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Se dirigió a su sala de audiencias y encontró a Hirata de rodillas en el suelo. Lo espantó ver lo enfermo que parecía. Lo asaetearon renovados remordimientos.

– ¿Te apetece un refrigerio? -preguntó. Lamentaba que la habitual cortesía debida a cualquier invitado fuera lo único que pudiera ofrecerle; una disculpa o muestra de compasión sólo hubiera herido su orgullo.

– No, gracias, ya he comido. -Hirata negó tácitamente su evidente malestar al recitar la fórmula de cortesía.

– Bueno, yo no, e insisto en que me hagas compañía -dijo Sano, aunque andaban mal de tiempo. Mandó llamar a una doncella y le dijo-: Tráenos de cenar, y echa unas hierbas medicinales en el té. Me duele la cabeza. -No era verdad, pero a lo mejor la infusión lograba que Hirata se sintiera mejor. La muchacha se marchó-. ¿Qué ha descubierto Ito?

Cuando Hirata se lo contó, se quedó anonadado.

– Asesinado con el dim-mak -se asombró-. ¿Está seguro el doctor?

Hirata describió la contusión en forma de huella, la disección y la sangre del cerebro.

– Bueno, supongo que para todo hay una primera vez -comentó Sano-. Y las novedades de Ito cuadran con lo que he descubierto yo. Todos los testigos dicen que Ejima cayó muerto sin motivo aparente. Los guardias que miraban con sus catalejos durante la carrera no vieron que nada lo golpeara. Nadie disparó un arma cerca del circuito y no se ha encontrado ninguna bala. A Ejima no lo mataron por medios convencionales. -Sano sentía temor a la par que emoción-. Ahora sabemos que lo asesinaron, y cómo. Pero esto complica seriamente el caso.

Hirata asintió.

– Significa que el hipódromo no es necesariamente el escenario del crimen. Podría haber recibido el toque de la muerte horas o días antes de que surtiera efecto.

– Y los sospechosos ya no se limitan a quienes se hallaban cerca de la pista cuando Ejima cayó fulminado -añadió Sano.

Guardaron silencio, escuchando las campanadas de los templos y los ladridos de los perros en la noche, el viento que cobraba fuerza y el zumbido de los insectos en el jardín.

– El asesino anda suelto -dijo Sano. Anticipaba la emoción de la caza, pero también un desafío sin precedentes, un adversario mucho más ducho en artes marciales que él mismo-. Y no tenemos ni idea de quién puede ser.

La doncella sirvió una cena de bolas de arroz, sashimi y verduras encurtidas. Sano reparó en que Hirata apenas probaba bocado, pero dio unos tragos de té y pareció revivir un poco.

– Tenemos dos problemas más apremiantes que atrapar al asesino -le dijo-. Primero, ¿cómo vamos a ocultar que han diseccionado el cuerpo de Ejima?

– Ya me he ocupado de eso -respondió Hirata-. Hice que el asistente del doctor le vendara la cabeza. Luego lo llevé a casa para que mis criados lo vistieran con una túnica de seda blanca y lo tendieran en un ataúd lleno de incienso. Al dejarlo en casa de su familia, les dije que ya estaba preparado para el funeral, para ahorrarles la visión de sus espantosas heridas, y que yo mismo pagaría un funeral por todo lo alto. Dejé que vieran el cuerpo un minuto y luego sellé el ataúd. Se sentían tan agradecidos que no creo que lo abran para examinarlo mejor.

– Bien hecho -dijo Sano, impresionado por el ingenio de Hirata-. Pero yo pagaré el funeral. -Se trataba de un precio pequeño por mantener en secreto la autopsia.

– ¿Cuál es el segundo problema? ¿Cómo contarle al caballero Matsudaira que a Ejima lo asesinaron mediante el dim-mak sin revelarle cómo lo hemos descubierto? -preguntó Hirata.

Sano asintió mientras dejaba a un lado los palillos.

– Tengo una solución. Te la contaré de camino a palacio.

