Confeccionaron una lista de lo que habían tenido los humanos en el pasado y lo que el Alma Suprema les había impedido reinventar.
Un sistema de comunicaciones gracias al cual una persona podía hablar instantánea y directamente con otra persona de cualquier ciudad del mundo.
Máquinas que podían recibir gráficos, obras dramáticas y relatos a través del aire, no sólo de biblioteca a biblioteca, sino en el hogar de la gente.
Máquinas que se desplazaban rápidamente por el suelo, sin caballos.
Máquinas que volaban, no sólo por el aire, sino también por el espacio.
—Claro que tuvieron que existir máquinas que viajaran por el espacio; de lo contrario no hubiéramos llegado a Armonía desde la Tierra —comentó Nafai. Pero nunca había podido concebir semejante idea antes de superar el rechazo.
Y armas bélicas. Explosivos. Armas de proyectiles. Algunos tan pequeños que se podían coger con la mano. Otros tan terribles que podían devastar ciudades enteras, y arrasar un planeta si se usaban centenares al mismo tiempo. Enfermedades mutantes. Gases venenosos. Disruptores sísmicos. Misiles. Plataformas de lanzamiento orbital. Virus que destruían los genes.
La imagen que surgió era tan bella como espantosa.
—Entiendo por qué el Alma Suprema nos hace esto —dijo Nafai—. Para salvarnos de estas armas. Pero el precio es enorme, Issya. Renunciamos a la libertad.
Issib asintió.
—Al menos el Alma Suprema nos dejó algo. La capacidad para extraer energía del sol. Ordenadores. Bibliotecas. Refrigeración. Los enseres de cocina, los invernáculos. El campo magnético que hace funcionar mis flotadores. Y tenemos armas de mano bastante sofisticadas. Espadas energéticas. Y pulsadores. Así los fuertes no aventajan a los débiles y pequeños. El Alma Suprema pudo habernos privado de todo. Herramientas de piedra y metal. Objetos con partes móviles. Tendríamos que quemar árboles para calentarnos.
—Entonces ni siquiera seríamos humanos.
—Ser humanos es una cosa —dijo Issib—. Pero ser civilizados. Éste es el gran regalo del Alma Suprema. Civilización sin autodestrucción.
Una vez intentaron explicárselo a Madre, pero no sirvió de nada. Ella no logró comprender de qué hablaban, y se marchó comentando jovialmente que era agradable que fueran amigos y compartieran esos juegos a pesar de la diferencia de edad. Resultó imposible hablar con Padre.
Pero hubo alguien que se interesó por ellos.
—¿Por qué has dejado de venir a clase? —preguntó Hushidh.
Estaba sentada en la escalinata del porche junto a Nafai, y masticaba pan con queso. Una buena dentellada, no los delicados mordiscos de Eiadh. Madre enseñaba a sus alumnas a usar la boca para comer, en vez de ingerir pequeños bocados como estaba en boga entre las jóvenes de Basílica. Pero Nafai no tenía por qué encontrar atractiva la obediencia de Hushidh a Madre.
—Trabajo en un proyecto con Issib.
—Los otros estudiantes dicen que te escondes —dijo Hushidh.
Esconderse. Porque Padre era tan notorio y controvertido.
—No me avergüenzo de mi padre.
—Claro que no —dijo Hushidh—. Ellos dicen que te escondes. No yo.
—¿Y tú qué crees que estoy haciendo? ¿O el Alma Suprema ya te lo ha contado?
—Soy descifradora, no vidente.
—Claro. Lo olvidé. —Como si le interesara recordar qué clase de bruja era.
—El Alma Suprema no tiene que contarme que te estás conectando con el mundo.
—Porque puedes verlo. Hushidh asintió.
—Y eres muy valiente. Nafai la miró consternado.
—Trabajo en la biblioteca con Issib.
—Te estás conectando con la más débil de las facciones enfrentadas de Basílica, que sin embargo es la mejor. La que debería ganar, aunque nadie imagina cómo.
—No formo parte de ninguna facción. Ella asintió.
—Si no quieres oír la verdad, me callaré.
Como si fuera una fuente de irresistible sabiduría.
