Nafai supo nuevamente que debía guardar silencio y dejar que Elemak se quedara con la última palabra. Pero la réplica le salió por los labios en cuanto se formó en su mente.
—¿Llamarme mujer es un modo sutil de insinuarme que te gusto? Es evidente que has pasado demasiado tiempo en el desierto, si empiezas a considerarme irresistible.
Elemak lo soltó al instante. Nafai dio media vuelta, pensando que Elemak se reiría y restaría importancia a un par de bromas que se les habían ido de las manos. En cambio su hermano estaba rojo y resollaba como un animal dispuesto a embestir.
—Lárgate de esta casa —dijo Elemak—, y no regreses mientras yo esté aquí.
—No es tu casa —señaló Nafai.
—La próxima vez que te vea te mataré.
—Vamos, Elya, sabes que sólo bromeaba. Issib flotó jovialmente entre ambos y rodeó los hombros de Nafai con brazos torpes.
—Llegaremos tarde a la ciudad, Nyef. Madre se preocupará de veras.
Esta vez Nafai tuvo el buen tino de cerrar el pico. Sabía contener la lengua, aunque nunca se acordaba de hacerlo a tiempo. Ahora Elemak estaba furioso. Lo estaría durante días. ¿Dónde dormiré si no puedo ir a casa?, se preguntó Nafai. De inmediato tuvo un súbito recuerdo donde una imagen de Eiadh le susurraba: «¿Por qué no pasas la noche en mi habitación? A fin de cuentas, un día seremos compañeros. Una mujer prepara a sus sobrinas favoritas para que sean compañeras de sus hijos, ¿verdad? Lo supe desde que te conocí, Nafai. ¿Para qué aguardar más tiempo? A fin de cuentas, ¿no eres el ser humano más estúpido de Basílica?»
Nafai despertó de su ensoñación al comprender que quien le hablaba era Issib, no Eiadh.
—¿Por qué insistes en provocarlo así, sabiendo que a veces Elemak te mataría?
—Pienso cosas y las digo cuando no debo —dijo Nafai.
—Piensas cosas estúpidas y eres tan bobo que las dices siempre.
—No siempre.
—¿Qué? ¿Quieres decir que hay cosas aún más estúpidas que te callas? ¡Qué cabeza tienes! ¡Un tesoro! —Issib flotaba llevándole la delantera. Siempre hacía lo mismo cuando subían por el camino del risco, olvidando que los demás tenían que habérselas con la gravedad.
—Elemak me cae bien —suspiró Nafai—. No entiendo por qué no le soy simpático.
—Un día le pediré que te confeccione una lista —dijo Issib—. La pegaré al final de la mía.
2. EN CASA DE MADRE
El camino que iba de la casa Wetchik a Basílica era largo pero ellos lo conocían bien. Hasta los ocho años, Nafai había hecho el viaje en dirección contraria, cuando Madre los llevaba a él e Issib a casa de Padre para las vacaciones. En esos días era mágico estar en una morada de hombres. Padre, con su melena blanca, les parecía casi un dios. De hecho, hasta los cinco años, Nafai había pensado que Padre era el Alma Suprema. Mebbekew, sólo seis años mayor que Nafai, siempre había sido socarrón y fastidioso, pero en esa época Elemak se mostraba amable y juguetón. Diez años mayor que Nafai, Elya ya tenía talla de adulto en los primeros recuerdos de Nafai acerca de la casa Wetchik; pero en vez del aspecto etéreo de Padre, tenía trazas de luchador, un hombre que era amable sólo porque le venía en gana, no porque rehuyera la violencia. En esos días Nafai había rogado que lo liberasen de la casa de Madre y lo dejaran vivir con Wetchik y Elemak. Soportar a Mebbekew sería el precio inevitable por vivir en la morada de los dioses.
Madre y Padre le explicaron por qué no lo liberaban de su educación.
