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– Yugao está acusada de los asesinatos de su padre, su madre y su hermana -dijo el secretario.

Reiko se quedó boquiabierta. Asesinar a la propia familia era un crimen abyecto que repudiaba la moral de la sociedad. ¿Podía haberlo cometido en realidad esa joven? Se preguntó por qué su padre había querido que presenciara ese juicio.

– Oiré las pruebas en contra de Yugao -dijo el magistrado Ueda.

El doshin se adelantó. Era un hombre bajito de treinta y tantos años, de facciones toscas y ajadas.

– Encontramos a las víctimas muertas en su casa -explicó-. Todas habían sido apuñaladas numerosas veces. Hallamos a Yugao sentada cerca de los cuerpos, con el cuchillo en las manos y cubierta de sangre.

¡Que una hija cometiera semejante atrocidad contra sus padres, a los que debía el máximo respeto y afecto! ¡Que una hermana matara a otra! Reiko había visto y oído muchas cosas terribles, pero aquello lo superaba todo. Yugao no se movió ni cambió de expresión en ningún momento; no daba muestra alguna de culpabilidad o inocencia. Parecía no importarle que la acusaran de un crimen cuyo castigo era la muerte y que la mayoría de los juicios terminaran en un veredicto de culpabilidad.

– ¿Dijo algo Yugao cuando la arrestaron? -preguntó el magistrado.

– Dijo: «He sido yo» -respondió el doshin.

– ¿Hay alguna prueba de lo contrario? -preguntó el magistrado.

– Ninguna que yo haya visto.

– ¿Tienes algún testigo en condiciones de demostrar que Yugao en efecto cometió el crimen?

– No, honorable magistrado.

– ¿Has buscado o identificado a algún otro sospechoso?

– No, honorable magistrado.

Reiko empezó a notar una extraña sensación sobre ese juicio: algo no cuadraba.

– La ley permite que las personas acusadas hablen en su propia defensa -le dijo a Yugao el magistrado-. ¿Qué tienes que decir en tu favor?

La mujer respondió con voz inexpresiva y apenas audible:

– Yo los maté.

– ¿Hay algo más que quieras decir?

La chica sacudió la cabeza, en apariencia indiferente al hecho de que era su última oportunidad de salvar la vida. El doshin parecía aburrido, a la espera de que el magistrado declarara culpable a Yugao y la mandara al campo de ejecución.

Un ceño ensombreció las facciones de Ueda. Contempló a la acusada durante un momento y luego dijo:

– Pospongo mi veredicto. Guardias, llevaos a Yugao a una sala de audiencias. -Se volvió hacia sus secretarios-. Habrá un aplazamiento antes de la sentencia. Se levanta la sesión.

Entonces Reiko supo que ocurría algo inusual. Su padre era un hombre resuelto, tan rápido en la administración de justicia como exigía la ley. Había presenciado muchos de sus juicios y jamás lo había visto aplazar un veredicto. También era una novedad para los secretarios y el doshin, que lo miraron sorprendidos. Yugao alzó la cabeza de golpe. Por vez primera Reiko pudo verle bien los ojos. Eran de un negro de pedernal, bajo párpados lisos. Pestañeaban confusos. Cuando los guardias acudieron a sacarla del tribunal, los acompañó con docilidad. Los secretarios se marcharon; el magistrado bajó de la tarima. Reiko se puso en pie, rebosante de curiosidad, y fue a su encuentro.

– Gracias por venir, hija -dijo él con una sonrisa afectuosa. Siempre habían tenido una relación más estrecha que la mayoría de los padres e hijas, y no sólo porque Reiko fuera su única descendencia. Su madre había muerto cuando ella era sólo un bebé, y el magistrado la quería como lo único que quedaba de la mujer a la que había adorado. Ya cuando era muy joven había reparado en su inteligencia y le había concedido una educación que por lo general se reservaba a los hijos varones. Había contratado tutores para que le enseñaran lectura, caligrafía, historia, matemáticas, filosofía y los clásicos chinos. Había empleado incluso a maestros de artes marciales para que la instruyeran en esgrima y combate sin armas. Ahora compartían el interés por el crimen.

