Sintió pánico. Corrió hacia la costa, forcejando, convencido de que el mar no lo soltaría, que lo arrastraría hasta succionarlo. Y cuando llegó a la arena, a la arena seca, cayó de rodillas y lloró porque estaba a salvo.
Pero durante esos instantes había experimentado el terror de saber lo pequeño e indefenso que era, cuánto poder existía en el mundo y lo frágil que era en manos de ese poder.
Ahora sentía el mismo temor. No tan fuerte ni concreto como el día de la playa, pero él ya no tenía cinco años y había aprendido a enfrentar el miedo. El Alma Suprema no era una vieja leyenda. Estaba viva y podía introducir visiones en la mente de sus padres y hurgar en la mente de Nafai en busca de secretos para revelarlos a otros, a gente que Nafai odiaba y que odiaba a Nafai.
Lo peor era saber que Luet no le tenía afecto, quizá porque el Alma Suprema le había revelado sus secretos. Sus pensamientos más íntimos expuestos ante ese monstruito antipático. ¿Qué más? ¿La próxima visión de Padre sería acerca de las fantasías de Nafai con Eiadh? Peor aún, ¿Madre las vería?
En la playa había podido correr hacia la costa. ¿Adonde correría para librarse del Alma Suprema?
Imposible. No había lugar donde ocultarse. ¿Cómo disfrazar los pensamientos para que ni siquiera tú supieras lo que pensabas?
La única opción era tratar de averiguar qué era el Alma Suprema, tratar de comprender qué quería, qué pretendía hacerle a él y su familia. Tenía que comprender al Alma Suprema y, a ser posible, conseguir que lo dejara en paz.
4. MÁSCARAS
No tenía sentido regresar a casa de Madre a horas tan tardías. Explicarse le llevaría el escaso tiempo que quedaba de escuela. Y para excusarse podía esperar hasta el día siguiente.
O quizá no regresara nunca. No era mala idea. A fin de cuentas, Mebbekew no iba a la escuela. En realidad no hacía nada, ni siquiera regresaba a casa si no le venía en gana.
¿Cuándo había empezado eso? ¿Ya lo hacía a los catorce años? En cualquier caso Nafai podía comenzar ahora. ¿Quién iba a detenerle? Era alto como un hombre y ya tenía edad para un oficio de hombre. Aunque no el oficio de Padre, nunca la venta de plantas. Si practicabas ese oficio durante mucho tiempo, terminabas viendo visiones en la oscuridad junto a los caminos del desierto.
Pero había otros oficios. Quizá Nafai pudiera ser aprendiz de un artista. Un poeta o un cantante. La voz de Nafai era joven, pero sabía seguir una melodía y con el ejercicio quizá resultara buena. O quizá fuera bailarín o actor, a pesar de la broma que Madre había hecho esa mañana. Para esas artes no se necesitaba ir a la escuela. Si iba a seguir esa actividad, quedarse con Madre era una pérdida de tiempo.
La idea lo absorbió toda la tarde y primero lo llevó hacia el sur, al Mercado Interior, donde habría canciones y poemas, quizás un nuevo myachik para comprar y escuchar en casa. Desde luego, si dejaba de asistir a la escuela, Madre le cortaría su asignación para myachiks. Pero como aprendiz quizá ganara algún dinero. ¿Y qué importaba si no era así? El mismo estaría creando arte. Pronto ya no querría grabaciones artísticas en pequeñas bolas de cristal.
Cuando llegó al Mercado Interior, se había persuadido de que no debía interesarse en las grabaciones, ahora que iba a hacer carrera como artista. Enfiló hacia el este, por los barrios llamados Corrales, Jardines y Olivar, unas callejas estrechas con casas que se apiñaban entre la muralla de la ciudad y el borde del valle adonde los hombres no podían ir. Por último llegó al lugar más angosto, un callejón con una alta muralla blanca detrás de las casas, de modo que un hombre de pie en la muralla roja de la ciudad no podía ver el valle. Había ido allí pocas veces y nunca solo.