—Los niños que van a vivir con el padre a esta edad son los menos promisorios —dijo Padre—. Los que son demasiado violentos para permanecer en una casa de estudios, demasiado irrespetuosos para vivir en una casa de mujeres.
—Y los más tontos van a vivir con el padre a los ocho años —añadió Madre—. Aparte de los rudimentos de lectura y aritmética, ¿de qué le sirve el aprendizaje a un hombre estúpido?
Aun ahora, al recordar, Nafai sentía un hormigueo de placer, pues Mebbekew se jactaba de que él, a diferencia de Nyef e Issya, y Elya en sus tiempos, había ido a casa de su padre a los ocho años. Nafai estaba seguro de que Meb cumplía todos los requisitos para ingresar tempranamente en la casa de los hombres.
Así lograron persuadir a Nafai de que le convenía quedarse con la madre. También había otras razones —hacerle compañía a Issib, el prestigio del hogar de su madre, la asociación con sus hermanas—, pero fue la ambición lo que hizo que Nafai se alegrara de quedarse. Soy un chico promisorio. Seré valioso para la tierra de Basílica, quizá para el mundo entero. Tal vez un día mis escritos sean enviados al cielo para que el Alma Suprema los comparta con gentes de otras ciudades y otros idiomas. Tal vez un día sea uno de los grandes cuyas ideas se almacenan en cristal y se guardan en un archivo, para ser leídas durante el resto de la historia humana como uno de los gigantes de Armonía.
Aun así, como había rogado tan fervientemente que le permitieran vivir con Padre, desde los ocho hasta los trece años él e Issib pasaban casi todos los fines de semana en casa de Wetchik, y se familiarizaron tanto con ella como con la casa que Rasa tenía en la ciudad. Padre les exigía que trabajaran con ahínco, experimentando lo que hace un hombre para ganarse la vida, de modo que sus fines de semana no eran festivos. «Estudias seis días, trabajando con la mente mientras tu cuerpo se toma vacaciones. Aquí trabajarás en los establos e invernáculos, trabajando con el cuerpo mientras tu mente aprende la paz que proviene del trabajo honesto.»
Así hablaba Padre, una especie de continua perorata. Madre decía que adoptaba este tono porque no sabía hablar naturalmente con los niños. Pero Nafai había oído suficientes conversaciones adultas para saber que Padre hablaba así con todos excepto con Rasa. Padre nunca estaba a sus anchas, nunca era él mismo con nadie; pero con los años Nafai también aprendió que Padre, por muy pomposo y grandilocuente que fuera, no era tonto; sus palabras nunca eran hueras, estúpidas ni ignorantes. Así hablaba un hombre, pensaba Nafai cuando era pequeño, de forma que practicaba un estilo elegante y se esmeraba por aprender el emeznetyi clásico, además del bassyat coloquial que era el idioma de las artes y el comercio de Basílica. Últimamente Nafai había comprendido que para comunicarse con la gente real tenía que hablar el idioma común, pero los ritmos y melodías del emeznetyi aún se traslucían en sus escritos y su habla. Incluso en las estúpidas bromas que provocaban la ira de Elemak.
—Acabo de comprender una cosa —dijo Nafai.
Issib no respondió. Iba tan adelante que Nafai no supo si le había oído. Pero Nafai continuó de todos modos, hablando en voz aún más baja, quizá porque sólo se lo decía a sí mismo.
—Creo que digo esas cosas que enfurecen tanto a los demás no por ganas de molestar, sino porque se me ocurre un modo ingenioso de expresarlas. Es como un arte, pensar en el modo perfecto de expresar una idea, y cuando lo piensas tienes que decirlo, porque las palabras no existen hasta que las dices.
—Un arte bastante endeble, Nyef, y te aconsejaría que lo abandones antes de que alguien te mate por su causa. Vaya, Issib sí estaba escuchando.
—Para ser un sujeto tan fuerte y robusto, tardas bastante en subir por el Camino del Risco hasta la Calle del Mercado —comentó Issib.