—Pero si yo no estaba enfadado.
—Pues entonces andas mal de la cabeza, amigo —dijo Issib—. Yo te noté enfadado. El te notó enfadado. Hasta el Alma Suprema te notó enfadado.
—El Alma Suprema sabe que no es así.
—Pues aprende a controlar tu expresión, Nyef, porque parece que muestra emociones que ni siquiera sientes. En cuanto le diste la espalda, Elemak te mandó a la mierda con un gesto. Vaya si pensaba que estabas enfadado.
Issib se alejó flotando. Nafai se puso las sandalias y se entrelazó los cordones sobre las perneras. Los jóvenes de Basílica acostumbraban usar cordones largos hasta los muslos y sujetárselos bajo la ingle, pero Nafai usaba cordones cortos y se los sujetaba a la altura de las rodillas, como un trabajador. Los jóvenes, con un grueso nudo de cuero entre las piernas, se contoneaban al andar, para evitar la fricción contra los muslos y la consiguiente irritación. Nafai no se contoneaba y detestaba esa moda incómoda.
Ese rechazo a la moda le dificultaba las relaciones con los chicos de su edad, pero Nafai no le daba la menor importancia. Disfrutaba más de la compañía de las mujeres, y las mujeres cuya opinión valoraba eran las que no se dejaban seducir por modas frívolas. Eiadh, por lo pronto, a menudo compartía sus burlas contra las sandalias de cordones altos.
—Imagínalos usando esas cosas mientras montan a caballo —comentó una vez.
—Suficiente para transformar a un toro en novillo —replicó Nafai, y Eiadh se echó a reír y repitió la broma varías veces. Si en el mundo existía semejante mujer, ¿por qué un hombre debía interesarse en modas estúpidas?
Cuando Nafai llegó a la cocina, Elemak estaba metiendo un pastel de arroz congelado en el horno. El pastel tenía tamaño suficiente para alimentarlos a todos, pero Nafai sabía por experiencia que Elemak pensaba comérselo él sólito. Hacía meses que viajaba alimentándose de comida fría, moviéndose casi siempre de noche. Elemak devoraría el pastel en seis dentelladas y luego se desplomaría en la cama para dormir hasta la mañana siguiente.
—¿Dónde está Padre? —preguntó Elemak.
—A poca distancia —dijo Issib, quien partía huevos frescos sobre la tostada, preparándolos para el horno. Lo hacía con suma destreza, teniendo en cuenta que para coger un huevo con una mano necesitaba todas sus fuerzas. Sostenía un huevo a poca distancia de la mesa, luego movía un músculo para soltar el flotador que le sostenía el brazo, haciéndolo caer, con huevo y todo, sobre la superficie. El huevo se partía por la mitad, Issib movía otro músculo, el flotador le alzaba el brazo, Issib abría el huevo con la otra mano y lo derramaba sobre la tostada. Issib se las apañaba para todo, pues los flotadores contrarrestaban los efectos de la gravedad. Pero Issib nunca podría viajar como Padre, Elemak y a veces Mebbekew. En cuanto se alejaba del campo magnético de la ciudad, Issib tenía que viajar en una silla, una máquina torpe que sólo podía desplazarse de un sitio al otro, sin ayudarle en nada. Lejos de la ciudad, limitado a su silla, Issib era un auténtico inválido.
—¿Dónde está Mebbekew? —preguntó Elemak. El pastel ya estaba cocido. Pasado, en realidad, pero Elemak siempre se tomaba el desayuno así. Lo cocinaba hasta ablandarlo tanto que no hacían falta dientes para masticarlo, tal vez porque así lo podía engullir más fácilmente.
—Ha pasado la noche en la ciudad —dijo Issib. Elemak no.
—Eso dirá cuando regrese. Pero sospecho que Meb es mucho arado y poca siembra.
Un hombre de la edad de Mebbekew sólo podía pasar la noche en Basílica si alguna mujer lo acogía en su hogar. Elemak podía burlarse diciendo que Mebbekew era un presumido, pero Nafai había visto el modo en que Meb actuaba con algunas mujeres. Mebbekew no necesitaba fingir que había pasado la noche en ciudad; tal vez incluso aceptara menos invitaciones de las que recibía.
Elemak cogió una generosa porción de pastel, gritó, abrió la boca y empinó un sorbo de vino.
—Caliente —explicó cuando recobró el habla.
—Como siempre —dijo Nafai.
Era una broma, una pequeña burla entre hermanos. Pero por algún motivo Elemak lo tomó a mal, como si Nafai lo hubiera tildado de estúpido.
