Cogió la oreja de Nafai con firmeza, aunque sin causarle dolor.
—En cuanto al mítico incendio de la Tierra, querido niño, yo misma lo he presenciado. Ocurrió hace muchísimo tiempo… calculamos que han transcurrido por lo menos treinta millones de años de historia humana en este mundo que bautizamos Armonía. Pero vi volar los proyectiles, estallar las bombas y el mundo ardiendo en llamas. El humo cubría el cielo y tapaba el sol, y debajo de ese manto de tinieblas los océanos se congelaban y el mundo se recubría de hielo y sólo algunos seres humanos sobrevivían, para levantarse de la negrura mientras el mundo perecía, llevando sus gentes, sus arrepentimientos y sus genes a otros planetas, con la esperanza de volver a empezar. Lo hicieron. Estamos aquí. Ahora el Alma Suprema ha advertido a tu padre que nuestro nuevo comienzo puede conducir al mismo final.
Nafai había visto el semblante de Madre en público: juguetón, brillante, analítico, grácil. También había visto el semblante de Madre en familia: franco pero amable, pronto para la furia pero más pronto para el perdón. Suponía que el semblante que presentaba a la familia era el verdadero, el que no ocultaba nada. Pero detrás de esos dos semblantes ocultaba otro: su amarga visión del final de la Tierra.
—Nunca nos lo habías contado —susurró Nafai.
—Claro que sí lo hice —dijo Rasa—. No es culpa mía que creyerais que os contaba un mito.
Le soltó la oreja y regresó a la casa.
Issib pasó flotando junto a Nafai, mascullando que un día te levantabas y descubrías que habías vivido siempre en un manicomio. Hushidh también pasó a su lado sin mirarlo; Nafai imaginó el chisme que propagaría en su clase durante todo el día.
Quedó a solas con Luet.
—No debí hablar antes contigo —dijo ella.
—Y no deberías hablarme nunca más —sugirió Nafai.
—Algunos oyen una mentira cuando les dicen la verdad. Te enorgulleces de ser el hijo de Rasa y Wetchik, pero es evidente que los genes que has heredado de tus padres no son los mejores.
—En cambio, yo estoy seguro de que tú has recibido lo mejor que tus padres podían ofrecer.
Ella lo miró con manifiesto desprecio y se marchó.
—Será un día maravilloso —dijo Nafai cuando estuvo a solas—. Toda mi familia me detesta. —Caviló un instante—. Ni siquiera sé si quiero su afecto.
Por un peligroso momento, a solas en el pórtico, tuvo la tentación de dirigirse al borde para asomarse a mirar el prohibido paisaje del Valle de las Mujeres Sagradas, al que todos llamaban el Valle de la Grieta (y algunas lenguas vulgares apodaban el Barranco de las Arpías). Veré y apuesto a que ni siquiera quedaré ciego.
Pero no lo hizo, aunque se quedó rumiando largo rato. Le pareció que cuando estaba a punto de caminar hacia el borde su mente divagó y él titubeó confundido, olvidando por un instante su propósito. Al fin perdió todo interés y regresó al interior de la casa.
Tenía que regresar a clase, era lo que correspondía. Pero no tenía ánimos. Enfiló hacia la puerta y salió al porche y a las calles de Basílica. Quizá Madre se enfadara, pero le daba igual.
Sin duda miraba por dónde iba, pues no tropezó con nada, pero no recordó lo que veía ni dónde había estado. Terminó en el barrio de la Fuente, a poca distancia del vecindario de la casa de Rasa, aunque mentalmente había recorrido una y otra vez los mismos pensamientos, para terminar cerca de donde había comenzado.
Pero sabía una cosa: no podía descartar todo aquello como mera locura. Padre no estaba loco, por nuevo y extraño que pareciera; y en cuanto a Madre, si su visión del incendio de la Tierra era locura, entonces estaba loca desde antes de que él naciera. Conque había algo que ponía ideas, deseos y visiones en la mente de sus padres, y también en la de Luet. La gente lo llamaba el Alma Suprema, pero eso era sólo un nombre, una etiqueta. ¿Qué era y qué quería? ¿Qué hacía? Si podía hablar con algunas personas, ¿por qué no se comunicaba con todos?
