—¿Para no molestar a los mandriles? —preguntó Issib.
—Para que no nos ensucien el agua ni nos roben la comida —replicó Elemak.
Antes de permitirles descargar y abrevar los camellos, antes de que ellos mismos comieran ni bebieran nada, Padre se irguió en el camello y señaló el río.
—Mirad… estamos a finales de la estación seca, pero aún tiene agua. A partir de ahora este lugar se llamará Elemak. Le pongo tu nombre, mi hijo mayor. Sé como el río, para que el propósito de tu vida sea fluir eternamente hacia el gran océano del Alma Suprema.
Nafai miró de soslayo a Elemak y vio que tomaba la perorata con dignidad.
El bautismo de un lugar era un momento difícil, y aunque Padre no se perdiera la oportunidad de soltar un sermón, Elemak comprendió que era un honor, un indicio de que Padre lo reconocía.
—Y en cuanto a este verde valle —dijo Padre—, lo llamo Mebbekew, nombre de mi segundo hijo. Sé como este valle, Mebbekew, un cauce firme por donde puedan correr las aguas de la vida, y donde la vida pueda echar raíces para medrar.
Mebbekew asintió grácilmente.
Nada se bautizó con los nombres de Issib y Nafai. Al cabo de un silencio, Padre gruñó mientras el camello se hincaba de rodillas para permitirle desmontar. Ya había oscurecido cuando terminaron de preparar las tiendas, ahuyentar los escorpiones e instalar los repelentes. Tres tiendas: la mayor para Padre, aunque dormiría solo; la mediana para Elya y Meb, y la más pequeña para Issib y Nafai, aunque la silla de Issib ocupaba muchísimo espacio.
Nafai no pudo pasar por alto las desigualdades. Cuando Issib, en la oscuridad de la tienda, le preguntó en qué pensaba, Nafai no calló su resentimiento.
—Bautiza con sus nombres el río y el valle, cuando Elemak era quien trabajaba con Gaballufix, y Mebbekew quien le dijo esas cosas terribles y se marchó de la casa.
—¿Y? —preguntó Issib, siempre alerta.
—Y aquí estamos, en la tienda más pequeña. Tenemos otras dos, aún embaladas, y ambas son mayores que ésta.
Después de desnudarse, Nafai ayudó a Issib a quitarse la ropa. Ahora, sin los flotadores, le resultaría difícil.
—Padre está comunicando un mensaje —dijo Issib.
—Sí, lo oigo muy bien, y no me gusta. Está diciendo: Issib y Nafai, no sois nada.
—¿Qué quieres que haga? ¿Bautizar una nube con nuestro nombre? —Issib calló un instante mientras Nafai le quitaba la camisa—. ¿O querías que le pusiera tu nombre a un arbusto?
—No me importan los nombres. Me importa la justicia.
—Trata de entender, Nafai. Padre no escoge a sus hijos según quién sea más obediente, colaborador o cortés hora tras hora. Hay una clara jerarquía en la asignación de las tiendas.
—Nafai recostó a su hermano en la estera, lejos de la entrada—. No ha dado a Elya una tienda para él solo, sino que debe compartirla con Meb. Así lo pone en su lugar, recordándole que no es el Wetchik, sólo el hijo del Wetchik. Pero al ponernos en una tienda pequeña indica a Elya y Meb que los valora y honra como hijos mayores. Los reprende al tiempo que los alienta. Creo que ha sido muy hábil.
Nafai se recostó en su estera, cerca de la puerta, en el tradicional lugar del sirviente.
—¿Y qué hay de nosotros?
—¿Qué hay de nosotros? ¿Piensas rebelarte contra el Alma Suprema porque tu padre te ha dado una tienda pequeña?
—No.
—Padre confía en que seamos leales mientras procura recobrar a Elya y Meb. La confianza de Padre es el mayor honor. Me enorgullece estar en esta tienda.
—Dicho de ese modo, también yo me enorgullezco.
—Duérmete.
—Despiértame si necesitas algo.
—¿Qué puedo necesitar cuando tengo mi silla al lado?
