– ¡Basta de tantos consejos! -exclamó de repente el sogún. A lo mejor se barruntaba el contenido entre líneas de la conversación, pensó Sano; quizá sentía necesidad de reafirmar su autoridad-. Yo decidiré quién investiga el asesinato de, aah… -Agitó las manos en ademán de confusión-. Quienquiera que fuera esa gente. ¡Ahora callaos todos y dejadme pensar!
Los músicos dejaron de tocar; los bailarines se detuvieron en mitad del paso; la chachara de los jovenzuelos quedó en el aire. Un silencio incómodo se impuso en la habitación. Matsudaira adoptó una expresión de contrariedad al perder el control de la situación. Los ancianos estaban tan inmóviles como si se hallaran entregados a una profunda meditación para inclinar telepáticamente al sogún en su favor. El dictador se consumía entre su propia inseguridad y su pavor a cometer un error. Sano vio que su destino pendía del capricho de su señor. La investigación del asesinato conllevaba ya mucho más que la búsqueda de un homicida. Estaba en peligro la propia supervivencia de Sano.
Yoritomo se inclinó hacia el sogún y le susurró al oído. Sano arrugó la frente, tan sobresaltado como lo parecían Matsudaira, los ancianos, Hirata y los detectives. El sogún alzó las cejas mientras escuchaba a su joven protegido; asintió.
– He tomado una decisión -dijo al cabo, ya confiado-. Permitiré que el chambelán Sano investigue el asesinato y capture al culpable.
Sano sintió alivio, pero también recelos. Hirata y los detectives le hicieron señas de aprobación con la cabeza. El rostro de Matsudaira expresó una mezcla de satisfacción por haberse salido con la suya y rabia por constatar la influencia que el hijo de su antiguo rival tenía sobre el sogún. Los ancianos intentaron disimular su descontento. Yoritomo miró a Sano con expresión radiante.
– Basta de hablar de, aah, cosas serias -añadió el sogún-. Podéis iros todos. Mantenme informado de los, aah, avances de la investigación. -Hizo una seña a los músicos, bailarines y demás muchachería-. Que siga la fiesta.
En el pasillo, delante de las dependencias privadas del sogún, Matsudaira y los ancianos desfilaron ante Sano.
– Confío en que resolveréis el caso a mi entera satisfacción -dijo el primo del sogún. Su tono, aunque de camaradería, apuntaba a funestas consecuencias para Sano en caso de incumplimiento.
Los ancianos le hicieron una reverencia. Su gesto decía que temían que los incriminara; la hostilidad de sus ojos aclaraba que no sería la última vez que le plantaran cara mientras siguiera aliado con el caballero Matsudaira.
– Haréis bien en recordar cómo llegasteis a donde estáis -dijo Kato. Sano había sido nombrado chambelán porque su espíritu independiente lo había convertido en el único hombre sobre el que podían ponerse de acuerdo Matsudaira y los restos de la facción de Yanagisawa. Kato le estaba diciendo que habían contribuido a elevarlo al poder y que podían derribarlo si les causaba problemas.
Apareció Yoritomo por la puerta. Ihara le dijo:
– ¿Venís con nosotros?
– No. Os veré más tarde. -El joven se detuvo al lado de Sano.
A los ancianos se les agrió la cara.
– No olvidéis quiénes son vuestros amigos de verdad -dijo Ihara.
Los ancianos partieron enfurruñados. Sano y Yoritomo avanzaron juntos por el pasillo. Hirata y los detectives los siguieron a cierta distancia.
– Debo daros las gracias por interceder a mi favor ante el sogún -le dijo Sano.
Yoritomo se ruborizó ante la gratitud de Sano.
– Después de todo lo que habéis hecho por mí, era lo mínimo -dijo.
Parecía tan contento, tan deseoso de aprobación, que a Sano no le gustó tener que decir:
– Pero no deberíais haber metido baza. No podéis permitiros contrariar a Kato o Ihara por mí. Ha sido una imprudencia. No volváis a hacerlo.
– Os ruego me perdonéis. Supongo que he actuado impulsivamente. -Yoritomo agachó la cabeza, mortificado por la crítica-. Sólo pretendía ayudaros.
