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– A Ejima no lo ha matado la caída -explicó Sano.

– Entonces ¿qué ha sido? -preguntó Ihara. Bajo y jorobado, tenía una apariencia algo simiesca. Él y Kato guardaban rencor a Sano porque se había negado a ponerse de su parte durante la guerra de las facciones, y en ese momento trabajaba codo con codo con Matsudaira. Lo envidiaban por haber llegado más alto que ellos en el escalafón.

– Ejima ha sido víctima de un dim-mak -contestó Sano.

– ¿El toque de la muerte? -El caballero lo observó con asombro, al igual que los ancianos y Yoritomo. El sogún pareció confuso sin más. La música y la danza proseguían mientras los mozos bromeaban y reían.

– Cuesta creerlo -dijo Kato, siempre dispuesto a ridiculizar a Sano y despertar dudas sobre su juicio-. El dim-mak es un arte perdida.

– ¿De qué pruebas disponéis? -inquirió Ihara.

– Cuando preparaban a Ejima para el funeral, han reparado en un cardenal que tenía en la cabeza. Presentaba la forma y las marcas de una huella dactilar. -Era la historia que Sano había pergeñado para encubrir la disección ilegal-. De acuerdo con la literatura de las artes marciales, se trata de la señal inconfundible del toque de la muerte.

– Los libros no pueden considerarse una confirmación adecuada -se mofó Kato.

– En ellos siempre puede encontrarse algo que respalde el argumento más inverosímil-añadió Ihara, en apoyo de su compañero.

Sano entendía por qué estaban tan deseosos de refutar que la muerte de Ejima fuera un asesinato.

– Pese a todo, me reafirmo en mi opinión. Pero dejemos que sea su excelencia quien decida la cuestión.

El sogún pareció complacido de que se le consultara, pero arredrado. Se volvió hacia el caballero Matsudaira.

– El chambelán Sano es el experto en crímenes -dijo éste-. Si él dice que ha sido dim-mak, debería bastar con eso.

Sano también comprendía que Matsudaira estaba tan ansioso por confirmar que a Ejima lo habían asesinado que aceptaría un método inusual, creyera en él o no.

– Bueno, entonces, aah, así sea -dijo el sogún, a todas luces contento de que su primo le hubiera ahorrado la necesidad de pensar-. La, aah, causa oficial de la muerte es lo que dice el chambelán Sano.

Matsudaira asintió en señal de aprobación. Kato e Ihara trataron de disimular su contrariedad, y Sano su alivio al ver que el ardid había funcionado y la autopsia permanecía en secreto. Se preguntó cuánto le duraría la suerte.

Yoritomo le dedicó una fugaz sonrisa de felicitación. A lo largo de los últimos seis meses se habían hecho amigos, a pesar de que Sano en un tiempo había sido el rival de su padre. El chico le inspiraba lástima y había descubierto que era un joven decente y considerado que se merecía algo mejor que una vida como juguete sexual del sogún y peón de los compinches de su padre, sobre todo cuando su condición de heredero del régimen distaba mucho de ser segura. A Sano lo maravillaba que de Yanagisawa hubiera salido un niño tan cabal, y se había cargado sobre las espaldas otra responsabilidad más: la de mentor del hijo de su antiguo enemigo.

– ¿Qué hay de las otras tres muertes recientes? -preguntó Matsudaira-. ¿También fueron causadas por dim-mak?

Kato interrumpió:

– ¿Os referís al supervisor de ceremonias de la corte, el comisario de carreteras y el ministro del Tesoro?

– Así es.

– Es imposible que todas esas muertes sean asesinatos -protestó Ihara.

Sano observó que el rumbo de la conversación ponía nerviosos a los dos ancianos.

– Eso ya lo veremos -dijo el caballero en tono ominoso-. ¿Chambelán Sano?

– Si el supervisor Ono, el comisario Sasamura o el ministro del Tesoro Moriwaki fueron asesinados está todavía por esclarecer. -Sano se ganó un gruñido de decepción de Matsudaira y miradas de alivio de los demás.

– Investigaré sus muertes mañana -terció Hirata.

– Por lo menos alguien reconoce la necesidad de investigar antes de llegar a conclusiones precipitadas -dijo Kato a media voz.

