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Nafai enfiló hacia un puesto donde un joven cantaba con aguda y dulce voz de tenor; la melodía parecía pertenecer a la compositora que se hacía llamar Amanecer, o al menos a sus mejores imitadoras.

—No —dijo Issib—, ya regresarás por la tarde.

—Tú puedes seguir.

—Vamos con retraso.

—Entonces puedo retrasarme un poco más.

—Date prisa, Nafai. Cada lección que pierdas tendrá que recuperarse después.

—De todos modos nunca conseguiré aprenderlo todo. Quiero oír esta canción.

—Pues escucha mientras caminas. ¿No sabes caminar y escuchar al mismo tiempo?

Nafai se dejó arrastrar fuera del mercado. La canción pronto se perdió en medio de la música de otros puestos y el parloteo del mercado. Al contrario del Mercado Exterior, el Mercado Interior no aguardaba a los granjeros de la planicie, así que nunca cerraba; la mitad de esa gente había pasado la noche en vela y compraba pasteles y té para desayunar antes de regresar a casa para acostarse. Quizá Meb estuviera entre ellos. Por un instante Nafai le envidió esa libertad. Si alguna vez llego a ser un gran científico o historiador, ¿dispondré de tanta libertad? Levantarse por la tarde, escribir hasta el ocaso y luego aventurarse en la noche de Basílica para ver las danzas y los dramas, oír los conciertos o quizá recitar pasajes del trabajo que preparé ese día ante un público culto que se marchará discutiendo, elogiando y criticando mi obra. ¿Cómo podían compararse los sucios y fatigosos viajes de Elemak con semejante vida? Y luego regresar al alba a la casa de Eiadh, y hacer el amor mientras susurramos y reímos recordando las peripecias y triunfos de esa noche.

Sólo faltaban algunos detalles para concretar semejante sueño. Por lo pronto, Eiadh aún no tenía casa, y aunque estaba conquistando cierta reputación como cantante y rapsoda, saltaba a la vista que no tendría una carrera deslumbrante; no era un prodigio, así que su casa sería modesta por muchos años. No importa, le ayudaré a comprar una vivienda mejor de la que ella podría costearse, aunque cuando un hombre ayuda a una mujer a comprar propiedades en Basílica el dinero sólo puede entregarse como obsequio. Eiadh es demasiado leal como para revocar mi contrato y negarme el ingreso en la casa que le ayude a comprar.

El otro detalle que faltaba para concretar el sueño era que Nafai nunca había escrito nada descollante. Claro que aún no había escogido su especialidad, y por tanto aún se estaba ejercitando, picoteando aquí y allá. Pronto se decidiría por una especialidad en la que tuviera talento, y habría myachiks de sus obras en los puestos del Mercado Interno.

Una procesión se dirigía al valle por el Camino Sagrado, así que ellos, siendo hombres, tuvieron que sortearlo. Aun así, pronto llegaron a la casa de Madre. Issib lo abandonó de inmediato y ascendió flotando a la sala de ordenadores, donde últimamente pasaba todo el tiempo. Un curso de pequeños ya había iniciado sus actividades en la curva sur del porche con columnas, por donde ya asomaba la luz oblicua del sol.

Estaban practicando las devociones: los niños se abofeteaban con fuerza, las niñas tarareaban. Su curso estaría haciendo lo mismo en otra parte, y Nafai no tenía prisa por llegar, pues se consideraba vagamente impío interrumpir una devoción.

Caminó despacio, sorteando la clase del porche, deteniéndose tras una columna para escuchar la agradable música de las niñas que tarareaban, hallando acordes fugaces que se perdían apenas descubiertos, y el tamborileo quebrado de los niños que se palmeaban las piernas, los brazos, el pecho y las mejillas.

Una niña de la clase apareció de pronto junto a él. Nafai la conocía del gimnasio. Era esa brújula llamada Luet, de quien se rumoreaba que tenía visiones tan notables que algunas damas del Bancal ya la llamaban vidente. Nafai no daba crédito a esas historias mágicas. Ni siquiera el Alma Suprema podía conocer el futuro, y en lo concerniente a las visiones, la gente sólo recordaba las que por puro azar coincidían hasta cierto punto con la realidad.