– ¿Qué te ha parecido el juicio?

– Desde luego ha sido diferente de la mayoría -respondió su hija.

El magistrado asintió.

– ¿En qué sentido?

– Para empezar, Yugao ha confesado sin vacilar -dijo Reiko-. Muchos acusados se declaran inocentes aunque no lo sean, para eludir el castigo. Yugao ni siquiera ha hablado en su defensa. A lo mejor es demasiado tímida o estaba demasiado asustada, como pasa a veces con las mujeres, pero no lo he notado. Daba muy pocas muestras de emoción. -La mayoría de los acusados eran pasto de los remordimientos, la histeria o cualquier otro tipo de alteración-. No parecía sentir nada en absoluto, hasta que has pospuesto la sentencia. Me ha dado la sensación de que no agradecía exactamente el aplazamiento, lo que también es extraño.

– Sigue -dijo el magistrado Ueda, complacido por las sagaces observaciones de Reiko.

– Yugao no ha explicado en ningún momento por qué mató a su familia, si es que en realidad lo hizo. Los criminales confesos suelen argüir excusas para justificar lo que han hecho. Es el primer juicio que veo en el que no se presenta ningún móvil para el crimen. La policía no parece haberlo buscado. -Perpleja e inquieta, sacudió la cabeza-. Parecen haber arrestado a Yugao porque era la sospechosa evidente, a pesar de que los indicios contra ella no sean prueba de su culpabilidad. En realidad, da la impresión de que no han realizado investigación alguna. ¿Tan negligentes se han vuelto de un tiempo a esta parte?

– Es un caso especial. Yugao es una hinin.

– Ah. -Reiko entendió muchas cosas de golpe.

Los hinin eran «no humanos»: ciudadanos degradados a una casta proscrita en lo más bajo del orden social como castigo por delitos graves pero no lo bastante para acarrear la pena de muerte. Entre ellos se contaban el robo y diversas transgresiones morales. Los hinin tenían prohibido el trato con el resto de los ciudadanos; los pocos millares que había en Edo vivían en poblados en las afueras de la ciudad. Los únicos peor considerados eran los eta, parias hereditarios a causa de su relación con ocupaciones relacionadas con la muerte, como la carnicería, que los volvían espiritualmente impuros. Una gran distinción separaba a los hinin de los eta: los primeros podían cumplir sus sentencias o ser indultados, obtener la amnistía y recobrar su condición anterior, mientras que los eta eran proscritos de por vida. De todas formas, ambas clases eran rehuidas por los estratos superiores de la sociedad.

– Supongo que la policía no pierde su tiempo investigando crímenes entre los hinin -dijo Reiko.

Su padre asintió.

– No cuando un caso parece tan evidente como éste. Sobre todo en los tiempos que corren, cuando la policía anda ocupada haciendo batidas contra renegados y sofocando disturbios. -La preocupación le acentuó las arrugas de la cara-. Mis veredictos dependen de la información que me aportan. Cuando me ofrecen tan poca, me resulta difícil llegar a una decisión justa.

– Y no tienes más elementos que yo para decidir si Yugao es culpable o inocente a partir de su testimonio en el juicio -dedujo Reiko.

– Correcto. Tampoco me ayuda lo que he podido descubrir de antemano. Al enterarme del caso, supe que la policía no habría efectuado una investigación concienzuda, de modo que me impuse interrogar a Yugao en persona. Lo único que le sonsaqué fue que había matado a sus padres y su hermana. Se negó a explicarse. Su comportamiento fue el mismo que has visto. -Resopló de frustración-. No puedo dejar que una asesina confesa quede en libertad sólo porque no me convencen las pruebas en su contra. Mis superiores no lo aprobarían.

Y su posición dependía de la buena voluntad de esos superiores, como bien sabía Reiko. Si lo tomaban por indulgente con los delincuentes, lo cesarían de su cargo, una deshonra calamitosa.

– Aun así, no puedo declarar culpable a una joven y condenarla a muerte en base a una información tan incompleta -concluyó.