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El Alma Suprema persigue un grandioso propósito aquí, planes dentro de planes. Escuchamos su voz, analizamos sus visiones, pero aún somos títeres. Ignoramos si tiran de nuestros hilos y desconocemos el rumbo de nuestra danza. No está bien, pensó Nafai. Ni siquiera es bueno, pues si los seguidores del Alma Suprema son ciegos, si no pueden juzgar los propósitos del Alma Suprema, no escogen libremente entre el bien y el mal, ni entre la sabiduría y la necedad, sino que sólo eligen someterse a los propósitos del Alma Suprema. ¿Cómo se pueden llevar a cabo los planes del Alma Suprema si todos sus seguidores son gentes débiles que la obedecen sin comprender?

Yo te serviré, Alma Suprema, con todo el corazón, si comprendo lo que intentas hacer, qué significa. Y si tu propósito es bueno.

¿Quién soy yo para juzgar qué es bueno?

Cuando este pensamiento le acudió a la mente, Nafai se rió en silencio de su arrogancia. ¿ Quién soy yo para erigirme en juez del Alma Suprema?

Luego se estremeció. ¿Quién me puso ese pensamiento en la mente? ¿No habrá sido la misma Alma Suprema, tratando de domarme? No me dejaré domar, sólo persuadir. No admitiré coerción, obnubilación, trucos ni prepotencia. Sólo estoy dispuesto a dejarme convencer. Si no confías en tu bondad lo suficiente como para contarme qué intentas hacer, Alma Suprema, estás confesando tu debilidad moral y jamás te serviré.

El claro de luna que chispeaba en la superficie del arroyo de pronto se transformó en la luz del sol reflejada por los satélites de metal que orbitaban perpetuamente en torno del planeta Armonía. Nafai vio con la mente que los satélites se tambaleaban en sus órbitas y caían, ardiendo y pulverizándose al entrar en la atmósfera. Los primeros colonos humanos de este mundo habían construido dispositivos destinados a durar diez o veinte millones de años. Para ellos había parecido una eternidad: un período mucho más largo que la existencia de la especie humana multiplicada varias veces. Pero habían transcurrido cuarenta millones de años, y el Alma Suprema ahora cumplía su misión con una cuarta parte de los satélites que poseía al principio, apenas la mitad de los que había tenido en los primeros treinta millones de años. Con razón el Alma Suprema se había debilitado.

Pero sus planes aún eran importantes. Aún era preciso que se llevaran a cabo. Issib y Nafai tenían razón: el Alma Suprema era obra de los primeros colonos humanos y cumplía un solo propósito: convertir Armonía en un mundo donde la humanidad nunca tuviera poder para destruirse. |

¿No hubiera sido mejor, pensó Nafai, cambiar a la humanidad para que ya no deseara destruirse?

La respuesta acudió a su mente con tal claridad que supo que era una contestación del Alma Suprema. No, no hubiera sido mejor.

¿Pero por qué?, preguntó Nafai.

Muchas respuestas acudieron a su mente al unísono, en un borbotón que le impidió comprenderlas. Pero poco a poco, con creciente nitidez, algunas ideas hallaron expresión en el lenguaje. Frases tan claras como si otra voz las hubiera pronunciado. Pero no era otra voz: era la voz de Nafai, en un débil intento de capturar en palabras un vestigio de lo que le había comunicado el Alma Suprema.

En la mente de Nafai, la voz del Alma Suprema dijo lo siguiente: si yo le hubiera arrebatado el deseo de violencia, la humanidad ya no sería humana. No porque los seres humanos necesiten ser violentos para ser humanos, pero si alguna vez perdéis la voluntad de dominar, la voluntad de destruir, debe ser porque vosotros habéis escogido perderla. Mi papel no era el de obligaros a ser bondadosos, sino el de manteneros vivos mientras decidíais por vuestra cuenta quiénes queríais ser.

Nafai temió formular otra pregunta, por miedo a ahogarse en el torrente mental. Pero no podía dejar de hacerla. Dime despacio. Dime suavemente. Pero dime: ¿qué hemos decidido?

Para su alivio, la respuesta no fue un caudal de ideas puras e inefables. Esta vez fue como si una ventana se le abriera en la mente y pudiera ver a través. Las escenas y rostros que contemplaba eran recuerdos, cosas que había visto u oído en Basílica, cosas que ya estaban en su mente, preparadas para que el Alma Suprema las aprovechara, para que las hiciera aflorar a la superficie. Pero ahora las veía con tan clara comprensión que cobraban un poder y un significado que transcendía toda experiencia anterior. Vio recuerdos de transacciones comerciales que había observado. Vio obras dramáticas y sátiras que había presenciado. Conversaciones callejeras. Una mujer sagrada violada por una pandilla de adoradores borrachos. Las maquinaciones de hombres que procuraban obtener un contrato matrimonial con una mujer relevante. La crueldad desdeñosa de mujeres que sembraban la rivalidad entre sus pretendientes. Incluso el modo en que Elemak y Mebbekew habían tratado a Nafai, y el modo en que él los había tratado a ellos. Todo hablaba del afán de las personas de herirsemutuamente, la ardiente pasión de controlar lo que pensaban y hacían los demás. Muchos se valían de subterfugios para destruir a otros, y no sólo a sus enemigos, sino también a sus amigos. Destruirlos por el placer de saber que tenían poder para infligir dolor. Y muy pocos consagraban la vida a reforzar el vigor y la confianza de los demás. Muy pocos eran verdaderos maestros, genuinos esposos.