Nafai se detuvo enfrente de lo que quizá fuera la casa más grande de Basílica. La conocía bien, pues el jefe del clan Palwashantu era compañero de la mujer que residía allí; Nafai no recordaba el nombre de ella. No era una mujer importante, y todos sabían que había adquirido esa antigua casa con el dinero de su compañero, y si ella no renovaba el contrato no sería nadie a pesar de la casa, y en cambio él era Gaballufix. Había cierto parentesco. La madre de Gaballufix era Hosni, quien después fue instructora de Wetchik y madre de Elemak. Puesto que existía esa consanguinidad, y dado que Padre era segundo en prestigio en el clan Palwashantu, habían visitado esa casa un par de veces por año desde que Nafai tenía memoria.
Mientras miraba ausente el frente de aquel prestigioso edificio, se despabiló de golpe, pues reconoció a alguien que se acercaba por la calle. Elemak debía estar en casa durmiendo, pues había viajado toda la noche. Pero allí estaba, en mitad de la tarde. Por un instante de pánico Nafai se preguntó si Elya lo buscaba a él. ¿Era posible que Madre se hubiera alarmado y hubiera enviado a toda la familia, quizás incluso a los empleados de Padre, a buscarlo por toda la ciudad?
Pero no, Elemak no buscaba a nadie. Caminaba con despreocupación. No miraba hacia ningún lado.
Y luego desapareció.
No, había doblado en el hueco que separaba la casa de Gaballufix del edificio vecino. De forma que se dirigía a algún lugar concreto.
Nafai sintió curiosidad. Echó a trotar para tener una buena vista del estrecho callejón. Llegó a tiempo para ver que Elemak entraba en la casa de Gaballufix por una portezuela.
Nafai ignoraba qué asunto tenía Elya con Gaballufix, algo tan urgente como para ir a la casa el mismo día en que regresaba de una larga travesía. Claro que Gaballufix era técnicamente el hermanastro de Elya, pero había dieciséis años de diferencia entre ambos y Gaballufix nunca lo había reconocido como hermano. Eso no significaba que ahora no pudieran comenzar a tratarse como parientes, pero era raro que Elemak nunca lo hubiera mencionado y ahora pareciera ocultarlo.
Raro o no, Nafai sabía que sería pésima idea preguntarle a Elemak directamente. Cuando Elya quisiera dar a conocer lo que hacía con Gaballufix, lo revelaría. Entretanto, el secreto quedaría bien guardado en su cabeza.
Un secreto guardado en la cabeza.
Luet sabía que Nafai estaba enamorado de Eiadh. Bien, eso no era tan secreto. Luet pudo haberlo adivinado por el modo en que él la miraba. Pero en el porche de la casa de Madre, Luet había dicho «El bastardo eres tú», como si le replicara por llamarla bastarda a ella. Sin embargo, él no había dicho nada. Sólo lo había pensado. Y jamás había expresado esa opinión. Se le había ocurrido en aquel momento, porque estaba molesto con Luet. Pero ella lo había sabido.
¿Eso también era el Alma Suprema? ¿No sólo ponía ideas en la cabeza de la gente, sino que las sacaba para comunicarlas a otros? El Alma Suprema no sólo transmitía extraños sueños, sino que se dedicaba a fisgonear y chismorrear.
Nafai sintió miedo al pensar no sólo que el Alma Suprema era real, sino que podía leer sus pensamientos más íntimos y fugaces y revelarlos a alguien. Y nada menos que a una persona tan repulsiva como aquella brújula bastarda.
Sintió miedo como esa primera vez que había ido solo al mar. Padre los había llevado de vacaciones a la playa. La primera tarde que fue al mar, rodeado por su padre y sus hermanos —excepto Issib, quien miraba desde su silla en la playa—, Nafai sintió que las aguas jugaban con él, que las olas lo empujaban de aquí para allá. Era divertido, estimulante. Incluso se atrevió a nadar hasta donde sus pies no tocaban el fondo, jugando entretanto con Meb, Elya y Padre. Un buen día, un día espléndido, cuando sus hermanos mayores aún le tenían afecto. Pero a la mañana siguiente se levantó temprano, salió de la tienda y fue al agua solo. Podía nadar como un pez; no corría peligro. Sin embargo se internó en el agua con inexplicable inquietud. El agua tironeaba y empujaba; Nafai estaba a pocos metros de la costa, pero al no haber nadie más en el agua se sentía desorientado, como si el mar pudiera arrastrarlo, como si estuviera en poder de algo tan vasto que podía devorarlo.