual y canalizarla a través de la mano hacia la víctima; también hacen falta unos conocimientos exhaustivos de anatomía para localizar los puntos vulnerables del cuerpo. Suelen ser los mismos que usan los médicos para la acupuntura. Los canales de energía que transmiten los impulsos curativos por el cuerpo también pueden transportar fuerzas destructivas.
Tocó la contusión con su mano enguantada.
– Este cardenal está situado en el cruce de un canal que conecta órganos vitales -explicó-. La necesidad de conocimientos anatómicos explica por qué los practicantes estudian medicina además de las artes marciales místicas.
– ¿De verdad creéis que Ejima murió por dim-mak? -preguntó Hirata, escéptico aunque intrigado.
– A falta de otro síntoma aparte de la contusión, por donde la energía del asesino pudo penetrar en el cuerpo, es probable -concluyó el doctor.
Hirata resopló, sobrecogido por las implicaciones del hallazgo.
– Al chambelán Sano le interesará saberlo.
– No deberíamos precipitarnos al informarle -advirtió Ito-. La contusión no constituye una prueba definitiva. Si mi teoría es errónea, podría descarrilar las indagaciones del chambelán. Antes de dictaminar la causa de la muerte, habría que confirmarla.
– Muy bien -dijo Hirata-. ¿Cómo lo hacemos?
Ito adoptó una expresión grave.
– Tengo que abrir la cabeza y mirar dentro.
Hirata se enfrentaba a un peliagudo dilema. Necesitaba contarle a Sano cómo había muerto Ejima y determinar más allá de toda duda que había sido resultado de un acto premeditado, pero mutilar el cuerpo suponía un gran riesgo. Tanto Hirata como Sano tenían enemigos que esperaban ansiosos a que cometieran un fallo. Si alguien reparaba en indicios de una autopsia ilegal en el cadáver de un caso investigado por ellos, sus enemigos tal vez se enterarían. Aun así, no podía renunciar a su deber hacia Sano. Tras devanarse los sesos en busca de una solución, halló una que le pareció factible.
– Adelante -le dijo al doctor-. Yo asumiré la responsabilidad. Pero procurad hacer el mínimo daño posible.
Ito asintió y dijo:
– Empieza, Mura-san.
Mura cogió una navaja, un cuchillo fino y afilado y una sierra de acero. Cortó y afeitó el cabello de Ejima en una estrecha franja de oreja a oreja por la parte posterior de la cabeza, y luego practicó una incisión a lo largo de toda la circunferencia justo por encima de las cejas. Retiró la carne hasta dejar a la vista el cráneo húmedo y sanguinolento y empezó a serrar el hueso. El raspar del instrumento pareció ensordecedor en el silencio que se apoderó de los presentes. Hirata lo observaba, entre fascinado y horrorizado.
En su vida había presenciado toda clase de espectáculos macabros: caras partidas por la mitad, estómagos abiertos en canal durante combates a espada, cabezas cercenadas por el verdugo, sangre y entrañas derramadas. Aun así, aquel descuartizamiento metódico lo perturbaba. Transformaba a un humano en un pedazo de carne. Parecía el ultraje definitivo contra la vida. Empezó a entender por qué estaba proscrita la ciencia extranjera, para proteger la sociedad y sus valores, al precio de renunciar a un conocimiento más avanzado.
En ese momento Mura terminó de cortar el cráneo en todo su perímetro y a través del hueso. Agarró la cabeza de Ejima y aflojó la parte superior, como si quitara la tapa bien cerrada de un frasco. Insertó la hoja del cuchillo en el cráneo y rasgó el tejido que lo sujetaba. Hirata lo observó levantar la tapa. Salió sangre, roja y viscosa, espesada de coágulos. Bañaba la masa grisácea y ensortijada del cerebro, resplandecía húmeda a la luz de las linternas y manchaba la mesa.
– He aquí nuestra prueba -dijo Ito con satisfacción señalando la sangre-. Cuando se asesta un toque de la muerte, su energía recorre el canal interno que conecta el punto de contacto con un órgano vital. El asesino de Ejima tomó por blanco su cerebro. El toque en la cabeza causó una pequeña ruptura en un vaso sanguíneo de su cerebro, que poco a poco fue perdiendo sangre y ensanchándose hasta que reventó y lo mató.
– Y no presentaba ninguna otra herida que pueda explicar la hemorragia -dijo Hirata.
– Correcto -corroboró Ito-. El dim-mak fue la causa de la muerte.
Hirata asintió, pero haberse enterado de la verdad le causaba tanta aprensión como alivio.
– Volveremos al castillo para comunicarle la noticia al chambelán -dijo a sus detectives.
– ¿Qué hacemos con el cuerpo? -preguntó Inoue. Echó un vistazo al cadáver que yacía con el cerebro a la vista y la tapa de los sesos a un lado sobre la mesa ensangrentada.
– Se viene con nosotros. -Hirata se volvió hacia Ito-. Por favor, haced que vuestro asistente recomponga la cabeza, la envuelva con una venda, lo lave y lo vista.
Era solo el principio del esfuerzo por disimular el clandestino examen.
Capítulo 7
Cuando Sano acabó de inspeccionar el hipódromo e interrogar a los testigos presentes, él, Marume y Fukida hablaron con los centinelas y patrullas que se hallaban en las inmediaciones en el momento de la muerte de Ejima. Para cuando regresaron a su mansión, se había hecho de noche. Sano se alegró de ver que había desaparecido la muchedumbre de sus puertas y su antesala: habían desesperado de verlo ese día. Sin embargo, cuando pasó por su despacho para enterarse de lo sucedido en su ausencia, sus asesores lo asediaron con preguntas y problemas urgentes. Se vio engullido de nuevo por el remolino de su cargo, hasta que un criado le llevó dos mensajes: el caballero Matsudaira exigía saber qué lo entretenía tanto, e Hirata había llegado.