—¿Y has organizado una reunión con Roptat?
—Sí. Al alba, en el cobertizo de las plantas polares, al este de la Puerta del Mercado.
—Por lo visto —dijo Nafai—, Gaballufix ha adoptado las ideas del Partido de la Ciudad.
—Eso parece.
—Pero tú no lo crees —dijo Issib.
—No lo sé. Su posición es la única razonable e inteligente. ¿Pero desde cuándo Gaballufix es razonable e inteligente? Lo conozco desde hace muchos años, e incluso cuando era joven, antes de obtener el liderazgo del clan con sus tejemanejes, nunca hizo nada que no estuviera destinado a ganar predominio sobre otros. Hay dos modos de lograrlo: o asciendes o derribas a tus rivales. En todos estos años he visto que Gaballufix tiene una marcada preferencia por lo segundo.
—Así pues, tú crees que te está usando —dijo Nafai—. Para atacar a Roptat.
—Se las apañará para traicionar a Roptat y destruirlo. Y al final comprenderé que me usó para ayudarle a conseguirlo. No sería la primera vez.
—Entonces, ¿por qué le ayudas?
—Porque hay una posibilidad, ¿verdad? Una posibilidad de que sea sincero. Si me niego a mediar entre ellos, las cosas empeoran aún más en Basílica, será culpa mía. Así que debo creer en su palabra, ¿o no?
—Sólo puedes hacer todo lo que puedas —observó Nafai, repitiendo una de las máximas favoritas de Padre.
—Mantén los ojos abiertos —aconsejó Issib, repitiendo otro epigrama de Padre.
—Sí, eso haré. Issib asintió.
—Padre —dijo Nafai—, ¿puedo ir contigo mañana? Padre negó con la cabeza.
—Quiero acompañarte. Quizá vea algo que tú pases por alto. Mientras hablas, yo observaré a los demás y veré sus reacciones. Podría ayudarte.
—No. No seré un mediador creíble si llevo compañía. Pero Nafai sabía que eso no era cierto.
—Creo que temes que ocurra algo desagradable y no quieres que esté allí.
Padre se encogió de hombros.
—Tengo mis temores. Por algo soy padre.
—Pero yo no tengo miedo, Padre.
—Entonces eres más tonto de lo que me temía. A la cama, los dos.
—Es muy temprano para eso —observó Issib.
—Pues no os acostéis.
Padre se volvió hacia la pantalla del ordenador. Era una clara señal de despedida, pero Nafai no podía evitar hacerle preguntas.
—Si el Alma Suprema no te habla directamente, Padre, ¿por qué esperas encontrar alguna ayuda en sus palabras antiguas y muertas ?
Padre suspiró sin decir nada.
—Nafai —intervino Issib—, deja que Padre contemple en paz.
Nafai salió de la biblioteca tras Issib.
—¿Por qué nadie responde a mis preguntas?
—Porque nunca dejas de hacerlas, y sobre todo porque insistes en hacerlas cuando salta a la vista que nadie conoce las respuestas.
—¿Y cómo sé que no conocen las respuestas si no lo pregunto ?
—Ve a tu habitación y fantasea con mujeres —dijo Issib—. ¿Por qué no actúas como un adolescente normal?
—Claro. Yo tengo que ser el normal de la familia.
—Alguien tiene que serlo.
—¿Por qué crees que Meb fue al templo?
—A rezar para que te salgan hemorroides cada vez que hagas una pregunta.
—No, tú fuiste al templo para eso. ¿Te imaginas a Meb rezando?
—¿Y lastimándose ese hermoso cuerpo? —rió Issib.
Estaban en el patio, frente a la habitación de Issib. Oyeron pasos y se volvieron. Mebbekew estaba frente a la puerta de la cocina. La estancia estaba a oscuras y ambos habían pensado que Truzhnisha se había ido y no había nadie dentro. Meb debía de haber oído la conversación.
Nafai no supo qué decir. Pero eso no significaba que fuera a contener la lengua.
—Parece que no te has quedado mucho tiempo en el templo, ¿verdad, Meb?
—No, pero recé, por si querías saberlo. Nafai sintió vergüenza.
