– El chambelán Sano es el único en quien se puede confiar para que llegue al fondo de este asunto -sentenció Matsudaira.
Era cierto que durante la guerra entre facciones Sano se había mantenido neutral, soportando muchas presiones para que tomara partido por el bando de Yanagisawa o el de Matsudaira. Después, había servido con lealtad a este último con el fin de restaurar la paz. Además, mucho antes de que empezaran los problemas se había labrado la reputación de ser independiente de miras y de buscar la verdad incluso en detrimento propio.
– A menos que se atrape al asesino, irá matando a los funcionarios del régimen hasta que no quede ninguno -le advirtió Matsudaira al sogún-. Os quedaréis solo. -Adoptó un tono amenazante-. Y eso no os gustaría, ¿o sí?
Su primo se encogió en la tarima.
– Oh, no, para nada. -Lanzó una mirada aterrorizada en derredor, como si viera desaparecer a sus acompañantes ante sus ojos.
Si el caballero Matsudaira consentía los ataques a su régimen, perdería prestigio además de poder, y Sano sabía que eso era peor que la muerte para un hombre orgulloso como él.
– Entonces debéis ordenarle al chambelán Sano que lo deje todo, investigue los asesinatos y os salve.
– Sí. Tienes razón. -La resistencia del sogún se vino abajo-. Sano-san, haz todo lo que sugiera mi primo.
– Una sabia decisión, excelencia -dijo el caballero. Asomó a su boca un atisbo de sonrisa, una expresión de desprecio por el sogún y orgullo ante lo fácil que era meterlo en vereda. Se dirigió a Sano-. He enviado hombres a que aseguren el hipódromo y vigilen el cadáver. Tienen órdenes de no dejar entrar o salir a nadie hasta que hayáis examinado el escenario de los hechos. Pero será mejor que vayáis de inmediato. El público se estará impacientando.
Sano y sus hombres de despidieron con reverencias. Sano salió de la sala con paso ligero, sin pensar en las calamidades que podían abatirse durante su ausencia del timón del gobierno. Le daba igual la cantidad de trabajo que se le acumulase mientras investigaba la muerte del jefe Ejima; se sentía como un prisionero excarcelado. Ahí tenía su oportunidad de aplicar todo el poder y los recursos de su nuevo cargo en la causa de la justicia.
Capítulo 2
Los centinelas de la entrada principal del castillo de Edo abrieron los enormes portales remachados en hierro. Por ellos salió una comitiva de samuráis a caballo escoltando un palanquín a hombros de fornidos porteadores. Lo ocupaba, visible por su ventanilla, la dama Reiko, esposa del chambelán Sano. Su delicado y bello rostro juvenil reflejaba ansiosa expectación.
Esa mañana había recibido un mensaje de su padre que rezaba: «Te ruego vengas hoy al Tribunal de Justicia a la hora de la oveja. Hay un juicio que me gustaría que presenciases.»
A Reiko la alegraba la perspectiva de algo que animara su existencia. Desde que Sano se había convertido en chambelán tenía poco que hacer, aparte de cuidar de su hijo Masahiro. Antes, cuando Sano era sosakan-sama, lo ayudaba a resolver sus casos, buscando pistas en lugares vedados para él, utilizando sus contactos en el mundo de las mujeres. Sin embargo, no podía ayudarlo a manejar el gobierno, y él andaba tan ocupado que rara vez lo veía, salvo cuando llegaba a casa agotado por las noches. Reiko echaba de menos los viejos tiempos, aunque estaba orgullosa del importante cargo de su marido. Afrontar el peligro y la muerte se le antojaba preferible a ir dejando que se le fuera la vida como al resto de las mujeres de su clase. No mejoraba las cosas el hecho de que lo peligroso de los tiempos la hubiese mantenido encerrada en el castillo de Edo durante la mayor parte de los últimos seis meses.