—Escucha, pequeñín —dijo—, cuando has pasado dos meses y medio comiendo cosas frías y durmiendo en el polvo, te olvidas de que un pastel te puede quemar la lengua.
—Perdona. No he querido ofenderte.
—Ojo con tus bromas. A fin de cuentas, sólo eres mi hermanastro.
—No te preocupes —intervino jovialmente Issib—. Nafai surte el mismo efecto en un hermano.
Issib procuraba apaciguar los ánimos para evitar una discusión, pero Elemak parecía empeñado en continuar.
—Supongo que para ti es más difícil —dijo—. Es una suerte que seas un inválido, pues de lo contrario nuestro Nafai no hubiera sobrevivido hasta los dieciocho.
Si ese comentario hirió a Issib, no lo demostró. Pero Nafai se irritó. Issib procuraba mantener la paz y Elemak lo insultaba. Aunque antes Nafai no había tenido la menor intención de buscar pelea, ahora estaba dispuesto. Tenía un buen pretexto: Elemak había contado su edad en años de siembra y no en años de templo.
—Tengo catorce —declaró—. No dieciocho.
—Años de templo, años de siembra —dijo Elemak—. Si fueras un caballo tendrías dieciocho.
Nafai se aproximó a la silla de Elemak.
—Pero no soy un caballo —afirmó.
—Tampoco eres un hombre, todavía. Y estoy demasiado cansado para darte una tunda. Así que prepárate el desayuno y déjame comer el mío. —Se volvió hacia Issib—. ¿Padre se llevó a Rashgallivak?
Nafai se sorprendió de la pregunta. ¿Cómo podía Padre llevarse al mayordomo de la finca cuando Elemak estaba ausente? Truzhnisha se encargaría de la servidumbre, pero sin Rashgallivak, ¿quién se encargaría de los invernáculos, establos y cobertizos? No sería Mebbekew, desde luego, quien desdeñaba los quehaceres cotidianos. Y los hombres no aceptarían órdenes de Issib, a quien trataban con ternura y piedad, pero no con respeto.
—No, Padre dejó a Rash a cargo —dijo Issib—. Tal vez Rash haya dormido esta noche en el cobertizo de plantas polares. Pero sabes que Padre nunca se marcha sin cerciorarse de que todo está en orden.
Elemak miro de soslayo a Nafai.
—Sólo me preguntaba por qué algunos se han puesto tan altaneros.
Entonces Nafai comprendió: la pregunta de Elemak era en realidad un cumplido tácito. Se preguntaba si Padre lo había dejado al mando en su ausencia. Y obviamente no le gustaba que Nafai se hiciera cargo del negocio familiar de plantas exóticas.
—No me interesa vender vegetales —dijo Nafai—, por si eso te preocupa.
—No me preocupa. ¿Y no es hora de ir a la escuela de mamá? Estará inquieta por si han asaltado y aporreado a su pequeñín.
Nafai sabía que era preferible hacer oídos sordos, no provocar a Elemak. No le interesaba enemistarse con él. Pero justamente porque lo admiraba, porque deseaba imitarlo no pudo contener una réplica. Enfilando hacia la puerta del patio, se volvió para decir:
—Tengo ambiciones más altas que merodear por ahí disparando contra salteadores, durmiendo con camellos y llevando plantas de la tundra al trópico y plantas del trópico a los glaciares. Puedes quedarte con tu jueguito.
Elemak se levantó de golpe, haciendo volar la silla, y en dos zancadas se abalanzó sobre Nafai para aplastarle el rostro contra el dintel. Dolía, pero a Nafai no le importaba el dolor ni el miedo de salir mal parado. En cambio sentía una extraña sensación de triunfo. Le he hecho perder los estribos. Ni siquiera se molesta en fingir lo contrario.
—Ese jueguecito, como tú lo llamas, ha pagado todo lo que tienes y todo lo que eres. Si no fuera por el dinero que traemos Padre, Rash y yo, ¿crees que alguien te miraría en Basílica? ¿Crees que tu madre tiene tanto honor como para legarlo a los hijos varones? Si crees eso no sabes cómo funciona el mundo. Tu madre podrá brindar mucho prestigio a sus hijas, pero lo único que una mujer puede hacer por un hijo varón es convertirlo en sabio. —Escupió la palabra con desprecio—. Y créeme, pequeñín, sólo serás eso. No sé por qué el Alma Suprema se molestó en darte un miembro, nena, si cuando crezcas lo único que necesitarás en este mundo es lo que tiene una mujer.