Una luna en cuarto creciente adornaba el cielo añil sobre los picudos tejados del palacio. Las llamas resplandecían en las linternas de piedra repartidas por el complejo de edificios de entramado de madera y los senderos de grava blanca que cruzaban sus lozanos y apacibles jardines. Las ranas croaban en los estanques mientras resonaban los disparos de las prácticas de tiro nocturnas en el campo de entrenamiento de artes marciales. Los guardias de patrulla llevaban el emblema del caballero Matsudaira, reafirmando su posición en el corazón del régimen Tokugawa.

Cuando llegaron Sano, Hirata y los detectives Marume y Fukida preguntando por Matsudaira, los centinelas de las puertas de palacio los dirigieron a las dependencias privadas del sogún. Allí se encontraron en medio de una fiesta. Bellos muchachos vestidos con vistosos ropajes de seda tocaban el samisén, la flauta y los tambores; otros bailaban. El sogún estaba apoltronado entre cojines mientras más mozalbetes parloteaban a su alrededor y lo mantenían servido de vino. Su querencia por los varones jóvenes era del dominio público. El que los prefiriera a su esposa y sus concubinas explicaba por qué no había logrado engendrar un heredero directo. Cerca del sogún se encontraban Matsudaira y dos miembros del Consejo de Ancianos, que incluía a los principales asesores del sogún y era el máximo órgano de gobierno del régimen. Matsudaira estaba de rodillas con los brazos cruzados y expresión torva: desaprobaba esos entretenimientos tan frívolos. Los ancianos tomaban vino y meneaban la cabeza al compás de la música.

– ¿Y bien? -dijo mientras Sano y sus acompañantes se acercaban, se arrodillaban y hacían una reverencia-. ¿Ha sido asesinato?

– Lo ha sido -asintió Sano.

Los viejos arrugaron la frente en señal de preocupación. El sogún desvió su atención de los bailarines y contempló a Sano con cara de alelado; tenía las mejillas coloradas por el vino; con la mano toqueteaba la rodilla del chico sentado a su lado.

Se trataba de Yoritomo, su favorito del momento. Era asombrosamente bello, la viva imagen en joven de su padre, el antiguo chambelán. Aunque el caballero Matsudaira había desterrado a Yanagisawa y su familia, Yoritomo permanecía en Edo porque el sogún había insistido en quedárselo. Corría por sus venas sangre Tokugawa -de parte de la madre, una pariente del sogún- y las malas lenguas decían que era el heredero designado por la dictadura. El encaprichamiento del sogún protegía a Yoritomo de Matsudaira, que quería eliminar a todo aquél relacionado con su rival. Yoritomo sonrió con timidez; sus grandes ojos, de un negro líquido, tan parecidos a los de su padre, se iluminaron de alegría al ver a Sano.

– De modo que yo tenía razón. -Matsudaira se hinchó de satisfacción-. Lo sabía.

– ¿De quién estáis hablando? -preguntó el sogún.

– De Ejima, el jefe de la metsuke. -El caballero apenas contenía su impaciencia-. Ha muerto esta mañana.

– Aah, sí -dijo el sogún con aspecto de recordarlo vagamente.

– Pensaba que Ejima se había caído corriendo en el hipódromo -dijo uno de los ancianos. Era Kato Kinhide, que tenía una cara ancha y curtida, con ranuras por ojos y boca. El otro era Ihara Eigoro. Se habían opuesto a Matsudaira y apoyado a Yanagisawa durante la guerra de las facciones. Ellos y algunos de sus aliados habían sobrevivido a la purga pegándose a Yoritomo, que estaba solo en la corte y dependía de la protección que le ofrecieran los amigos de su padre. Sin embargo, Sano sabía que la protección funcionaba en los dos sentidos: la influencia de Yoritomo ante el sogún escudaba a Kato, Ihara y su camarilla del caballero Matsudaira. Él era su asidero al régimen, la promesa de otra oportunidad de hacerse con su control.