Nunca solo, porque Villa de las Muñecas era un sitio para gozar de la compañía y la camaradería, para sentarse en medio de un público apiñado y mirar danzas y representaciones, o escuchar poemas y conciertos. Pero ahora Nafai llegaba a Villa de las Muñecas como artista, no como parte del público. No buscaba camaradería, sino su vocación.
El sol aún estaba alto, así que las calles aún no estaban atestadas. Con el crepúsculo saldrían los retozones aprendices, y el anochecer convocaría a los amantes, los sibaritas y los juerguistas. Pero aun ahora, por la tarde, algunos teatros estaban abiertos, y las galerías hacían buenos negocios a plena luz del día.
Nafai se detuvo en varias galerías, más porque estaban abiertas que porque pensara seriamente en iniciarse como aprendiz de pintor o escultor. No era hábil para el dibujo, y cuando en la infancia probó suerte con la escultura sus proyectos necesitaban títulos para que la gente entendiera qué eran. Mientras paseaba por las galerías, Nafai procuró adoptar un aspecto grave y circunspecto, pero los vendedores no se dejaban engañar. Nafai sería alto como un hombre pero aún era demasiado joven para ser un cliente de consideración. Así que no se le acercaban a hablarle como cuando entraba un adulto. Tuvo que obtener información de oídas. Los precios lo azoraban. Claro que el coste de los originales era inaccesible, pero incluso las copias holográficas de alta resolución le resultaban demasiado caras. Lo peor era que las pinturas y esculturas que le gustaban más eran siempre las más caras. Tal vez eso significase que tenía un gusto refinado. O quizá que los artistas que sabían impresionar a los ignorantes eran los que ganaban más dinero.
Aburrido de las galerías y resuelto a averiguar qué arte sería el cauce de su futuro, Nafai enfiló hacia el Teatro Abierto, una serie de escenarios diminutos que salpicaban el parque cerca de la muralla. Estaban ensayando algunas obras. Como aún no había público, las burbujas sónicas estaban apagadas, y mientras Nafai caminaba de escenario en escenario los sonidos de las diversas obras se confundían. Al cabo de un rato, sin embargo, Nafai descubrió que si se detenía a mirar un ensayo durante un buen rato y lograba interesarse, dejaba de reparar en los demás ruidos.
Lo que más le atrajo fue la representación de una sátira. La sátira le interesaba porque los guiones siempre eran tan nuevos como los chismes más recientes. Y tal como había imaginado, allí estaba el autor, garrapateando sus versos en papel —en papel— y entregando las hojas a un ayudante que las llevaba al escenario para entregarlas al actor a quien estaban destinadas. Los actores que no estaban en escena aguardaban en el césped, paseándose o en cuclillas, repitiendo sus diálogos para memorizarlos. Por eso las sátiras siempre eran chapuceras y dislocadas, con súbitos silencios y gran abundancia de incoherencias. Pero nadie esperaba que una sátira fuera buena. Sólo tenía que ser divertida, punzante y nueva.
Esta trataba sobre un viejo que vendía pociones de amor. El enmascarado que representaba al viejo no aparentaba más de veinte años, y no era muy hábil imitando una voz mayor. Pero eso formaba parte de la diversión: los enmascarados solían ser aprendices que aún no habían obtenido un papel en una compañía de actores. Sostenían que usaban máscaras en vez de maquillaje para protegerse de las represalias de las airadas víctimas de la sátira, pero al observarlos Nafai sospechó que la máscara también servía para proteger al joven actor de las befas de sus padres.
Era una tarde calurosa y algunos actores se habían quitado la camisa; los de tez clara no parecían tener en cuenta que se estaban poniendo rojos como tomates. Nafai rió en silencio al pensar que los enmascarados debían de ser los únicos de Basílica que podían tostarse todo el cuerpo salvo el rostro.