—No sé… ¿cómo puedo saberlo?
—Recuerda. ¿El conocimiento existía antes de la visión, o primero vino la visión?
En vez de ordenar a la niña que se marchara, Padre cerró los ojos e intentó recordar.
—Ahora que lo dices, creo… que lo supe antes de mirar en esa dirección. Creo que no la vi hasta que me lancé hacia ella. Vi las llamas, pero no la ciudad ardiendo. Y ahora que preguntas, también supe que Rasa y mis hijos corrían gran peligro. Eso fue lo primero que supe al rodear la roca… por eso sentía tanto apremio. Supe que si abandonaba el camino e iba a ese lugar, podría salvarlos del peligro. Sólo entonces comprendí cuál era el peligro; luego vi las llamas y la ciudad.
—Es una verdadera visión —declaró Luet.
¿Sólo con eso? ¿Le bastaba con conocer el orden de las cosas? Quizás hubiera dicho lo mismo sin importar lo que recordara Padre. Y quizá Padre sólo recordaba así porque Luet lo guiaba con sus sugerencias. Nafai se impacientaba al ver que Padre aceptaba dócilmente las impertinencias de aquella mocosa de doce años que lo trataba con las ínfulas de un profesional eminente ante un aprendiz.
—Pero no era verdadera —dijo Padre—. Cuando llegué aquí, no había peligro.
—No, no creí que lo hubiera —aseguró Luet—. Cuando sentiste que tu compañera y tus hijos corrían peligro, ¿qué decidiste hacer?
—Salvarlos, desde luego.
—¿Pero cómo?
De nuevo él cerró los ojos.
—No rescatarlos de un edificio en llamas. Eso sólo se me ocurrió después, cuando regresaba a la ciudad. En el momento quería gritar que la ciudad estaba ardiendo, que teníamos que…
—¿Qué?
—Que teníamos que salir de la ciudad. Pero eso no fue lo que quise decir al principio. Cuando todo comenzó, tuve la urgencia de venir a la ciudad para avisar de que habría un incendio.
—¿Y que todos debían marcharse?
—Supongo. Sí, ¿qué otra cosa? Luet calló, pero lo miró fijamente.
—No —dijo Padre con voz sorprendida—. No era eso. No iba a advertirles de que se marcharan.
Luet se inclinó hacia adelante, con expresión intensa, menos analítica.
—Hace un momento, cuando decías que querías avisarles que se marcharan de la ciudad…
—Pero no era eso lo que iba a hacer.
—Pero cuando pensaste eso por un instante, cuando supiste que ibas a avisarles que se fueran de la ciudad… ¿qué sensación tuviste? Cuando nos dijiste eso, ¿por qué supiste que estaba mal?
—No sé. Tuve la sensación de que… estaba mal.
—Esto es muy importante. ¿Cómo es esa sensación? De nuevo Padre cerró los ojos.
—No estoy acostumbrado a reflexionar sobre mi modo de pensar. Y ahora trato de recordar qué sentí al pensar que recordé algo que en realidad no recordé…
—No hables —le aconsejó Luet.
Padre guardó silencio.
Nafai sintió ganas de gritar. ¿Qué era eso de escuchar a esa chiquilla fea y estúpida, de consentir que le ordenara a Padre —el Wetchik, por si lo habían olvidado— que cerrara la boca?
Pero todos los demás estaban tan alerta que Nafai también guardó silencio. Issib se enorgullecería de él por haberse abstenido de decir algo que había pensado.
—No sentí nada —dijo Padre, cabeceando despacio—. Cuando hiciste la pregunta y yo respondí… Claro, tú te quedaste mirando y yo no tenía nada en la cabeza.
—Estúpido —dijo ella.
Padre enarcó una ceja. Para alivio de Nafai, al fin estaba notando que Luet era irrespetuosa.
—Te sentiste estúpido —repitió ella—. Así supiste que lo que habías dicho estaba mal.
—Sí, supongo que sí.
—¿Qué es esto? —dijo Issib—. ¿Analizar tu análisis del análisis de una alucinación totalmente objetiva?
Bien hecho Issya, dijo Nafai para sus adentros. Me has quitado las palabras de la boca.