—Lo siento.
Issib no lo lamentaba.
—Oh, vamos. Muéstrame una costra, entonces.
—Antes tengo una pregunta para ti, Issya.
—Claro.
—¿Tienes un flotador atado a la polla para levantarla cuando orinas? ¿O sólo goteas como una mujer?
Estaba oscuro y Nafai no pudo ver si Issib se ruborizaba. Pero Issib guardó silencio y se marchó a su habitación.
—Bravo —dijo Nafai—. Burlarse de un inválido.
—Me ha llamado mentiroso —dijo Meb—. ¿Querías que le diera un beso?
—Sólo era una broma.
—Pues no me hizo ninguna gracia. —Mebbekew regresó a la cocina.
Nafai fue a su habitación, pero no tenía ganas de acostarse. Se sentía pegajoso, aunque la noche era fresca. Le ardía la piel, por el residuo de sangre y desinfectante de la fuente del templo. No le agradaba la idea de lavarse las heridas, pero esa viscosa irritación resultaría intolerable, así que se desnudó y fue a la ducha. Esta vez se enjuagó primero, aterido de frío a pesar de que el agua se había calentado durante el día. Y era muy doloroso enjabonarse, quizá peor que infligirse las heridas, aunque sabía que esto podía ser subjetivo. El dolor del momento es siempre el peor, sentenciaba Padre.
Mientras se enjabonaba en el oscuro silencio vio llegar a Elemak. Fue directamente a los aposentos de Padre y salió poco después para cerrar el portón con llave. Y no sólo el portón externo, sino el de dentro. Esto no era habitual. Nafai no recordaba la última vez en que había visto el portón de dentro cerrado con llave. Una vez había sido por una tormenta. Otra vez estaban adiestrando un perro y lo guardaban de noche entre ambas puertas. Pero ahora no había tormenta ni perro.
Elemak fue a su habitación. Nafai tiró del cordel y se bañó nuevamente con agua helada, frotándose las heridas para sacar el jabón antes de que cesara el agua. ¡Al cuerno con Padre y su absurda insistencia en curtir a los hijos y transformarlos en hombres! ¡Sólo los pobres tenían que bañarse en una cascada de agua fría!
Esta vez tuvo que enjabonarse dos veces, con una larga espera en la brisa helada mientras se llenaba el tanque de la ducha. Cuando regresó a la habitación, Nafai tiritaba de frío y le castañeteaban los dientes. No logró calentarse ni siquiera cuando estuvo seco y vestido. Pensó en cerrar la puerta de la habitación, lo cual hubiera activado el sistema de calefacción, pero él y sus hermanos siempre competían para ver quién era el último en cerrar la puerta en invierno, y esa noche no quería perder la batalla, confesando que una pequeña plegaria lo había debilitado tanto. Sacó toda la ropa del baúl y se la apiló encima.
No había una posición cómoda para dormir, pero yacer de costado era lo menos doloroso. La furia, el dolor y la preocupación le dificultaron el sueño; tenía la sensación de que no podría dormir mientras escuchaba los ruidos de los otros que se disponían a acostarse, y luego el incesante silencio del patio. En ocasiones oía el canto de un pájaro, o un perro salvaje en las colinas, o el resoplido de los caballos del establo o los animales de carga de la cuadra.
Luego debió de dormirse, pues de lo contrario no habría podido despertar con un súbito sobresalto. ¿Lo despertó un ruido? ¿O un sueño? ¿Y con qué soñaba? Algo oscuro y temible. Estaba temblando, pero no hacía frío. Incluso sudaba bajo el montón de ropa.
Se levantó y guardó la ropa en el baúl. Trató de no hacer ruido al abrirlo y cerrarlo, pues no quería despertar a nadie. Cada movimiento era desgarrador. Debía de tener fiebre, a juzgar por los músculos tensos y la ropa caliente. Pero tenía la mente despejada, los sentidos alerta. En cualquier caso era una fiebre extraña, pues nunca se había sentido tan lúcido y vital. A pesar — o a causa— del dolor tenía la sensación de que podría oír el correteo de un ratón en una viga del establo.