– He solicitado esta reunión para anunciar una mala noticia -dijo el caballero. Mantenía la farsa superficial de que su primo tenía el poder y fingía someterse a su dictado, aunque no engañaba a nadie salvo al sogún. Aunque en ese momento controlaba el gobierno, todavía cortejaba el favor de su primo porque, en caso contrario, otros lo harían y él se expondría a perder su influencia-. Ejima Senzaemon acaba de morir.
Sano experimentó sorpresa y consternación. El sogún adoptó una expresión intranquila y confusa.
– ¿Quién has dicho? -La voz le temblaba con su miedo constante a parecer estúpido.
– Ejima Senzaemon -repitió Matsudaira.
– Aah. -El sogún arrugó la frente, más perplejo que aclarado-. ¿Lo conozco?
– Por supuesto -repuso el caballero, apenas ocultando su impaciencia ante las pocas luces de su primo. Sano casi lo oía pensar que él, y no Tokugawa Tsunayoshi, debería haber nacido para gobernar el régimen.
– Ejima era el jefe de la metsuke -murmuró Sano para echarle una mano. La metsuke era el servicio secreto que empleaba espías para reunir información en todo Japón a fin de mantener vigilados a los alborotadores y defender el poder del régimen.
– ¿De verdad? -preguntó el sogún-. ¿Cuándo asumió el cargo?
– Hace unos seis meses -respondió Sano. A Ejima lo había nombrado el caballero Matsudaira tras la purga de su antecesor, un aliado del chambelán Yanagisawa.
El sogún emitió un suspiro cansado.
– Hay tanta gente nueva en el, aah, gobierno de un tiempo a esta parte… No me aclaro con ellos. -Esbozó una mueca de irritación-. Me sería más fácil si los mismos hombres se quedaran en los mismos puestos. No sé por qué no puede ser.
Nadie ofreció una explicación. El sogún no estaba enterado de la guerra entre el caballero Matsudaira y el chambelán Yanagisawa ni de la victoria del primero y la consiguiente purga; nadie se lo había contado y, dado que rara vez abandonaba el palacio, veía poco de lo que pasaba a su alrededor. Sabía que habían exiliado a Yanagisawa, pero no tenía claro por qué. Ni el ex chambelán ni el caballero habían querido que supiera que aspiraban a controlar el régimen, por miedo a que los condenara a muerte por traición. Llegado ese momento, su primo prefería mantener al sogún ajeno al hecho de que había asumido el poder y en la práctica gobernaba Japón. Nadie osaba desobedecer sus órdenes que prohibían informar al sogún. Una conspiración de silencio imperaba en el castillo de Edo.
– ¿Cómo ha muerto Ejima? -preguntó Sano.
– Se ha caído del caballo durante una carrera en el hipódromo del castillo de Edo -explicó Matsudaira.
– Oh, cielos -dijo el sogún-. Las carreras de caballos son un deporte muy peligroso, a lo mejor habría que, aah, prohibirlas.
– Recuerdo haber oído que Ejima era un jinete especialmente temerario -comentó Sano- y que había sufrido accidentes antes.
– No creo que esto haya sido un accidente -replicó el caballero con tono cortante-. Me huelo que hay gato encerrado, -¿Eh? -Sano vio su sorpresa reflejada en el rostro de sus hombres-. ¿Por qué?
– No es la única muerte reciente y repentina de un alto funcionario -observó Matsudaira-. Primero fue Ono Shinnosuke, el supervisor de ceremonias de la corte, el día de Año Nuevo. En primavera murió Sasamura Tomota, comisario de carreteras. Y apenas el mes pasado, el ministro del Tesoro Moriwaki.
– Pero Ono y Sasamura murieron mientras dormían, en casa y en su cama -dijo Sano-. El ministro del Tesoro se cayó en la bañera y golpeó en la cabeza. Sus muertes no parecen guardar relación con la Ejima.
– ¿No veis un patrón? -El tono de Matsudaira estaba preñado de ominosa insinuación.
