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La gente no parecía creer que los soldados le brindaran seguridad. En cambio, se sentía intimidada.

—Basílica está en problemas —dijo Nafai.

—Basílica está muerta —replicó Issib—. Todavía hay gente, pero esta ciudad ya no es Basílica.

Afortunadamente, no fue tan malo cuando avanzaron por la Calle del Ala. Los soldados habían pasado por donde Ala cruzaba la Calle del Trigo, a pocas manzanas de la casa de Gaballufix. Cuando llegaron a la Ciudad Vieja, había más vida en las calles. Pero aún se notaban cambios.

Por ejemplo, la Calle del Manantial estaba despejada. Primavera era una de las arterias principales de Basílica y constituía el camino más directo desde la Puerta del Embudo hasta el linde del Valle de la Grieta, a través de la Ciudad Vieja. Pero como a menudo ocurría en Basílica, una constructora emprendedora había decidido que era una lástima desperdiciar tanto espacio vacío en medio de la calle, cuando allí podía vivir gente. En una larga manzana entre Ala y Templo, la constructora había levantado seis edificios.

Cuando una constructora basilicana comenzaba a levantar una estructura que bloqueaba la calle, podían ocurrir varias cosas. Si no había mucha actividad en la calle, pocas personas se oponían. Gritaban, maldecían e incluso arrojaban piedras a las constructoras, pero como los peones eran sujetos robustos, la resistencia era escasa. El edificio acababa construyéndose y la gente buscaba nuevos caminos. Los más perjudicados eran quienes poseían viviendas o tiendas cuyo frente daba sobre la calle ahora bloqueada. Tenían que regatear con las vecinas para obtener derechos sobre pasillos que les dieran acceso a la calle, o conquistar esos derechos, si la vecina era débil. A veces tenían que resignarse a abandonar la propiedad. De un modo u otro, los nuevos pasillos o la propiedad abandonada pronto se transformaban en nuevos caminos. Con el tiempo una persona emprendedora compraba un par de casas abandonadas o derruidas cuyos pasillos se usaban para el tráfico, derrumbaba una parte y así nacía una nueva calle. El consejo no se inmiscuía en este proceso. De esta forma la ciudad evolucionaba y cambiaba a través del tiempo, y era absurdo tratar de contener la marea del tiempo y de la historia en una ciudad de decenas de millones de años.

Era muy distinto cuando alguien comenzaba a construir en una arteria tan frecuentada como la Calle del Manantial. Allí los peatones se envalentonaban porque eran muchos y no se resignaban a perder un camino que usaban con frecuencia. Así que saboteaban la construcción al pasar, estropeando la mampostería y llevándose piedras. Si la constructora era poderosa y obstinada, y disponía de muchos peones fuertes, estallaba una trifulca, pero esto terminaba en una querella en un juzgado, donde la constructora invariablemente resultaba culpable, pues se consideraba que construir en una calle equivalía a provocar abiertamente un ataque legítimo.

La constructora de la Calle del Manantial, sin embargo, había sido astuta. Había diseñado sus seis edificios sobre arcadas, de modo que no cerraban el paso. Las casas comenzaban en el primer piso, encima de la calle. Aunque los peatones se fastidiaran, no era una provocación tan grave como para instigarlos al sabotaje. Los edificios, pues, se habían completado a principios del verano, y algunas personas adineradas ya residían allí.

Inevitablemente, sin embargo, las arcadas se abarrotaban de buhoneros y restauradores, algo que la constructora sin duda había previsto. El tráfico avanzaba despacio, y otras constructoras comenzaban a instalar tiendas y puestos permanentes. Desde hacía unas semanas era imposible ir desde Templo hasta Ala por Primavera, pues los pequeños edificios bloqueaban el camino. Otra calle acababa de morir en Basílica, sólo que esta vez era una arteria importante y causaba graves inconvenientes a mucha gente. Sólo la constructora original y los emprendedores tenderos se beneficiaban; las gentes que habían comprado los edificios internos tenían crecientes dificultades para llegar a las escaleras que conducían a sus casas y había quien se disponía a abandonar viejas estructuras que ya no daban a la calle.

