Salió al patio y caminó hacia el tanque de agua. Hundió las manos en el fregadero, humedeció el jabón, se frotó. El aire estaba fresco y el agua estaba más fresca aún, pero fingió que no lo notaba hasta que se hubo aseado. Supo que esa frescura no era nada en comparación con lo que vendría a continuación. Se puso bajo la ducha y tendió la mano hacia el cordel. Titubeó, preparándose para el inminente suplicio.
—Oh, tira de una vez —dijo Issib.
Nafai miró hacia la habitación de Issib, quien flotaba en el aire a poca distancia.
—Para ti es fácil decirlo —respondió Nafai.
Issib, siendo tullido, no podía usar la ducha; sus flotadores no debían mojarse. Así que un criado le sacaba los flotadores y lo bañaba todas las noches.
—Eres un flojo para el agua fría —dijo Issib.
—Recuérdame que te eche hielo por la espalda durante la cena.
—Ya que me has despertado con tus temblores y farfulleos…
—No he hecho el menor ruido.
—He decidido acompañarte a la ciudad.
—Bien, bien. Perfecto —dijo Nafai.
—¿Piensas dejar que se seque el jabón? Dará a tu cutis una blancura maravillosa, pero al cabo de unas horas empezará a picarte.
Nafai tiró del cordel.
El agua helada se precipitó desde el tanque. Nafai jadeó espasmódicamente, se agachó, dio media vuelta y giró arrojándose agua en cada recoveco del cuerpo para enjuagarse el jabón. Tenía sólo treinta segundos para limpiarse hasta que cesara la ducha, y si no terminaba en ese tiempo tendría que aguantar el jabón durante todo el día —y la comezón era espantosa, como mil mordeduras de pulga— o aguardar un par de minutos, congelándose el trasero, mientras el tanque grande llenaba el tanque de la ducha. Ninguna de ambas perspectivas resultaba atractiva, así que había aprendido a quedar limpio antes de que se cortara el agua.
—Me encanta presenciar tu pequeña danza —dijo Issib.
—¿Danza?
—Tuerces a la izquierda, te lavas la axila, tuerces a la derecha, te lavas la otra axila, te encorvas y abres las nalgas para enjuagarte el trasero, te echas hacia atrás…
—De acuerdo, entiendo.
—Hablo en serio, es un número maravilloso. Deberías mostrarlo al representante del teatro abierto. O incluso a la orquesta. Podrías ser una estrella.
—Un chico de catorce años bailando desnudo bajo una catarata de agua —rezongó Nafai— . Creo que mostrarían eso en otra clase de teatro.
—¡Pero siempre en Villa de las Muñecas! ¡Tendrías mucho éxito en Villa de las Muñecas!
Nafai ya se había secado todo menos el cabello, que aún estaba frío como la escarcha. Quería correr a su cuarto como cuando era pequeño, mascullando palabras bobas —«uga- buga luga-buga» había sido una de sus predilectas— mientras se ponía la ropa y se frotaba para entibiarse. Pero ahora ya era un hombre, y ni siquiera estaban en invierno, sólo en otoño, así que se obligó a caminar serenamente hacia la habitación. Por eso aún estaba en el patio, desnudo y helado, cuando Elemak cruzó el umbral.
—Ciento veintiocho días —bramó.
—¡Elemak! —exclamó Issib—. ¡Has regresado!
—Pues no ha sido gracias a los salteadores —dijo Elemak. Enfiló hacia la ducha quitándose la ropa—. Nos atacaron hace un par de días, cerca de Basílica. Creo que esta vez liquidamos a uno.
—¿No estás seguro? —preguntó Nafai.
—Usamos el pulsador, por supuesto. ¿Por supuesto?, pensó Nafai. ¿Usar un arma de caza contra una persona?
—Le vi caer, pero no era momento para retroceder a confirmarlo, así que quizá tropezó y cayó justo cuando disparé.
Elemak tiró del cordel antes de enjabonarse. Al sentir el contacto del agua aulló, y luego bailó su propia danza, sacudiendo la cabeza y salpicando agua por todo el patio mientras canturreaba «uga-buga luga-buga» como un niño.
