– Espero que todo te vaya bien -dijo Sano. La mirada que dedicó a Hirata estaba templada por la preocupación. Que su vasallo le hubiera salvado la vida debería haberlos acercado pero en realidad había obrado el efecto contrario. Que Hirata se hubiera limitado a hacer lo que un samurái debía a su señor no eximía a Sano de remordimientos por estar él entero y su salvador, quebrado. La gratitud y culpabilidad de Sano, y la pérdida de Hirata, abrían una grieta entre ellos.
– Todo me va muy bien. -Hirata se mantenía todo lo derecho que podía; esperaba que Sano no le leyera el dolor grabado en la cara No quería que se sintiera peor; ver sufrir a Sano lo entristecía profundamente-.¿Y vos?
– Nunca he estado mejor -respondió Sano. Hirata reparó en que había perdido el aire ansioso y agobiado que lo distinguía en sus primeros días como chambelán. En verdad, parecía el mismo de los viejos tiempos, cuando los dos empezaban a trabajar juntos. Sin embargo, Hirata no quería pensar en aquella época. -¿Qué ha pasado? -preguntó con un gesto que abarcaba el circuito.
– Ejima Senzaemon, jefe de la metsuke, ha muerto durante una carrera -explicó Sano-. El caballero Matsudaira sospecha que ha habido juego sucio y me ha pedido que lo investigue. -Describió su encuentro con el primo del sogún y las indagaciones preliminares.
– De momento no parece que la muerte de Ejima haya sido un asesinato -comentó Hirata, interesado pero escéptico-. ¿Puede formar parte de verdad, junto con las muertes previas, de una trama contra el caballero Matsudaira, o se está imaginando un complot en un conjunto de coincidencias?
– Eso es lo que pretendo averiguar -dijo Sano-. Te he hecho venir porque necesito tu ayuda.
A la vez que experimentó un ardiente deseo de trabajar con Sano en un caso tan importante, a Hirata le preocupó que exigiera más energías de las que tenía en ese momento. Vio que Sano evaluaba su macilenta figura y cayó en la cuenta de que se temía que estuviera físicamente incapacitado. Se sintió enfermo de angustia. No podía dejar que Sano lo creyera débil e inútil.
– Será un honor serviros -dijo. Ayudaría a Sano o moriría en el intento-. ¿Por dónde queréis que empiece?
– Puedes empezar por llevarte el cuerpo de Ejima al depósito de cadáveres -dijo Sano en voz baja para que no lo oyeran los testigos y soldados-. Pídele al doctor Ito que lo examine.
Otrora un médico próspero y respetado, Ito había sido condenado a la custodia a perpetuidad del depósito de cadáveres de Edo por realizar experimentos científicos de origen extranjero, un delito que la ley Tokugawa prohibía expresamente. Había ayudado a Sano en pasadas investigaciones.
– Que encuentre la causa exacta de la muerte -aclaró Sano-. Eso es clave para dictaminar si se ha tratado de asesinato.
– Partiré de inmediato -dijo Hirata.
Parecía tan ansioso como siempre por cumplir los deseos de Sano, pero su señor notó el dolor y la preocupación que trataba de ocultar y sus dudas sobre si podría aguantar el trayecto hasta el depósito de cadáveres, situado justo en la otra punta de la ciudad. Sano, que llevaba una temporada sin ver a Hirata, se había quedado horrorizado al constatar lo frágil que seguía. No quería que se jugara la salud o volviera a hacerse daño por él, pero, aunque le habría gustado ir a la morgue en persona, era un riesgo demasiado grande: si sorprendían al chambelán de Japón participando en la ciencia extranjera de examinar un cadáver, su caída sería mucho más dura que la de Ito. Tampoco podía retirar su petición y avergonzar a Hirata. Lo necesitaba tanto como en apariencia él necesitaba demostrarse capaz de cumplir el deber que exigía el lazo entre samurái y señor.
– Tráeme los resultados del examen del doctor en cuanto sea posible -dijo-. Si para entonces he terminado de interrogar a los testigos, estaré en mi mansión. -No podía dejar que el gobierno se hundiera mientras él investigaba una muerte que quizá no fuera un asesinato-. Luego informaremos al caballero Matsudaira. No me cabe duda de que esperará ansioso nuestras noticias.