El caballero se dirigió a Sano:

– ¿Tenéis alguna idea de quién ha matado a Ejima?

– Aún no. Mañana empezaré a buscar sospechosos.

– A lo mejor no tenéis que buscar muy lejos. -Matsudaira clavó una mirada de insinuación en los ancianos.

Ellos trataron de ocultar su consternación.

– Aunque creáis que alguien, en esta época nuestra, ha dominado la técnica del dim-mak, no pensaréis que pueda tratarse de alguien del régimen -dijo Ihara. Sano sabía que él y Kato habían temido en todo momento que Matsudaira los acusara de matar a sus funcionarios para debilitar su posición.

– Cualquiera que no tenga habilidad o agallas suficientes para cometer un asesinato podría haber contratado a un asesino a quien no le falten -señaló el caballero.

– Lo mismo vale para cualquiera que acuse a otros -replicó Kato-. Hay quien no hace ascos a cometer un crimen con tal de perjudicar a sus enemigos.

Matsudaira adoptó una expresión recelosa porque Kato le había devuelto la acusación.

– A lo mejor deberíamos plantearnos el motivo del propio chambelán Sano para designar las muertes como asesinatos y llevar a cabo una investigación. -Ihara miró de soslayo al objeto de su comentario.

El sogún arrugó la frente, desconcertado y molesto, mientras repartía la atención entre la música, el baile y la conversación. Yoritomo parecía triste porque estaban atacando a Sano. El chambelán sabía que Kato e Ihara temían su amistad con Yoritomo, que socavaba su influencia sobre el joven. Sin Yoritomo y su conexión con el sogún, serían blancos fáciles para Matsudaira. Les convenía más atacar a Sano aunque él hubiera intentado hacer las paces con ellos.

– Mi única meta es descubrir la verdad -afirmó.

– La verdad que os convenga a vos y al caballero Matsudaira -dijo Kato con una mueca de desdén, para luego dirigirse al sogún-. Excelencia, los asesinatos, si asesinatos son, deberían ser investigados por alguien que no tenga un interés personal en el resultado y pueda ser objetivo. Me propongo para presidir un comité que investigue la auténtica verdad del asunto.

– Vos os jugáis tanto como cualquier otro -replicó Matsudaira con desprecio.

– Un comité es una buena idea -dijo Ihara-. Yo formaré parte.

Sano se preguntó si querían tomar las riendas de la investigación porque temían que los destapara como asesinos o que los incriminara si no eran culpables. No podía dejarlos barrer un crimen, y posiblemente cuatro, debajo del tatami, o inculpar al caballero Matsudaira y acabar con él por el camino. Había llegado el momento de hacer valer su rango.

– Me alegra ver que estáis tan dispuestos a investigar el asesinato del jefe Ejima -les dijo a Kato e Ihara-. Siempre es un placer ver tanta dedicación en mis subordinados. -Los ancianos técnicamente eran sus subalternos, aunque su edad y veteranía les concedieran una posición especial-. Si necesito vuestra ayuda, os la pediré. Hasta entonces limitaréis vuestra participación a asesorar a su excelencia dentro del normal cumplimiento de vuestras funciones.

A los ancianos se les tensaron las mandíbulas ante el desaire, pero no podían oponerse en público a una orden directa.

– Siempre os habéis declarado satisfecho con el servicio del chambelán Sano -le dijo el caballero Matsudaira al sogún-. Es el hombre mejor cualificado para investigar. Que siga.

– Bueno, aah, eso parece buena idea -dijo el sogún. Las desavenencias lo irritaban, y habló con un apocado deseo de ver aquélla zanjada.

– El mero hecho de que Sano haya tenido éxito en el pasado no garantiza que no os vaya a fallar ahora, excelencia -objetó Kato con una urgencia nacida del pánico.

– Este caso es demasiado grave para que lo lleve a solas, por mucha experiencia que tenga -añadió Ihara.

Sano los notaba razonar que si Matsudaira se salía con la suya y acababan implicados en la muerte de cuatro altos funcionarios de los Tokugawa, los ejecutarían por traición. Ni siquiera el amparo de Yoritomo los salvaría.