– Todos eran, aah, nuevos en sus cargos, ¿no es así? -terció el sogún con timidez. Tenía el aire de un niño que jugara a las adivinanzas y esperase haber dado con la respuesta correcta-. ¿Y murieron al poco de asumir el puesto?
– Precisamente -contestó su primo, sorprendido de que el sogún los recordase, por no hablar ya de que supiera cualquier cosa sobre ellos.
Eran todos compinches de confianza de Matsudaira, instalados después de su asalto al poder, podría haber añadido Sano, pero no lo hizo.
– Es posible que esas muertes no hayan sido tan naturales como aparentan -dijo Matsudaira-. Tal vez formen parte de un complot para socavar el régimen eliminando funcionarios clave.
Si bien los enemigos de Matsudaira dentro y fuera del bakufu tramaban su caída a todas horas, Sano no sabía qué pensar sobre una conspiración interna para debilitar el régimen que éste había establecido. Durante los últimos seis meses lo había visto transformarse de confiado cabeza de una destacada rama del clan Tokugawa en hombre nervioso y receloso inseguro en su nueva posición. Los frecuentes sabotajes y atentados violentos contra su ejército por parte de los forajidos de Yanagisawa espoleaban su inquietud. Podían robarle al ladrón el poder robado, suponía Sano.
– ¿Un complot contra el régimen? -graznó el sogún, siempre susceptible a las advertencias de peligro. Miró alrededor como si lo atacaran a él, y no a su primo-. ¡Tienes que hacer algo! -le espetó.
– Y bien que lo haré -dijo éste-. Chambelán Sano, os ordeno que investiguéis las muertes. -Aunque Sano era el segundo del sogún, respondía ante el caballero Matsudaira, como todos los miembros del gobierno. En sus prisas por protegerse, el primo del sogún había olvidado manipularlo para que diera él la orden-. En caso de que se demostraran ser asesinatos, identificaréis y prenderéis al asesino antes de que pueda cometer un nuevo crimen.
A Sano lo asaltó un escalofrío de emoción y alegría. Aunque las muertes resultaran naturales o accidentales, allí se le presentaba un bienvenido descanso del papeleo.
– Como deseéis, mi señor.
– No tan rápido -dijo el sogún, con los ojos entrecerrados por la contrariedad de que Matsudaira se hubiera saltado su autoridad-. Me parece recordar que Sano-san ya no es detective. Investigar crímenes ya no es su trabajo. No puedes pedirle que, aah, se ensucie las manos investigando esas muertes.
El caballero se apresuró a enmendar su error.
– Sano-san está obligado a hacer lo que deseéis, con independencia de su posición. Y vos deseáis que proteja vuestros intereses, ¿no es así?
Al sogún se le marcó la débil mandíbula por la obstinación.
– Pero el chambelán Sano está demasiado ocupado.
– No me importa el trabajo extra, excelencia. -Ahora que tenía esa oportunidad para la acción, Sano no pensaba dejarla escapar. Su energía espiritual se encrespaba ante la perspectiva de una misión en pos de la verdad y la justicia, que eran fundamentales para su código de honor personal-. Estoy ansioso por ser de utilidad.
– Muchas gracias -dijo el sogún con una mirada mohína al caballero Matsudaira además de a Sano-, pero ayudarme a dirigir el país exige toda tu atención.
En ese momento Sano recordó el millón de tareas que lo esperaban. No podía dejar su puesto durante mucho tiempo y arriesgarse a perder su precario control sobre los asuntos de la nación.
– Tal vez su excelencia tenga razón -reconoció a regañadientes-. A lo mejor esta investigación es competencia de la policía. Por lo general son ellos los responsables de resolver los casos de muertes misteriosas.
– Buena idea -dijo el sogún, y preguntó a su primo con beligerante desdén-: ¿Por qué no has pensado en la policía? Que se encarguen ellos.
– No. Debo aconsejaros encarecidamente no meter en esto a la policía -se apresuró a advertir Matsudaira.
Sano se preguntó por qué. El comisario Hoshina mantenía buenas relaciones con el caballero, y Sano hubiera esperado que éste le confiara la investigación. Algo debía de haber pasado recientemente entre ellos, y la noticia aún no había corrido.