Era correcto que Elemak actuara así. Ya tenía veinticuatro y acababa de traer su caravana a salvo después de comprar plantas exóticas en la ciudad selvática de Tishchetno. Era el primero de Basílica que iba allá desde hacía años, y quizás hubiera despachado a un salteador en el camino. No cabía la menor duda sobre su hombría. Nafai conocía las reglas: si un hombre actúa como un niño, es encantador y deleita a todos; si un niño actúa del mismo modo, se porta como un crío y todos le dicen que trate de ser hombre.
Elemak se estaba enjabonando. Nafai —congelándose, aunque tenía los brazos cruzados sobre el pecho— estaba a punto de ir a su habitación a buscar la ropa cuando Elemak se puso a hablar de nuevo.
—Has crecido desde que me fui, Nyef.
—Me he dedicado a eso últimamente.
—Pues te sienta bien. Buenos músculos. Te pareces al viejo en muchos sentidos. Aunque tienes el rostro de tu madre.
Nafai se sintió halagado por el tono aprobatorio, pero también humillado por estar allí, desnudo como un arrendajo, mientras su hermano lo examinaba.
Issib, como siempre, empeoró las cosas.
—Por suerte tiene el rasgo más importante de Padre —observó.
—Bien, todos lo tenemos —dijo Elemak—. Todos los hijos del viejo fueron varones… o al menos los hijos que le conocemos —añadió riendo.
Nafai no soportaba que Elemak hablara de Padre de esa manera. Todos sabían que Padre era un hombre casto que sólo tenía relaciones sexuales con su compañera legítima. Y hacía quince años que esa compañera era Rasa, la madre de Nafai e Issib, y que el contrato se renovaba todos los años. Padre era tan fiel que las mujeres habían desistido de visitarlo para sugerirle que estarían disponibles cuando expirase el contrato. Claro que Madre se mantenía igualmente fiel y aún había muchos hombres que la adulaban con obsequios e insinuaciones. Pero así eran los hombres: la fidelidad les resultaba más estimulante que la inconstancia, como si Rasa fuera fiel a Wetchik sólo para provocarlos. Además, el vínculo con Rasa significaba compartir lo que algunos consideraban la mejor casa de Basílica, y lo que todos consideraban la mejor vista. Jamás me uniría a una mujer sólo por su casa, pensó Nafai.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó Elemak.
—¿Qué? —preguntó Nafai.
—Aquí hace un frío que pela y tú te quedas tan tranquilo, mojado y con el trasero al aire.
—Sí —dijo Nafai. Pero no corrió hacia su cuarto, pues eso sería admitir que el frío le molestaba. Así que le sonrió a Elemak—. Bienvenido a casa.
—No presumas tanto, Nyef —dijo Elemak—. Sé que te mueres de frío… tus partes colgantes se están encogiendo.
Nafai fue a su habitación y se puso el pantalón y la camisa. Le fastidiaba que Elemak siempre le adivinara el pensamiento. Elemak ni se molestaba en suponer que Nafai se burlaba del frío por ser curtido y viril. No, Elemak siempre suponía que cuando Nafai se portaba como un hombre sólo estaba fingiendo. Claro que fingía y Elemak tenía razón, pero eso sólo servía para fastidiarle más. ¿Cómo lograba un hombre convertirse en un hombre, salvo actuando hasta que la actuación se volvía hábito y al fin se convertía en temperamento? Además, no era sólo simulación. Por un instante, al ver a Elemak de regreso, al oírle decir que quizás hubiera matado a un hombre en su travesía, Nafai se había olvidado del frío, se había olvidado de todo.
Había una sombra en la puerta, Issib.
—No lo tomes así, Nafai.
—¿A qué te refieres?
—No te enfurezcas tanto cuando él bromea. Nafai quedó francamente desconcertado.
—¿De qué estás hablando? No estaba furioso.
—Cuando él bromeó sobre el frío que sentías —le dijo Issib—. Temí que fueras a arrancarle la cabeza.