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—¿En serio?

—Lo tienen tan largo como la mitad del cuerpo. Issib rió.

—Imagínate lo que sería comprarse unos pantalones.

—¡O atarse las sandalias!

—Tendrías que enrollártelo en la cintura.

—O colgártelo del hombro.

Continuaron con esta conversación hasta que llegaron al mercado exterior, donde la gente comenzaba a abrir sus puestos, esperando la llegada inminente de los granjeros de la planicie. Padre tenía un par de puestos en el mercado exterior, aunque ningún granjero de la planicie tenía dinero ni refinamiento suficiente para comprar una planta que requería tantos cuidados y no producía frutos aprovechables. Las únicas ventas del mercado exterior eran para tenderos de Basílica, y en ocasiones para extranjeros ricos que visitaban el mercado camino de la ciudad. Estando Padre de viaje, Rashgallivak supervisaría los escaparates, y en efecto allí estaba, preparando una exhibición de plantas polares. Lo saludaron con la mano, pero él se limitó a mirarlos adustamente. Así era Rash. Acudiría si lo necesitaban en una crisis. Pero en ese momento su tarea consistía en preparar las plantas y a eso consagraba toda su atención. No había prisa, sin embargo. Las mejores ventas se producirían por la tarde, cuando los basilicanos buscaban obsequios atractivos para sus compañeros o amantes, o para conquistar el corazón de alguien a quien cortejaban.

Meb comentaba que nadie compraba plantas exóticas para uso personal, pues mantenerlas con vida era una molestia, y que sólo las compraban para regalo porque eran caras. «Constituyen el regalo perfecto porque la planta es bella y atractiva mientras dura el idilio… por lo general una semana. Luego la planta muere, a menos que el dueño nos pague para que vayamos a cuidarla. De cualquier modo los sentimientos hacia la planta siempre congenian con los sentimientos hacia el amante que la obsequió. O bien fastidia porque aún está merodeando, o bien disgusta como un recuerdo mustio. Si un amor ha de ser duradero, los amantes deberían comprar un árbol.» Como Meb hablaba así con los clientes, Padre le había prohibido atender los puestos. Sin duda era lo que Meb pretendía.

Nafai comprendía el deseo de eludir esa responsabilidad. La pesada tarea de vender un ramillete de plantas temperamentales no era divertida.

Si termino mis estudios, pensó Nafai, tendré que trabajar todos los días en una de esas tareas infames. Y no me llevará a ninguna parte. Cuando Padre muera, Elemak será el Wetchik, y nunca me permitirá guiar mi caravana, que es la única parte interesante del trabajo. No quiero pasarme la vida en un invernáculo o un cobertizo, injertando, cultivando y multiplicando plantas que morirán en cuanto las vendan. No hay ninguna grandeza en ello.

El mercado exterior terminaba en la primera puerta, que estaba abierta, como de costumbre. Nafai se preguntó si sería posible cerrarla. No importaba. Era siempre la puerta mejor custodiada porque era la más activa. A todo el mundo le revisaban la retina y cotejaban el resultado con el censo de ciudadanos. Issib y Nafai, como hijos de ciudadanos, eran técnicamente ciudadanos, y aunque no se les permitiera tener propiedades dentro de la ciudad podrían votar cuando fueran mayores. Así que los guardias los trataron con respeto.

Entre la puerta exterior y la puerta interior, entre las altas murallas rojas y bajo la custodia de gran cantidad de guardias, la ciudad de Basílica albergaba su negocio más lucrativo: el Mercado de Oro. En realidad el oro no era la mercancía que más se compraba y vendía, aunque los prestamistas abundaban. En el Mercado del Oro se traficaba con cualquier forma de riqueza que resultara portátil y fácil de robar, títulos de propiedad, títulos de depósito, certificados de propiedad de acciones y certificados de deudas incobrables: todo se vendía aquí y cada puesto tenía un ordenador que transmitía las transacciones al registro oficial, el ordenador maestro de la ciudad. Las rutilantes proyecciones holográficas de los ordenadores causaban un extraño efecto de fluctuación, de modo que uno siempre veía un parpadeo por el rabillo del ojo. Meb decía que por eso los prestamistas y vendedores del Mercado del Oro creían que alguien los espiaba.