—Escucharé el pedorreo de un puerco, siempre que sea la verdad —espetó Nafai.
Ella se levantó y se marchó.
Nafai se maldijo por su estupidez. Ella sólo trata de ayudar y tú haces una broma estúpida. Se levantó para seguirla.
—Lo siento —dijo. El a intentó alejarse.
—Siempre digo tonterías —se excusó Nafai—. Es una mala costumbre, pero no hablaba en serio. A fin de cuentas, ahora sé que el Alma Suprema es real.
—Sé lo que sabes —replicó ella con frialdad—. Pero salta a la vista que saber que el Alma Suprema existe no significa que automáticamente obtengas inteligencia, amabilidad o siquiera decencia.
—Puedes insultarme. Me lo merezco. —Nafai se plantó ante ella. Esta vez Hushidh no lo rehuyó.
—Veo patrones —dijo ella—. Veo cómo encajan las cosas. Veo dónde comienzas a encajar tú. Tú e Issib.
—No he seguido la situación en la ciudad. Estoy atareado con ese proyecto. No sé qué está ocurriendo.
—Eso te ha agotado.
—Sí, supongo que sí.
—Gaballufix es el centro de un partido. Es el más fuerte, por diversas razones. Ya no se trata sólo de los carros de guerra, ni de la alianza con Potokgavan. Se trata de los hombres. Sobre todo los extranjeros. Así que cuenta con mucho respaldo y además es fuerte porque sus hombres se imponen recurriendo a la violencia.
Nafai recordó las conversaciones que había oído en las comidas. Sobre los tolchocks, hombres que aporreaban a las mujeres en las calles sin razón alguna.
—¿Sus hombres son los tolchocks?
—El lo niega. Más aún, sostiene que enviará sus soldados a las calles de Basílica para proteger a las mujeres de los tolchocks.
—¿Soldados?
—Oficialmente son la milicia del clan Palwashantu. Pero todos responden a Gaballufix y el consejo del clan no ha podido reunirse para deliberar sobre el empleo de la milicia. Tú eres Palwashantu, ¿verdad?
—Aún soy muy joven para la milicia.
—En realidad ya no es una milicia, son mercenarios. Hombres de fuera de las murallas, hombres desesperados, y muy pocos son Palwashantu. Gaballufix les paga. Y también pagó a los tolchocks.
—¿Cómo lo sabes?
—Fui maltratada. He visto a los soldados. Sé cómo encajan.
Más brujería. ¿Pero cómo podía dudarlo? ¿No había sentido la influencia del Alma Suprema cada vez que pensaba en palabras prohibidas? Sudaba de sólo pensar en las que había pasado la semana anterior. ¿Por qué Hushidh no podía mirar a un soldado y un tolchock y saber cosas acerca de ellos? ¿Por qué no volaban los camellos? Cualquier cosa era posible.
Pero la influencia del Alma Suprema se estaba debilitando. ¿Acaso él e Issib no habían superado las vallas que impedían pensar en conceptos prohibidos?
—Y sabes que no soy uno de ellos.
—Pero tus hermanos sí.
—¿Tolchocks?
—Están con Gaballufix. Issib no, por supuesto. Elemak y Mebbekew.
—¿Cómo los conoces? Nunca vienen aquí… no son hijos de Madre.
—Elemak ha venido aquí varias veces esta semana. ¿No lo sabías?
—¿A qué vino?
Pero Nafai lo supo de inmediato. Sin poder pensarlo por su cuenta, supo exactamente el motivo de Elemak para visitar la casa de Rasa. Madre gozaba de gran reputación en la ciudad; sus sobrinas eran cortejadas por muchos, y Elemak ya estaba en edad para entablar una relación estable y tener un heredero.
Nafai miró el patio, donde muchas niñas y algunos niños estaban cenando. Todos los estudiantes externos se habían marchado, y los pequeños comían más temprano. Así que la mayoría de esas muchachas eran elegibles como compañeras, incluidas sus sobrinas, si Rasa las liberaba. ¿A cuál de ellas cortejaría Elemak?
—Eiadh —susurró.
—Podemos suponerlo —dijo Hushidh—. Sé que no soy yo.