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Con ese sombrío pensamiento, Nafai oteó el desierto, la pierna enganchada en el pomo de la silla de montar, en busca de salteadores, perseguidores, cosas extrañas, señales del Alma Suprema. La única música eran las quejas de Mebbekew, las órdenes de Elemak y el ruido blando que hacían los camellos al vaciar las tripas. La bestia de Nafai, sin más preocupación que fijarse dónde pisaba, continuó su marcha bamboleante hacia el calor del día.

9. MENTIRAS Y DISFRACES

A la luz del claro de luna Luet pudo regresar a la ciudad con menos dificultades de las que había tenido para ir a casa de Wetchik. Además, ahora conocía su destino; siempre es más fácil regresar a casa que encontrar un lugar extraño.

Extrañamente, sin embargo, no temió ningún peligro hasta que se encontró de regreso en la ciudad. El guardia de la Puerta del Embudo estaba lejos de su puesto. Quizá lo habían pillado durmiendo o quizás el Alma Suprema le había creado una súbita necesidad. Luet sonrió ante la idea de que el Alma Suprema se molestara en inducir a un hombre a descargar la vejiga para salvaguardar a su mensajera.

Pero dentro de la ciudad la Luna le ayudaba menos. Como aún no estaba en lo alto, proyectaba profundas sombras y las calles norte-sur aún estaban sumidas en una profunda negrura. Cualquiera podía merodear a esas horas. Los tolchocks circulaban a horas más tempranas, cuando aún circulaban muchas mujeres por las calles, pero a esa hora solitaria, poco antes del alba, podía haber personajes más peligrosos que los tolchocks.

—Qué bonita.

La voz la sobresaltó, pero era una mujer, una mujer de voz sedosa. Luet tardó un instante en localizarla en las sombras.

—No soy bonita —dijo—. En la oscuridad tus ojos te han engañado.

Tenía que ser una mujer sagrada para estar en la calle a esas horas. Cuando salió de la oscura esquina donde se había refugiado de la brisa nocturna, su piel mugrienta parecía más pálida que las sombras circundantes. Estaba desnuda de pies a cabeza. Al verla, Luet sintió el frío de la noche otoñal. Mientras caminaba, el ejercicio le calentaba el cuerpo. Ahora se preguntaba cómo podía vivir así esa mujer, sin obstáculos entre su piel y el aire cortante excepto la suciedad del cuerpo.

Madre era una agreste, pensó Luet. Nací de una mujer como ésta. Dormía en el desierto cuando me llevaba en el vientre, y tan desnuda como ella vino a la ciudad para ponerme en manos de Tía Rasa. Pero no es ésta. Mi madre, sea quien fuere, ya no es una mujer sagrada. Al año de mi nacimiento abandonó al Alma Suprema para seguir a un hombre, un granjero, y vivir una vida de subsistencia en el rocoso suelo del valle de Chalvasankhara. Eso, al menos, dijo Tía Rasa.

—Bellos son los ojos de la niña sagrada —salmodió la mujer— que ve en la oscuridad y arde con fuego radiante en la escarchada noche.

Luet permitió que la mujer le tocara el rostro, pero las frías manos comenzaron a tirarle de la ropa y Luet intentó protegerse.

—Por favor —dijo—, no soy sagrada y el Alma Suprema no me protege del frío.

—Ni de los ojos fisgones —dijo la mujer santa—. El Alma Suprema cala en tus honduras, y eres sagrada, claro que sí.

¿De quién eran los ojos fisgones? ¿Del Alma Suprema? ¿Los ojos de los hombres que medían a las mujeres como si fueran caballos? ¿Los ojos de los chismosos? ¿O los de aquella mujer? Y en cuanto a ser sagrada, Luet sabía que no era así. El Alma Suprema la había escogido, pero no por su virtud. En todo caso era un castigo, estar siempre rodeada de gentes que la veían como un oráculo y no como una niña. Hushidh, su hermana, le había dicho una vez: «Ojalá yo tuviera tu don; tu lo ves todo claro.» Yo no veo nada claro, quiso replicar Luet. El Alma Suprema no me confía secretos; sólo me usa para transmitir mensajes que ni siquiera entiendo. Y tampoco entiendo qué quiere esta mujer sagrada, ni por qué el Alma Suprema me la ha enviado, siempre que sea ella la mensajera.