– Ayudarme no es vuestro deber -repuso Sano con amabilidad y firmeza. ¡Pensar que el padre en su momento había hecho todo lo posible por arruinarlo, y ahora el hijo ponía en peligro su propia seguridad para protegerlo!-. Y deberíais manteneros al margen de la política. Puede ser mortífera.
– Sí… Entiendo lo que queréis decir.
El tono escarmentado del joven dejaba claro que había captado la alusión de Sano a su padre desterrado. Sano sabía que, aunque Yoritomo adoraba y echaba de menos a su padre, no había estado ciego a los fallos de Yanagisawa. Cuando pararon ante la puerta de salida del palacio, contempló a Sano con vehemencia.
– Pero si alguna vez necesitáis que haga algo por vos… -le brillaban los ojos con el amor y la idolatría que había transferido de su padre ausente a Sano- sólo tenéis que pedírmelo.
Su devoción incomodaba a Sano al tiempo que lo conmovía. Lo único que había hecho para ganársela era pasar algún rato charlando con el chico o paseando por el castillo de vez en cuando. Sin embargo, eso era más amabilidad de la que jamás le había ofrecido nadie sin esperar algo a cambio.
– Bueno, confiemos en que no sea necesario.
Yoritomo regresó a la fiesta del sogún. Sano y su comitiva atravesaron los pasadizos oscuros y serpenteantes del castillo en dirección a su complejo. Ardía en deseos de comentar con Reiko su nuevo caso, y sintió una aguda nostalgia por los tiempos en los que investigaban crímenes juntos. Esto no sería igual. Todo había cambiado.
Capítulo 8
– ¡Mira, mamá, mira!
Masahiro daba brincos por el pasillo de las dependencias privadas del complejo del chambelán. El suelo emitía sonoros chirridos al paso de sus piececitos. Reiko caminaba detrás de él, encogida por el ruido. Uno de los pasatiempos favoritos de su hijo era jugar con el suelo ruiseñor, diseñado para servir de advertencia si un intruso entraba en la casa. Cuando Sano y Reiko se habían mudado a la antigua residencia de Yanagisawa, la habían descubierto plagada de suelos ruiseñor. Y en breve Masahiro se había aprendido de memoria todos los sitios donde chirriaban.
– ¡Mira, mamá! -exclamó. Deshizo su camino por el pasillo sin que el suelo emitiera un solo ruido.
– Muy bien. -Reiko sonrió, orgullosa de que hubiera memorizado también los puntos por donde podía pasarse en silencio. Le parecía muy listo para no haber cumplido los tres años-. Ahora toca prepararse para ir a la cama.
Después de bañarse juntos, cuando lo estaba arropando en la cama, Sano llegó y se unió a ellos.
– Llegas temprano -dijo Reiko-. Me alegro de verte.
Sano parecía cansado pero despabilado.
– Yo también.
Masahiro se arrojó a los brazos paternos de un salto. Sano lo lanzó por los aires. Rieron y jugaron al corre que te pillo por la habitación.
– No lo excites, por favor -dijo Reiko-. No habrá manera de que se vaya a dormir.
– Pero es que casi no lo veo nunca -adujo Sano con pesar mientras sostenía a su hijo, que parloteaba alegremente, en el regazo-. Quiero ser un buen padre, pero se me pasan los días sin darme oportunidad. Quiero enseñar a Masahiro sobre la vida, las artes marciales y el Camino del Guerrero, como hizo mi padre conmigo. -Su padre había dirigido una escuela de artes marciales en la que Sano había pasado la mayor parte de su infancia-. Y ahora voy a ir incluso más justo de tiempo.
Tras mucho jaleo, por fin consiguieron meter a Masahiro en su cama. Se fueron a su habitación, donde Reiko sirvió sake para los dos.
– El jefe de la metsuke ha sido asesinado y el caballero Matsudaira me ha ordenado que lo investigue -le contó Sano.
Mientras le explicaba los pormenores del crimen, los peligros que conllevaba y las consecuencias de no resolverlo, Reiko sintió tanta emoción como alarma.