—Tú eres el que está cubierto de fuego —dijo ella. ¿De qué cuernos hablaba? ¿Cómo responder a semejante cosa?

—No, soy Nafai.

—En realidad no es fuego. Chispas diamantinas que se transforman en relámpagos cuando te enfureces.

—Tengo que entrar.

Ella le tocó la manga, reteniéndolo con tanta firmeza como si le hubiera cogido el brazo.

—Ella nunca será tu compañera.

—¿Quién?

—Eiadh. Ella se ofrecerá, pero tú la rechazarás.

Esto era humillante. ¿Cómo conocía esa niña, una mocosa de doce años, sus sentimientos por Eiadh? ¿Acaso su amor era tan evidente para todos? Bien, que así fuera. No tenía nada que ocultar. Consideraba un honor que se supiera que amaba a semejante mujer. Y en cuanto a las cualidades de vidente de la jovencita, no parecían muy convincentes, pues afirmaba que Eiadh se le ofrecería y que él la rechazaría. Me arrancaría un dedo a mordiscos antes que rechazar a la mujer más perfecta de Basílica.

—Perdona —dijo Nafai, apartando el brazo.

No le gustaba que esa niña lo tocara. Decían que su madre era una agreste, una de esas mugrientas y solitarias mujeres desnudas que llegaban a Basílica desde el desierto; supuestamente eran mujeres sagradas, pero Nafai sabía que se acostaban en plena calle con cualquier hombre que se lo pidiera, y estaba permitido que cualquier hombre las poseyera, aunque estuviera desposado con una compañera bajo contrato. Los hombres decentes y de abolengo no lo hacían, desde luego. Ni siquiera Meb había alardeado de «adorar el desierto» ni de practicar «juergas polvorientas», como la jerga vulgar llamaba a los acoplamientos con agrestes. Nafai no veía nada de sagrado en ese asunto, y consideraba a Luet una bastarda, concebida por una demente y un hombre bestial en un apareamiento que se parecía más a una violación que al amor. Era imposible que el Alma Suprema tuviera nada que ver con eso.

—El bastardo eres tú —espetó la niña, y se marchó.

Los demás habían terminado sus devociones, o quizá las habían interrumpido para escuchar a Luet. Lo cual significaba que el rumor se propagaría por toda la casa a la hora del almuerzo y por toda Basílica antes de la cena, y sin duda Issib se burlaría de él cuando regresaran a casa y Elemak y Mebbekew nunca le permitirían olvidar el asunto. Nafai lamentó que las mujeres de Basílica no encerraran bajo llave a locas como Luet, en vez de tomar en serio las bobadas que decían.

3. FUEGO

Enfiló hacia la sala de la fuente, donde su curso se reuniría durante todo el otoño. Desde la cocina llegaba el aroma de la comida, y con un retortijón Nafai recordó que por culpa de la discusión con Elemak se había olvidado de desayunar. Hasta ese momento no había sentido hambre, pero ahora comprendió que estaba famélico. Incluso sintió un mareo. Debería sentarse. La sala de la fuente estaba a poca distancia; su malestar justificaría su retraso. Nadie se enfadaría. Nadie pensaría que era un tonto remolón si se encontraba mal. No tenían por qué enterarse de que se había mareado de hambre.

Entró en la sala arrastrando los pies, exagerando su debilidad, apoyándose en la pared. Notó que se volvían hacia él, pero no miró; sospechaba que la gente enferma no miraba a los demás. Esperaba que la maestra del día le dijera algo. ¿Qué pasa, Nafai? ¿No te encuentras bien?

En cambio se hizo un silencio y tuvo que deslizarse por la pared hasta sentarse en el piso de madera.

—Iremos a buscar una comitiva fúnebre, Nafai, por si mueres de repente.

¡Oh, no! No era una maestra, una de esas jóvenes crédulas a quienes les impresionaba que Nafai fuera hijo de Rasa. Era Madre. Nafai enfrentó su mirada. Madre le sonreía con malicia, sin dejarse engañar por su pantomima.