La noche tejía un tapiz de sonidos que apagaban los de Sano y sus hombres. Los lobos aullaban y el viento gemía entre los árboles. Reiko oyó el chillido de las aves de presa y el borboteo del arroyo en el valle. Las campanas de los templos tocaron a medianoche. Cuando abrió los ojos, vio la mansión, tan quieta como siempre. La ventana iluminada titiló, como si la linterna de dentro se estuviera quedando sin aceite. La luna alcanzó su cénit y las estrellas giraron en la rueda del firmamento mientras Reiko se preguntaba qué estaría haciendo Sano. El aire se volvió invernal, pero ella no se dio cuenta de que temblaba de frío hasta que Hirata le cubrió los hombros con su capa. Pasó el tiempo, lento como el agua que erosiona la piedra, y la espera se tiñó de tensa incertidumbre.
De repente una voz lejana gritó:
– ¿Quién anda ahí?
Reiko se puso rígida y el pulso se le desbocó. Hirata, sus escoltas y los soldados se pusieron en guardia.
– ¡Responded! -ordenó la voz.
El pánico la hacía estridente, y procedía de la casa.
– Esa es Yugao -dijo Reiko con aprensión-. ¿Qué estará sucediendo?
– Debe de haber oído llegar a nuestros hombres -respondió Hirata con el corazón en un puño-. Ella y el Fantasma saben que están bajo asedio.
– ¡Marchaos! -chilló Yugao, cuya voz sonaba más cercana y nítida-. ¡Dejadnos en paz!
Entonces Reiko oyó el sonido de la puerta al abrirse. Yugao salió a la galería. Tenía la espalda encorvada y semejaba una bestia salvaje acorralada. Se paseó por detrás del pasamanos y gritó:
– ¡Escuchadme, quienquiera que seáis!
Incluso a distancia y con la poca luz disponible, Reiko vio que la chica tenía la cara desencajada de odio y terror. Escrutaba frenética la oscuridad, en busca de enemigos.
– No permitiremos que nos atrapéis. ¡Marchaos o lo lamentaréis!
– Las órdenes del chambelán Sano son que llevemos a los fugitivos vivos o muertos -dijo Hirata-. Aquí tenemos a tiro a uno de ellos. -Los soldados ya habían preparado sus arcos y apuntaban hacia Yugao-. Disparad en cuanto tengáis buen ángulo.
Por más que Reiko supiera que Yugao era una asesina que merecía la muerte, se encogió ante la perspectiva de derramar la sangre de una joven. Además, si Yugao moría, se llevaría sus secretos a la tumba.
La chica se detuvo. Se oyó el susurro de tres arcos. Tres flechas surcaron la oscuridad con un silbido. Se clavaron contra el pasamanos de la galería y la pared de madera de la mansión. Yugao soltó un chillido. Se llevó las manos a la cabeza para protegerse mientras se agachaba y miraba a un lado y otro para ver quién la atacaba. Los arqueros dispararon más flechas. Yugao aulló y cayó de bruces. Reiko pensó que la habían alcanzado, pero luego la vio reptar rápidamente hacia la puerta. Entró arrastrándose y la puerta se cerró tras ella, acribillada por otra descarga de flechas.
Los arqueros bajaron sus armas y farfullaron maldiciones. Hirata sacudió la cabeza. Reiko oscilaba entre la decepción porque Yugao hubiera escapado y el alivio de no ver segada otra vida por la violencia.
Yugao gritó a través de la puerta:
– ¡No podéis matarme! Si lo intentáis siquiera… -salió un paso fuera con Tama agarrada por delante, apretada contra su cuerpo como un escudo- ¡ella morirá!
Tama estaba rígida, con su cara de muñeca convertida en una máscara de terror. Agarraba con las manos el brazo con que Yugao la sujetaba por el pecho. Reiko se horrorizó al ver que ésta blandía un cuchillo cuya hoja centelleó a la luz de la linterna. Los arqueros apuntaron.
– ¡No! -susurró Reiko. El pánico la hizo levantarse.
Los soldados miraron a Hirata en busca de órdenes. Uno dijo:
– Si disparamos a Yugao, alcanzaremos a la otra chica, seguro.
Pasó un instante antes de que Hirata hablase:
– No disparéis. Hablaré con ella.