Esta vez, al pasar por Primavera, Nafai y Issib advirtieron que alguien había arrasado los edificios pequeños del tramo bloqueado. Los edificios nuevos aún estaban en pie, arqueándose sobre la calle, pero el pasaje permanecía abierto. Significativamente, un par de soldados custodiaban cada extremo de la calle. El mensaje era claro: no se tolerarían nuevos edificios.

—Gaballufix no es tonto —observó Issib.

Nafai sabía a qué se refería. La gente no querría ver soldados trotando por las calles, pues eso implicaba la amenaza de violencia y pérdida de la libertad. Pero ver la Calle del Manantial abierta permitiría considerar a los soldados como un mal necesario que quizá valiera la pena tolerar.

La Calle del Ala desembocó en la Calle del Templo, y ambos la siguieron hasta llegar al gran círculo que rodeaba el Templo. Éste era el único reducto de la religión de los hombres en esta ciudad de mujeres, el único lugar donde se pensaba que el Alma Suprema era un ser masculino, y donde el líquido sagrado era la sangre y no el agua. Impulsivamente, aunque no había entrado allí desde los ocho años, cuando su prepucio quedó bañado en su propia sangre, Nafai se detuvo ante las puertas del norte.

—Entremos —sugirió.

—Odio este lugar —protestó Issib con un escalofrío.

—Si usaran anestesia, el culto sería más popular entre los niños.

Issib sonrió.

—Un culto indoloro. Buena idea. Tal vez un culto seco tendría éxito entre las mujeres, también.

Atravesaron la puerta para entrar en la perfumada y penumbrosa cámara externa, que no tenía ventanas.

Aunque el templo era redondo, las habitaciones interiores estaban diseñadas para evocar las cavidades del corazón: Aurícula Entrante, Ventrículo del Aire, Aurícula Inhaladora y Ventrículo Saliente. Los sinuosos pasillos y las diminutas salas tenían nombre de venas y arterias. Antes de la circuncisión los niños tenían que aprender el nombre de todas las salas, pero lo hacían memorizando una canción que no tenía mayor sentido para la mayoría. Así que los nombres escritos en los dinteles y dovelas no resultaban familiares, y ambos hermanos pronto se extraviaron.

No importaba. Todos los corredores desembocaban al fin en el patio central, el único espacio brillante del templo, abierto al cielo. Como faltaba poco para el ocaso, no había luz directa en el piso de piedra del patio, pero después de tanta penumbra incluso la luz refleja deslumbraba.

Un sacerdote los detuvo en la puerta.

—¿Plegaria o meditación? —les preguntó. Issib tiritó. En él era un movimiento espasmódico, pues los flotadores exageraban cada vibración de sus músculos.

—Creo que aguardaré en la Aurícula Inhaladora.

—No seas tiquismiquis —dijo Nafai—. Un poco de meditación no te hará daño.

—¿Quieres decir que tú vas a rezar?

—Eso creo.

A decir verdad, Nafai no sabía por qué ni para qué. Sólo sabía que su relación con el Alma Suprema se estaba volviendo cada vez más complicada; entendía al Alma Suprema mejor que antes, y el Alma Suprema ahora se inmiscuía en su vida, así que resultaba importante comunicarse clara y directamente en vez de avanzar a tientas. No bastaba con interrumpir la investigación de palabras prohibidas con la esperanza de que el Alma Suprema comprendiera la señal. Tenía que hacer algo más.

Los sacerdotes pincharon el dedo de Issib y pasaron la diminuta herida por la hematites. Issib no se quejó. No tenía miedo y había soportado tanto dolor en la vida que nada le hacía un pinchazo. Sólo que no le interesaban los ritos del culto de los hombres. Los llamaba «deportes sangrientos» y los comparaba con las peleas de tiburones, que siempre comenzaban haciendo sangrar a cada tiburón de la piscina. En cuanto untó la tosca piedra con su sangre, enfiló hacia el alto banco de la pared soleada, donde restaba media hora de luz. El banco estaba repleto, pero Issib siempre podía flotar por encima.