—Te estaba esperando. Issib ya está en mi pórtico. Omitió mencionarme que estabas agonizando.
No quedaba más remedio que tomarlo con buen humor. Nafai suspiró y se puso en pie.
—Madre, tu resistencia a suspender la incredulidad retrasará en varios años mi carrera de actor.
—Mejor así, querido Nafai. Tu carrera de actor retrasaría en siglos el teatro basilicano.
Los demás estudiantes rieron. Nafai sonrió, pero también estudió al grupo para ver quién disfrutaba más. Allá estaba Eiadh, sentada cerca de la fuente. Unas gotas de agua le habían salpicado el cabello y ahora reflejaban la luz como gemas. Ella no se reía. Le sonreía afablemente y le guiñó el ojo. Nafai le sonrió a su vez —como un payaso tonto, sin duda— y casi tropezó con el escalón que conducía a la puerta del corredor trasero. Estallaron más risas, así que Nafai dio media vuelta para hacer una profunda reverencia. Luego se marchó airosamente, tropezando adrede con el dintel para conquistar otra carcajada antes de salir de la sala.
—¿De qué se trata? —le preguntó a Madre, apresurándose para alcanzarla.
—Asuntos de familia —dijo ella.
Atravesaron la puerta que conducía al pórtico de Madre. Como de costumbre, se quedarían en el recinto cubierto. Más allá del biombo, cerca de la balaustrada, el pórtico ofrecía una bella vista del Valle de la Grieta, así que los hombres tenían prohibido el ingreso. Esa prohibición a menudo se ignoraba en las casas particulares. Nafai conocía a varios chicos que hablaban del Valle de la Grieta, asegurando que no era nada especial, sólo un abrupto y escabroso barranco con árboles y matorrales cubierto por una capa brumosa o nubosa que impedía ver el centro, donde presuntamente se hallaba el lago. Pero en casa de Madre se respetaba el decoro y Nafai estaba seguro de que ni siquiera Padre había transpuesto el biombo.
Una vez que los ojos se le acostumbraron al interior, Nafai distinguió quién más estaba en el pórtico. Issib, por supuesto, pero, para su sorpresa, también Padre, que había regresado del viaje. ¿Por qué había ido a la casa de Rasa en la ciudad en vez de ir primero a su granja? Padre se levantó para abrazarlo.
—Elemak está en casa, Padre.
—Eso me ha dicho Issya.
Padre parecía muy serio y distante. Estaba preocupado por algo; nada bueno, sin duda.
—Ahora que Nafai ha llegado —dijo Madre—, quizá podamos analizar de qué se trata.
Sólo al sentarse a la sombra Nafai comprendió que había dos niñas con ellos. Al principio, encandilado por la luz del sol, había pensado que eran sus hermanas Sevet y Kokor, hijas de Rasa. En ese contexto, una reunión de Rasa con sus hijos, la presencia de Padre era sorprendente, pues él sólo era padre de Issib y Nafai, no de las niñas. Pero en vez de Sevet y Kokor, descubrió que eran dos niñas de la escuela: Hushidh, otra sobrina de Madre, de la misma edad que Eiadh, y esa brújula que había encontrado en el porche, Luet. La miró consternado. ¿Cómo había llegado allí tan pronto? Claro que él no se había dado prisa. Madre debía de haber enviado a buscarla aun antes de saber que Nafai ya estaba en la casa.
¿Qué hacían Luet y Hushidh en una conferencia sobre asuntos de familia?
—Mi querido compañero Wetchik tiene algo que contarnos. Esperábamos que pudierais… bien, al menos que Luet o Hushidh pudieran…
—¿Por qué no empiezo ya? —sugirió Padre. Madre sonrió y elevó las manos en un gesto grácil y elegante.
—Esta mañana he visto algo perturbador —comenzó Padre—. Antes del amanecer, en realidad. Regresaba por el Camino del Desierto (ayer fui al desierto para meditar y consultar conmigo y con el Alma Suprema) cuando de pronto sentí el fuerte deseo, la necesidad de abandonar el sendero, aunque es una imprudencia hacerlo en ese momento oscuro entre la puesta de la luna y el amanecer. No fui lejos. Sólo tuve que rodear una gran roca y comprendí por qué me habían guiado a ese lugar. Pues frente a mí estaba Basílica. Pero no la Basílica que hubiera esperado, cuajada de luces de celebración en Villa de las Muñecas o los mercados interiores. Lo que vi fue Basílica ardiendo.