Sin duda la mayoría de los ordenadores habían reparado en Nafai e Issib en cuanto les revisaron la retina en la puerta, transmitiendo sus nombre, situación y posición financiera a la proyección holográfica. Algún día eso significaría algo, sabía Nafai, pero de momento no. Desde que Meb había contraído cuantiosas deudas el año anterior al cumplir los dieciocho, existía una fuerte restricción del crédito para la familia Wetchik, y como el crédito era el único modo en que Nafai podía contar con una buena suma de dinero, aquí nadie estaría interesado en él. Padre podría haber hecho levantar esas restricciones, pero como Padre hacía sus negocios en efectivo, sin pedir nada prestado, las restricciones no lo afectaban y además impedían que Meb contrajera más deudas. Los gemidos, gritos, protestas y sollozos se habían prolongado durante meses, hasta que Meb comprendió que Padre jamás cedería ni le daría la independencia económica. Últimamente Meb lo tomaba con más calma. Cuando aparecía con ropa nueva, afirmaba que se la habían prestado amigos compasivos, pero Nafai no le creía. Meb gastaba dinero cuando lo tenía, y como Nafai no imaginaba a Meb trabajando en nada, su conclusión era que Meb había hallado a alguien a quien le pedía prestado a cuenta de su futura parte de la finca Wetchik.

Era típico de Meb pedir prestado a cuenta de la muerte de Padre. Pero Padre aún era un hombre sano y vigoroso, de sólo cincuenta años. En algún momento los acreedores se hartarían de esperar y Meb tendría que recurrir de nuevo a Padre, rogándole que lo ayudara a saldar sus deudas.

Hubo otro chequeo retinal en la puerta interior. Como eran ciudadanos y los ordenadores mostraban que no traían nada ni habían comprado nada en los puestos, no hubo que registrarlos en busca de lo que un eufemismo denominaba «préstamos no autorizados», así que poco después entraron en la ciudad.

Más específicamente, entraron en el Mercado Interior. Era casi tan vasto como el exterior, pero allí terminaba toda semejanza, pues en vez de vender carnes y comida, rollos de tela y trozos de madera, el Mercado Interior vendía productos manufacturados: pasteles y sorbetes, especias y hierbas, muebles y cobertores, colgaduras y tapices, finas camisas y pantalones, sandalias para los pies, guantes para las manos, anillos para los dedos y las orejas; y chucherías, animales y plantas exóticas, conseguidos con gran coste y riesgo en todos los rincones del mundo. Aquí Padre ofrecía las plantas más preciosas en sus puestos abiertos día y noche.

Pero nada de esto atraía a Nafai, después de tantos años de atravesar el mercado sin un cobre. Sólo le atraían los muchos puestos que vendían myachiks, pequeñas esferas de cristal que contenían grabaciones de música, danza, escultura, pinturas, tragedias, comedias e historias verídicas, recitadas como poemas, representadas en escena o cantadas en óperas; las palabras de historiadores, científicos, filósofos, oradores, profetas y autores de sátiras; lecciones y demostraciones de cada arte o proceso jamás concebido, y, por supuesto, las grandes canciones de amor por las cuales Basílica era célebre en todo el mundo, que combinaban música con imágenes eróticas continuas que se repetían aleatoriamente, como esculturas autogeneradas, en las alcobas y jardines privados de cada hogar de la ciudad.

Claro que Nafai era demasiado joven para comprar estas canciones, pero había visto más de una cuando visitaba el hogar de amigos cuyas madres o maestras no eran tan discretas como Rasa. Lo fascinaban, tanto por la música y el relato como por el erotismo. Pero se pasaba las horas en el mercado buscando nuevas obras de poetas, músicos, artistas y actores basilicanos, o viejas obras que gozaban de nueva difusión, o extrañas obras de otras tierras, en traducción o en el original. Padre daba poco dinero a los hijos, pero Madre concedía a sus niños —hijos, sobrinas y meros alumnos— una generosa asignación para la compra de myachiks.