Su comitiva atravesó el distrito administrativo de Hibiya, donde vivían y trabajaban los altos funcionarios del régimen en señoriales mansiones rodeadas de elevados muros. Por las calles patrullaban más soldados de lo normal, a la búsqueda de fugitivos de la facción de Yanagisawa. Reiko divisó una mansión que había ardido; solo quedaba una montaña de cascotes. El incendio era el arma favorita de los forajidos.
Un vendedor de noticias pregonaba sus gacetas paseando entre los funcionarios, oficinistas y criados que abarrotaban el distrito.
– ¡Los forajidos asaltaron ayer a un rico mercader y su familia que viajaban por la carretera del mar del Este! -gritaba-. ¡Lo mataron y violaron a su mujer!
Los fugitivos estaban desesperados por conseguir dinero para su subsistencia y su causa, y a menudo cometían atrocidades contra los ciudadanos que tenían la mala suerte de toparse con ellos. Reiko llevaba una daga bajo la manga, presta para defenderse si era necesario.
La comitiva se detuvo ante la mansión del magistrado Ueda, que albergaba el Tribunal de Justicia. Los guardias de la puerta salieron presurosos.
– Declarad vuestros nombres -ordenaron-. Mostrad vuestras credenciales.
Mientras los escoltas lo hacían, otros guardias se asomaron con aire receloso al palanquín. Hacía poco un forajido había entrado en una mansión disfrazado de porteador, y con una daga que llevaba en la caja que transportaba había matado a cinco personas antes de que lo redujeran. La seguridad se había reforzado en todas partes. En ese momento el guardia reconoció a Reiko y dejó que la comitiva pasara por la puerta. En el patio se apeó del palanquín. Más policías de lo normal vigilaban a más prisioneros de lo normal a la espera de juicio. Los reos eran mayormente samuráis que parecían soldados del ejército de Yanagisawa. Cargados de pesadas cadenas, se los veía desastrados y manchados de sangre, como si hubieran luchado con uñas y dientes para resistirse a su captura. Auque Yanagisawa había sido un señor cruel y malvado, el bushido -el código de honor de los samuráis- les exigía una lealtad inquebrantable a él. Los guardaespaldas de Reiko la acompañaron por delante de ellos y otros prisioneros, plebeyos malcarados. La delincuencia proliferaba en la ciudad; muchos se aprovechaban del desorden generalizado y la sobrecarga de trabajo de la policía.
En la mansión baja con entramado de madera, Reiko entró en la sala del tribunal y se encontró con el juicio a punto de empezar. Sobre la tarima del fondo de la larga sala distinguió a su padre, el magistrado Ueda, corpulento y digno con sus vestiduras negras ceremoniales, uno de los dos magistrados que mantenían la ley y el orden y resolvían las disputas en Edo. A cado lado tenía un secretario, equipado con una mesita y recado de escribir. Aparte de los guardias, sólo había presentes dos personas más. Una era un doshin, un agente de calle de la policía. Vestido con quimono corto y calzas de algodón, estaba de rodillas cerca de la tarima. A la cintura llevaba una sola espada corta y un jitte: una vara de acero con dos puntas curvadas por encima de la empuñadura que se usaba para detener y atrapar la hoja de la espada de un atacante. La otra era la acusada, una mujer vestida con un sayo de arpillera. Estaba de rodillas ante el magistrado sobre una esterilla de paja situada en el shirasu, un tramo del suelo cubierto de arena blanca, símbolo de la verdad. Llevaba las manos encadenadas a la espalda; su larga cabellera negra le caía desgreñada por debajo de los hombros.
El magistrado reconoció la presencia de su hija con un leve asentimiento de la cabeza. Le hizo una seña a uno de sus secretarios, que anunció:
– La acusada es Yugao, del distrito de Kanda.
Reiko se arrodilló en un lado de la sala, desde donde veía la cara de la mujer. Poseía una belleza severa, frente y pómulos altos, nariz larga y elegante y labios marcados. Yugao parecía tener un par de años menos que los veinticinco de Reiko. Tenía la cabeza gacha y la mirada fija en la arena blanca. Su esbelto cuerpo se adivinaba rígido bajo los pliegues del sayo.