El ayudante entregó unos versos a un actor que estaba acuclillado en la hierba. El joven les echó un vistazo, se levantó y se aproximó al autor.
—No puedo decir esto —declaró.
El autor estaba de espaldas a Nafai, quien no pudo oír la respuesta.
—¿Qué? ¿Mi papel es tan irrelevante que mis líneas no tienen rima?
El autor respondió con voz tan estentórea que Nafai captó algunas frases, que terminaron con un hiriente «¡escríbelo tú mismo!».
El joven se quitó la máscara con enfado.
—¡No podría escribir nada peor que esto! El autor soltó una carcajada.
—Supongo que no. Vamos, inténtalo. No tengo tiempo para ser brillante en cada escena.
Aplacado, el joven se puso la máscara. Pero Nafai había visto lo suficiente. Pues el joven enmascarado que exigía que sus líneas rimaran era nada menos que su hermano Mebbekew.
Conque ésta era su fuente de ingresos. No pedía dinero prestado. La idea que para Nafai parecía tan ingeniosa y fresca —hacerse aprendiz de artista para independizarse— se le había ocurrido a Mebbekew tiempo atrás y la había puesto en práctica. En cierto modo era alentador. Si Mebbekew puede, ¿por qué yo no? Pero también era desalentador pensar que entre toda la gente había elegido a Mebbekew para emular. Meb, el hermano que lo había odiado toda la vida en vez de empezar a odiarlo recientemente, como Elya. ¿Para esto he nacido? ¿Para ser un segundo Mebbekew?
Luego se le ocurrió el pensamiento más insidioso. ¿No sería cómico que yo me iniciara como actor, años después de Meb, y una compañía me contratara de inmediato? Sería deliciosamente humillante; Meb querría suicidarse.
Bien, tal vez no. Era más probable que Meb quisiera asesinarlo.
Nafai despertó de su despechada ensoñación para presenciar la escena. El vendedor de pociones trataba de persuadir a una joven reacia de que le comprara unas hierbas.
Pon las hojas en su té, pon las flores en tu lecho y cuando toquen las tres sin duda ya estará muerto… muerto de amor, por cierto.
La trama comenzaba a cobrar sentido. El viejo quería envenenar al amante de la muchacha persuadiéndola de que la hierba fatal era una poción de amor. Al parecer ella no había comprendido sus intenciones (los personajes de las sátiras eran increíblemente estúpidos), pero se negaba a comprar por otras razones.
Me moriría de amores antes de usar tus flores. Fuera de aquí, lisonjero. Quiero un amor verdadero.
De pronto el viejo entonó una canción operística. Su voz no era mala, a pesar de la exageración destinada al efecto cómico.
¡El sueño del amor es esplendoroso!
En ese momento el enmascarado Mebbekew brincó al escenario e interpeló al público.
¡Escuchad a ese viejo asqueroso!
Continuaron en un extraño duelo donde el vendedor de pociones cantaba una línea y el joven personaje de Mebbekew respondía con un comentario hablado dirigido al público:
¡Mas el amor viste muchos atuendos! (Hace días que le vengo siguiendo.) ¡Hay quien acude al instante! (Sé que trama matar al amante.) ¡Hay quien demora la acción! (¡Oídle rebuznar su canción!) ¡Ay, no cometas un error! (Daré una visión a este impostor.) ¡Cuando puedo brindarte dicha extrema! (Pensará que es del Alma Suprema.) Nada limita los amorosos juegos. (Una visión con un poco de fuego…) No importa la ocasión, si late el corazón, lograrás despertar la pasión.
Una visión del Alma Suprema. Fuego. A Nafai no le gustó el cariz que tomaban las cosas. No le gustaba que la máscara del viejo vendedor de pociones tuviera una desgreñada melena de cabello blanco y una abundante barba. ¿Era posible que el rumor se hubiera difundido tan pronto? Algunos autores de sátiras eran famosos por escuchar los chismes antes que los demás (a menudo la gente presenciaba las sátiras sólo para enterarse de las novedades) y muchos espectadores se marchaban preguntándose de qué se trataba.
Mebbekew estaba tocando una caja del escenario. El autor le dijo:
—Olvida el efecto del fuego. Fingiremos que funciona.
—Hay que probarlo alguna vez —respondió Mebbekew.
—Ahora no.
—¿Cuándo?
El autor se levantó, caminó hacia el escenario, hizo bocina con las manos y bramó:
—¡Probaremos… el… efecto… después!
—Bien —asintió Meb.
Cuando el autor regresó a su sitio, añadió:
—Además, tú no activarás el efecto.
—Perdón —dijo Meb.
Regresó detrás de la caja que presuntamente debía lanzar una columna de fuego esa noche. Los otros enmascarados volvieron a sus puestos.
—Fin de la canción —prosiguió Meb—. Efecto de fuego. El vendedor de pociones y la muchacha alzaron las manos remedando sorpresa.
—¡Una columna de fuego! —exclamó el vendedor de pociones.
—¿Cómo pudo aparecer fuego en una desnuda roca del desierto? —exclamó la muchacha—. ¡Es un milagro! El vendedor de pociones se volvió hacia ella.
—¡No sabes de qué hablas, zorra! ¡Yo soy el único que puede verlo! ¡Es una visión!
—¡No! —gritó Mebbekew con voz profunda—. ¡Es un efecto especial!
—¡Un efecto especial! —exclamó el vendedor—. Entonces tú has de ser…
—En efecto.
—¡Ese viejo farsante, el Alma Suprema!
—¡Me enorgullecen tus imposturas! ¡Engañas a esa tonta con galanura!
—Engañarla cuesta poco, pues eres mi gran maestro.
—¡No! —tronó el autor—. ¡No gran maestro, idiota, sino maestro loco, para que rime convoco!
—Claro, claro —dijo el joven enmascarado que hacía de vendedor de pociones—. Así perdemos el sentido, pero al menos rima.
—No importa que perdamos el sentido, mozalbete arrogante. Lo importante es que no perdamos dinero.
Todos rieron, aunque era evidente que los actores no le tenían gran simpatía al autor. Reanudaron la escena y poco después Meb y el vendedor de pociones se lanzaron a cantar y balar celebrando su ingenio para estafar a la gente, que en general era muy crédula, sobre todo las mujeres. Cada dístico de la canción parecía destinado a agraviar a un sector del público, y la canción continuó hasta que cada ciudadano de Basílica fue víctima de sus escarnios.
Mientras ellos cantaban y bailaban, la muchacha fingía asar una comida en las llamas.
Meb recordaba la letra mejor que el otro enmascarado, y aunque Nafai sabía que la escena estaba destinada a humillar a Padre, no pudo dejar de notar que Meb era bastante bueno en el canto y que pronunciaba cada palabra con gran claridad. Yo también podría hacerlo, pensó Nafai.
La canción regresaba una y otra vez al estribillo:
Bailo y canto junto al fuego con este gran mentiroso, sumamente peligroso cuando practica sus juegos.
Cuando terminó la canción el Alma Suprema —Meb— había persuadido al vendedor de pociones de que el mejor modo de engatusar a las mujeres de Basílica era convencerlas de que él recibía visiones del Alma Suprema.
—Son niñas tan candorosas —dijo Meb— que se tragan cualquier cosa.
La escena concluyó cuando el vendedor se llevó a la muchacha del escenario diciéndole que había tenido una visión de la ciudad de Basílica en llamas. El autor había optado por aliteraciones en vez de rimas, y el verso resultaba más natural pero menos divertido.