Capítulo 5
En un ala del Tribunal de Justicia había habitaciones donde el magistrado y su personal atendían a los ciudadanos que buscaban resolver disputas relacionadas con dinero, propiedades u obligaciones sociales. Allí había mandado a Yugao el magistrado Ueda. Al recorrer el pasillo, Reiko oyó carcajadas masculinas por una puerta abierta. Se asomó al interior.
La habitación era una celda cerrada por tabiques correderos de papel y celosía, acondicionada con un suelo de colchoneta y una mesita baja. Yugao se encontraba entre los dos guardias del séquito de su padre que peor le caían a Reiko. Uno, un hombre fornido de ojos estrábicos, tenía su zarpa en la mejilla de la presa. El otro, atlético y arrogante, la manoseaba por debajo de las faldas de su basto quimono. Yugao se zafó de ellos, pero volvieron a agarrarla. Le tironearon de la ropa y le pellizcaron las nalgas y los pechos. Ella daba tirones de los grilletes que le inmovilizaban las manos mientras les lanzaba patadas con sus pies desnudos. No logró sino que se rieran más fuerte. La chica tenía la cara tensa de ira impotente.
– ¡Basta! -exclamó Reiko. Irrumpió por la puerta y ordenó-: ¡Dejadla en paz!
Ellos se detuvieron, molestos por la interrupción, pero se les demudaron las facciones al reconocer a la hija de su señor.
– Al magistrado no le complacerá enterarse de que os habéis aprovechado de una mujer desvalida en su casa -dijo Reiko con voz cortante-. ¡Marchaos!
Los guardias se fueron con el rabo entre las piernas. Reiko cerró la puerta y se volvió hacia Yugao, que estaba hecha un ovillo, con la cara oculta tras el pelo alborotado y el sayo desprendido del hombro. Reiko la compadeció.
– Venga, deja que te arregle la ropa -dijo.
Al tocar a Yugao, la chica se encogió. Se retiró el pelo de la cara y la miró fijamente.
– ¿Quién sois?
Reiko había esperado que le agradeciera haberla protegido de los guardias, pero en cambio la notó recelosa y hostil. Al verla de cerca por primera vez, reparó en que tenía la tez cenicienta de cansancio y desnutrición, con ojeras bajo los ojos y los labios cortados. Sin duda, el trato abusivo de los carceleros le había enseñado a desconfiar de todo el mundo. Pese a ser sospechosa y tal vez culpable de un grave crimen, Reiko sintió aumentar la simpatía que le inspiraba.
– Soy la hija del magistrado -le dijo-. Me llamo Reiko. Se dedicaron una mirada de mutua curiosidad. Reiko la vio evaluar su quimono de seda naranja con estampado de sauces, su peinado recogido hacia arriba, su cuidado maquillaje blanco y el carmín de los labios, sus dientes ennegrecidos como dictaba la costumbre de moda para las casadas de su clase. Entretanto, Reiko notó el hedor carcelario a orina, pelo grasiento y cuerpo sin lavar de Yugao, y vio en sus ojos rencor y envidia. Se miraron como separadas por un mar, la dama de noble cuna en una orilla, la paria en la otra,.
– ¿Qué queréis? -preguntó ésta.
A Reiko la sorprendieron sus malos modos. A lo mejor nadie le había enseñado educación. Se preguntó de qué estrato social procedía y qué habría hecho para acabar de hinin, pero no parecía buen momento para indagarlo.
– Quiero hablar contigo, si es posible -dijo.
A Yugao se le enturbió la mirada de suspicacia.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el asesinato de tu familia.
– ¿Por qué?
– Al magistrado le cuesta decidirse sobre si debe declararte culpable. Por eso ha aplazado el veredicto. Me ha pedido que investigue los crímenes y descubra si eres culpable o inocente. Yugao arrugó la frente, desconcertada.
– Ya he dicho que fui yo. ¿Acaso no basta con eso?
– Él no lo cree así; y yo tampoco.
– ¿Por qué no?
La conversación recordaba a Reiko la ocasión en que Masahiro había pisado un cardo y ella había tenido que arrancarle las espinas del pie descalzo.