Mientras Reiko respiraba aliviada, Hirata salió de los árboles. Cojeó por el sendero que llevaba a la mansión.
– ¡Yugao! -llamó.
La chica se volvió precipitadamente en la dirección de la voz, desplazando a Tama con ella. Su mirada hostil recorrió la oscuridad, y gritó:
– ¿Quién eres?
– Soy el sosakan-sama del sogún.
– No des ni un paso más. ¡O ésta muere!
Yugao llevó el cuchillo al cuello de Tama con un movimiento brusco. Tama chilló. Reiko ahogó un grito y se tocó su propia garganta. Hirata se paró en seco sobre la senda, a medio camino de las escaleras.
– De acuerdo -dijo con tono calmo-. Me quedaré aquí… si tú sueltas a Tama y vienes conmigo pacíficamente.
– ¡No! -La voz alarmada de Yugao sonó más estridente-. ¡Vete o le rebano la garganta, te lo juro!
– Matarla no te servirá de nada -dijo Hirata-. La casa está rodeada de soldados.
– ¡Retíralos!
– No puedo. Rendirte es tu única oportunidad de vivir.
– ¡Nunca me rendiré! ¡Nunca!
– Entonces suelta a Tama -insistió Hirata. Reiko notó que se le acababa la paciencia-. Si me haces caso no te haremos daño, te lo prometo.
– ¡Mentiroso! ¡No te creo! -chilló Yugao.
Ansiosa por ayudar, Reiko le dijo a Hirata en voz baja:
– Dile que Tama es su amiga. Tama no se merece morir.
Hirata repitió las palabras en alto para Yugao. Ella respondió a gritos:
– Tama ya no es mi amiga. Se ha chivado a la policía y me ha traicionado. -Tenía la voz amarga de ira y rencor-. Tiene la culpa de que estéis aquí.
– No es verdad -gimoteó Tama, sollozando mientras intentaba alejarse del cuchillo-. ¡Tienes que creerme!
– Sí que es verdad. -Yugao la agarró con más fuerza. La crueldad le retorcía las facciones-. Eres una traidora. ¡Te mereces un castigo!
Reiko perdió toda esperanza de que Hirata pudiera hacerla entrar en razón o salvar a Tama. Yugao estaba desquiciada. Aunque le había prometido a Sano que no interferiría, no podía quedarse de brazos cruzados. Salió corriendo del bosque y remontó el sendero hasta situarse delante de Hirata.
– ¡Yugao! -llamó, a la vez que lamentaba faltar a la palabra dada a Sano.
– ¿Qué hacéis? -dijo Hirata, consternado-. ¡Volved atrás! -Y le dio un tirón del brazo.
Ella se lo sacudió de encima.
– Por favor, deja que lo intente. -Su mirada se encontró con la de Yugao a través de la penumbra.
– Bueno, bueno, pero si es la dama Reiko -dijo Yugao-. ¿Habéis venido a presenciar la diversión? ¿No tenéis nada mejor que hacer?
– Tama no ha traído el ejército hasta ti -dijo Reiko-. No la culpes. He sido yo, que la seguí hasta aquí.
– Vos. -La palabra brotó como un saco de veneno reventado de la boca de Yugao-. Tendría que haberlo imaginado. Todo el rato que fingíais querer ayudarme estabais tramando cómo acabar conmigo.
– Sí quería ayudarte -dijo Reiko con su tono más sincero y persuasivo. Yugao nunca se había fiado de ella, pero la vida de Tama dependía de que en ese momento se ganara su confianza-. Y todavía quiero.
Yugao sacudió la cabeza con desdeñosa incredulidad.
– Entonces, demostradlo. Sacad a esos soldados de aquí.
– De acuerdo -dijo Reiko, aunque no pudiera hacer semejante cosa-. Pero antes tendrás que soltar a Tama. -Avanzó hasta el pie de las escaleras. Hirata y sus guardias la siguieron. Le tendió una mano a Yugao.
– ¡Quieta! -Yugao cerró el brazo con más fuerza en torno a Tama, que chillaba y lloraba-. Debéis de creer que soy tonta de remate. -Soltó un bufido de asco-. Pues bien, sé que, en cuanto suelte a Tama, subirán aquí y me matarán. Ella es mi única protección.