—dijo Issib.
La silla estaba a los pies de Issib, y era casi inútil cuando él no estaba sentado encima. Nafai quedó desconcertado un instante, pero comprendió que Issib lo reconvenía: ¿de qué te quejas, Nafai, cuando estar lejos del campo magnético de la ciudad significa que no puedo usar los flotadores y me tienen que cuidar como a un crío? Para Issib debe de ser humillante que yo lo desnude, pensó Nafai. Sin embargo lo soporta sin quejas, y todo por Padre.
En medio de la noche Nafai despertó, desvelándose al instante. Se quedó escuchando. ¿Issib lo había llamado? No, su hermano aún mantenía la rítmica respiración del sueño. ¿Se había despertado porque estaba incómodo? No, porque la arena que había bajo la estera volvía ese suelo más cómodo que el de su habitación. Tampoco era el frío, ni el aullido distante de un perro salvaje, y no podían ser los mandriles, pues de noche dormían en absoluto silencio.
La última vez que se había despertado así, Nafai había encontrado a Luet en el cuarto de los viajeros y el Alma Suprema le había hablado a Padre durante la noche.
¿Entonces soñaba? ¿El Alma Suprema me ha enseñado algo en sueños? Pero Nafai no recordaba ningún sueño. Sólo que se había despertado de golpe.
Se levantó con sigilo, para no despertar a Issib, y se deslizó bajo el mosquitero que cubría la puerta. Fuera hacía más frío que dentro, claro, pero habían viajado tan al sur que el otoño aún no había llegado a ese lugar, y las aguas del mar del Rumen eran más cálidas y plácidas que el océano que lamía la costa oriental de Basílica.
Los camellos dormían en su pequeño corral. Los dispositivos de vigilancia, valiéndose de frecuencias sónicas y emisión de feromonas, mantenían a raya a los animales de la región. El arroyo chapoteaba sobre las piedras con una melodía sincopada. Las hojas de los árboles susurraban en la brisa nocturna. Si hay un sitio en toda Armonía donde un hombre podría vivir en paz, helo aquí, pensó Nafai. Y sin embargo yo no puedo dormir.
Nafai caminó río arriba y se sentó en una piedra a orillas del agua. Tiritó en la brisa fresca y por un instante lamentó no haberse vestido. Pero su intención no era quedarse levantado. Pronto regresaría a la tienda.
Miró alrededor, escrutando las colinas bajas. A menos que una persona observara desde esas colinas, no vería este irrigado valle. Aun así, era extraño que no hubiera más habitantes que esa tribu de mandriles y que no hubiera el menor indicio de presencia humana. Tal vez no había colonos porque estaban muy lejos de las rutas comerciales. La tierra apenas bastaba para mantener a escasas personas, aunque la cultivaran toda. Era un lugar solitario y poco lucrativo. Los salteadores podían usarlo como refugio, pero resultaba demasiado apartado para que lo usaran las caravanas. Era precisamente lo que necesitaban en esos tiempos de exilio. Como si estuviera preparado para ellos.
Por un instante Nafai se preguntó si aquel valle habría cobrado existencia cuando ellos lo necesitaban. ¿El Alma Suprema tenía tanto poder como para transformar el paisaje a voluntad?
Imposible. El Alma Suprema podía gozar de esos poderes en el mito y la leyenda, pero en el mundo real sus poderes parecían totalmente limitados a la comunicación: la difusión de obras de arte, la influencia mental sobre quienes recibían visiones o, más comúnmente, la anulación del pensamiento para evitar que los curiosos indagaran ideas prohibidas.
Por eso este lugar ha estado desierto hasta que nosotros llegamos, pensó Nafai. Para el Alma Suprema sería sencillo lograr que los viajeros del desierto cambiaran de idea en cuanto pensaran dirigirse hacia el mar del Rumen. El Alma Suprema lo preparó para nosotros, no creándolo a partir de la roca, no haciendo que un pozo de agua brotara como un manantial, un arroyo para nosotros, sino impidiendo que otros vinieran aquí, de modo que estuviera desierto cuando llegáramos.