—No temas llevarlo al lado del agua —dijo la mujer sagrada.

—¿A quién? —preguntó Luet.

—El Alma Suprema quiere que lo salves, sea cual fuere el peligro. No hay sacrilegio en obedecer al Alma Suprema.

—¿A quién? —insistió Luet. Esa confusión, el espanto de descifrar el acertijo de esas palabras o de sufrir una terrible pérdida… ¿Así se sentían los demás cuando les refería sus visiones?

—Crees que tú deberías recibir todas las visiones —dijo la mujer sagrada—. Pero algunas cosas son tan claras que ni tú misma las ves. ¿Eh?

Nada de eso, mujer sagrada. Nunca pedí visiones y a menudo deseo que las reciba otra gente. Pero si insistes en darme un mensaje, ten la amabilidad de hacerlo inteligible. Es lo que yo procuro hacer.

Luet trató de excluir el rencor de su voz, pero no pudo resistirse a exigir una respuesta clarificadora.

—¿De quién hablas?

La mujer le abofeteó la cara, arrancándole lágrimas de vergüenza y dolor.

—¿Qué he hecho?

—Te castigo ahora por la ofensa que cometerás —dijo la mujer sagrada—. Has pagado, y nadie puede exigir que pagues más.

Luet no se atrevió a formular más preguntas; la respuesta no le apetecía. Estudió a la mujer, tratando de encontrar comprensión en sus ojos. ¿O acaso sólo hallaría locura? ¿Tenía que ser la verdadera voz del Alma Suprema? Si era locura, todo sería más fácil.

La anciana extendió la mano hacia la mejilla de Luet, quien retrocedió. Pero esta vez la mujer la tocó con dulzura y le enjugó una lágrima.

—No tengas miedo de la sangre de sus manos. Como el agua de la visión, el Alma Suprema la recibirá como una plegaria.

La mujer santa de pronto puso cara de fatiga. La luz de sus ojos se apagó.

—Hace frío —dijo.

—Sí.

—Estoy demasiado vieja.

Ni siquiera tenía el cabello cano, pero Luet pensó: sí, eres muy vieja.

—Nada ha de durar —sugirió la mujer santa—. Sea dorado o plateado. Sea comprado o robado.

Era una rimadora. Muchos creían que cuando una mujer sagrada se ponía a rimar, significaba que el Alma Suprema hablaba por su boca. Pero no era así: las rimas eran una especie de música, la voz del trance que mantenía a algunas mujeres sagradas distanciadas de su vida sórdida y terrible. Sólo decían cosas coherentes cuando dejaban de rimar.

La mujer sagrada echó a andar como si se hubiera olvidado de Luet. Como no parecía recordar dónde estaba su refugio, Luet le cogió la mano y la condujo hasta allí, la ayudó a sentarse y acurrucarse contra la pared que la protegía del viento.

—Lejos del viento —susurró la mujer—. Los pecados lamento.

Luet la dejó allí y reanudó la marcha. La luna estaba más alta, pero la mejor luz no logró animarla. Aunque la mujer sagrada era inofensiva, había recordado a Luet cuántas personas podían ocultarse en las sombras y lo vulnerable que era ella. Se hablaba de hombres que trataban a las ciudadanas tal como la ley les permitía tratar a las mujeres sagradas. Pero eso no era lo peor.

Hay muerte en la ciudad, pensó Luet. Muerte, no santidad, y Gaballufix fue quien pensó primero en ello. De no haber sido por la visión y la advertencia que me comunicó el Alma Suprema, buenos hombres habrían perecido. Tiritó al recordar la garganta cortada de su visión.

Al fin llegó al punto donde el Camino Sagrado se ensanchaba para descender hacia el valle y se transformaba en un barranco con antiguos escalones tallados en la roca, que conducían directamente al lugar donde el lago humeaba con un color sulfuroso. Las que adoraban allí conservaban el olor durante días. Quizá fuera sagrado, pero Luet lo encontraba sumamente desagradable y nunca adoraba allí. Prefería el sitio donde las aguas calientes se mezclaban con las frías creando esa densa niebla, donde podía flotar dejándose acariciar por corrientes de temperaturas cambiantes. Allí su cuerpo bailaba en el agua sin voluntad propia y ella podía entregarse plenamente al Alma Suprema.