—¿En llamas? —preguntó Issib.
—Una visión, naturalmente. Aunque al principio no lo entendí y eché a andar deprisa hacia la ciudad, para comprobar si estabas bien, querida…
—No esperaría menos de ti —dijo Madre.
—Luego la ciudad se desvaneció tan repentinamente como había aparecido. Sólo quedaba el fuego, elevándose para formar una columna en la roca. Esa columna de fuego permaneció largo tiempo. Irradiaba calor, como si fuera real. Sentí que me quemaba, aunque por supuesto no tengo marcas en la ropa. Y luego la columna de llamas se elevó, despacio al principio, luego cada vez más rápido hasta transformarse en una estrella que surcaba el cielo, y al fin desapareció.
—Estabas cansado, Padre —dijo Issib.
—Muchas veces he estado cansado, pero nunca había visto columnas de fuego. Ni ciudades en llamas. Madre habló de nuevo.
—Tu padre vino a mí, Issya, esperando que yo le ayudara a comprender el significado de todo esto. Si es un mensaje del Alma Suprema o sólo una ensoñación alocada.
—Yo voto por la ensoñación —dijo Issib.
—Incluso la locura puede provenir del Alma Suprema —intervino Hushidh.
Todos la miraron. Era una niña feúcha y callada. Ahora que Nafai la veía junto a Luet, comprendió que se parecían mucho. ¿Eran hermanas? Más aún, ¿qué hacía allí Hushidh, y con qué derecho opinaba sobre asuntos de familia?
—Puede provenir del Alma Suprema —convino Padre—. ¿Pero es así? Y en tal caso, ¿qué significa?
Nafai advirtió que Padre no interpelaba a Rasa, ni siquiera a Hushidh, sino a Luet. No era posible que él se creyera lo que decían de ella las mujeres, ¿o sí? ¿Una mera visión transformaba a un racional hombre de negocios en un peregrino supersticioso que buscaba símbolos en todo lo que veía?
—No sé decirte qué significa tu sueño —dijo Luet.
—Oh —exclamó Padre—. No es que yo pensara…
—Si el Alma Suprema envió el sueño, y si ella quería que lo entendieras, también envió la interpretación.
—No hubo interpretación.
—¿No? —preguntó Luet—. Es la primera vez que tienes semejante sueño, ¿verdad?
—Claro. No tengo el hábito de ver visiones mientras camino de noche.
—Así que no estás habituado a reconocer los significados que acompañan a una visión.
—Supongo que no.
—Sin embargo recibiste mensajes.
—¿En serio?
—Antes de ver el fuego, supiste que debías apartarte del camino.
—Pues sí.
—¿Cómo crees que es la voz del Alma Suprema? ¿Crees que habla basyat o pone letreros?
Ese tono desdeñoso no era apropiado ante un hombre del prestigio de Wetchik. Sin embargo él no parecía ofendido y captaba la reconvención como si esa niña tuviera todo el derecho a reprenderlo.
—El Alma Suprema pone conocimiento puro en nuestra mente, sin mezcla con lenguaje humano —explicó Luet—. Recibimos mucho más de lo que podemos comprender, y comprendemos mucho más de lo que lograríamos expresar en palabras.
La voz de Luet era potente en su sencillez. No era la salmodia que las brujas y profetas del Mercado Interno usaban para atraer clientes. Hablaba como si supiera, como si no tuviera la menor sombra de duda.
—Déjame preguntarte una cosa. Cuando viste la ciudad en llamas, ¿cómo supiste que era Basílica?
—La he visto mil veces, desde ese mismo sitio, al llegar del desierto.
—¿Pero viste la forma de la ciudad y la reconociste por eso, o primero supiste que era Basílica en llamas y luego tu mente invocó la imagen de la ciudad que ya estaba en tu memoria?