—Podemos seguir con esto toda la mañana, pero sólo acumuláis sentidos encima de una experiencia absurda. Los sueños son sólo imágenes aleatorias de recuerdos, que el cerebro luego interpreta para inventar conexiones causales, elaborando historias a partir de nada.
Padre miró a Issib un instante, sacudió la cabeza.
—Tienes razón, desde luego —convino—. Aunque yo estaba despierto y jamás he sufrido una alucinación, sólo fue la activación aleatoria de las sinapsis de mi cerebro.
Nafai supo, al igual que Issib y Madre, que Padre estaba siendo irónico, que le estaba diciendo a Issib que su visión del fuego en la roca era mucho más que un mero sueño. Pero Luet no conocía a Padre, así que ella pensó que se estaba retractando de su misticismo para replegarse hacia la realidad.
—Te equivocas —dijo—. Era una verdadera visión, porque se te presentó del modo correcto. La comprensión precedió a la visión… por eso te hice esas preguntas. El sentido es intrínseco, y luego tu cerebro aporta las imágenes para permitir que lo comprendas. Así es como nos habla el Alma Suprema.
—Como les habla a los locos, querrás decir —objetó Nafai.
Se arrepintió de inmediato, pero ya era demasiado tarde.
—¿Locos como yo? —preguntó Padre.
—Y te aseguro que Luet es tan cuerda como tú —añadió Madre.
Issib no pudo perderse la oportunidad de disparar un dardo verbal.
—¿Cuerda como Nyef? Entonces está en apuros. Padre interrumpió las bromas de Issib.
—Hace un instante tú opinabas lo mismo.
—No dije que nadie fuera loco —replicó Issib.
—No, no tenías la… acerada elocuencia de Nafai.
Nafai sabía que podía salvarse si cerraba el pico y dejaba que Issib recibiera el impacto. Pero era escéptico y la contención no era su fuerte.
—Esa chica —prosiguió—. ¿No ves que ella guiaba tus palabras, Padre? Ella te hace una pregunta, pero no te dice de antemano la respuesta… así que digas lo que digas, puede afirmar que es una visión verdadera, la voz del Alma Suprema.
Padre no respondió de inmediato. Nafai se volvió triunfalmente hacia Luet, ansiando verla temblar. Pero Luet no temblaba. Lo observaba con calma. Había perdido su fervor y estaba serena. La fijeza de su mirada le resultaba molesta.
—¿Qué miras? —preguntó Nafai.
—A un necio —respondió Luet. Nafai se levantó de un brinco.
—No toleraré que me llames…
—¡Siéntate! —rugió Padre. Nafai se sentó, hirviendo de rabia.
—Tú acabas de tildarla de farsante —dijo Padre—. Aprecio que mis hijos estén cumpliendo el propósito para el cual los llamé, el de contar con un público escéptico para mi historia. Tú analizaste el proceso con inteligencia y tu versión de las cosas explica todo lo que sabes al respecto, tanto como la versión de Luet.
Nafai intervino para ayudarle a llegar a la conclusión correcta:
—Entonces la regla de la simplicidad requiere que tú…
—La regla de tu padre requiere que tú contengas la lengua, Nafai. Ambos olvidáis que existe una diferencia fundamental entre vosotros y yo.
Padre se inclinó hacia Nafai.
—Yo vi el fuego.
Se irguió nuevamente.
—Luet no me dijo qué pensar ni qué sentir en ese momento. Y sus preguntas me ayudaron a recordar cómo sucedió todo. Pues yo lo estaba desfigurando para adaptarlo a mis prejuicios. Ella sabía que sería extraño… del modo exacto en que lo fue. Por supuesto, no puedo convencerte a ti.
—No —convino Nafai—. Sólo puedes convencerte a ti mismo.
—Al fin y al cabo, Nafai, uno sólo puede convencerse a sí mismo.
La batalla estaba perdida si Padre ya estaba elaborando aforismos. Nafai se dispuso a aguardar el final. Se consoló pensando que a fin de cuentas todo había sido un sueño. No era algo que le cambiaría la vida.
Padre aún no había concluido.