Eso son Padre y Madre, pensó Nafai. No permanecen juntos para obtener un provecho, sino para dar. Padre no se queda con Madre porque ella sea buena para él, sino porque juntos pueden ser buenos para nosotros y muchos otros. Padre participa en la política de Basílica desde hace pocas semanas, no porque ansié sacar provecho, como Gaballufix, sino porque francamente le interesa más el bien de Basílica que su propia fortuna, su propia vida. Podría desprenderse de su fortuna sin titubear. Y para Madre la vida es aquello que forja en la mente de sus estudiantes. A través de sus jóvenes procura crear la Basílica del mañana. Cada palabra que pronuncia en la escuela está destinada a resguardar la ciudad de la decadencia.

Sin embargo, están perdiendo. Se les escapa de las manos. El Alma Suprema los ayudaría si pudiera, pero no tiene el poder ni la influencia de antaño; además, no tiene la libertad para insuflar benevolencia, sólo para poner coto a la maldad. El despecho y la malicia son hoy la sangre de Basílica, Gaballufix es sólo el hombre que mejor expresa el ponzoñoso corazón de la ciudad. Incluso quienes le odian y luchan contra él no lo hacen porque ellos sean buenos y él sea malo, sino porque se oponen a su predominio, ya que ellos codician ese lugar.

Yo ayudaría, dijo la silenciosa voz del Alma Suprema en la mente de Nafai. Ayudaría a las gentes buenas de Basílica. Pero no hay suficientes. La ciudad anhela destrucción. ¿Cómo puedo pues impedir que sea destruida? Si Gaballufix fracasa con sus planes, otro hombre surgirá para ayudar a la ciudad a suicidarse. El fuego llegará porque la ciudad lo ansia. Son pocos los que aman la ciudad viviente en vez de tratar de alimentarse de su cadáver.

Asomaron lágrimas a los ojos de Nafai. Yo no comprendía. Nunca había visto la ciudad de esta manera.

Porque eres hijo de tu madre y heredero de tu padre. Como todos los seres humanos, supones que detrás de la máscara de su rostro los demás son esencialmente como tú. Pero no siempre es así. Algunos no pueden ver la dicha de otros sin el deseo de destruirla, no pueden ver los vínculos del amor entre amigos o esposos sin el deseo de quebrantarlos. Y muchos otros, que no son malos en sí mismos, se transforman en sus herramientas con la esperanza de obtener ganancias. La gente ha perdido la visión. Y yo no tengo el poder de restaurarla. Lo único que resta, Nafai, es mi memoria de la Tierra.

—Háblame de la Tierra —susurró Nafai.

Una nueva ventana se abrió en su mente, aunque esta vez no eran recuerdos personales. Veía cosas que le resultaban nuevas. Era abrumador, casi incomprensible. Brillantes cascos de vidrio y metal deslizándose por grises autopistas. Macizas casas de metal que se elevaban al cielo sobre esbeltas y frágiles cuñas de acero pintado. Altos edificios poliédricos con paredes de espejo, reflejándose mutuamente, reflejando la amarilla luz del sol. Y entre ellos, chabolas de papel y metal de desecho, donde los bebés perecían con el vientre hinchado. Gente arrojándose bolas de fuego, o grandes llamaradas que brotaban de mangueras. Y cosas totalmente inexplicables: una casa volante pasando sobre una ciudad y arrojando algo que parecía insignificante como excremento de pájaro, aunque de pronto estallaba en una llamarada brillante como el sol, y la ciudad entera se aplanaba, y las ruinas ardían. Una familia sentada ante una gran mesa rebosante de manjares, comiendo con voracidad, y luego inclinándose para vomitar sobre mendigos harapientos que aferraban desesperadamente las patas de las sillas. ¡Sin duda esa visión no era literal, sino figurada! ¡Sin duda nadie llegaría a la degeneración moral de comer más de lo necesario mientras otros morían de hambre ante sus ojos! Alguien que podía inventar un modo de lograr que el cielo ardiera en llamas tan potentes como para arrasar una ciudad de golpe sin duda se mataría antes de permitir que otros conocieran el terrible secreto de esa arma.