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Al año siguiente no estaba seguro de si Babs se había acordado de él, pero aun así se alegraba de verle. El había comprado por si acaso una botella de champán, y esto, en cierto modo, había arreglado las cosas. Se quedó toda la tarde, le habló de sí mismo y tocaron el gong otras tres veces. Dijo que le enviaría una postal la próxima vez que fuese a la ciudad, y así habían mantenido en marcha el asunto. Y ahora hacía… ¿cuánto, veintidós, veintitrés años? Le llevó flores el día del décimo aniversario y en el vigésimo una planta en un tiesto. Una poinsetia. Pensar en Babs le daba ánimos aquellas mañanas crudas en que salía a alimentar a las gallinas y a revolver en la carbonera. Ella era -¿qué palabra empleaban ahora?- su oportunidad. Ella había intentado romper una vez -jubilarse, había bromeado-, pero él no la dejó. Había insistido, y casi montaron una escena. Ella cedió y le acarició la cara, y al año siguiente, cuando le envió la postal, estaba muerto de miedo, pero Babs cumplió su palabra.

Claro que habían cambiado. Todo el mundo cambia. Para empezar, Pamela: la partida de los hijos, el jardín, el cariño que había cogido a los perros, el corte de pelo tan al rape como el césped, el que siempre estuviera limpiando la casa. Tampoco es que a él las cosas le pareciesen distintas de como eran antes de que ella se pasara la vida limpiándola. Y ella ya no quería ir a ningún sitio, decía que ya había viajado bastante. Él decía que ahora tenían tiempo libre; pero lo tenían y no lo tenían. La verdad es que tenían más tiempo y hacían menos cosas. Y tampoco estaban ociosos.

Él también había cambiado. En el miedo que sentía cuando se subía a la escalera para limpiar los canalones. Lo había hecho durante veinticinco años, cielo santo, era la primera de su lista de tareas cada primavera, y en una casita de una planta no estabas tan lejos del suelo, pero así y todo tenía miedo. No era miedo a caerse. Siempre cerraba las abrazaderas laterales de la escalera, no tenía vértigo y sabía que si se caía lo más probable era que aterrizase sobre césped. Era sólo que mientras estaba allí, con la nariz un poco más arriba del canalón, raspando con una paleta el musgo, las hojas empapadas y la suciedad, tirando las ramitas y las briznas de nidos de pájaro fallidos, comprobando si había tejas rotas y si la antena de la tele estaba firme; mientras estaba allí, perfectamente protegido, calzado con botas de agua y envuelto en la cazadora, con la gorra de lana en la cabeza y los guantes de goma en las manos, a veces notaba que le afluían las lágrimas y sabía que no era por culpa del viento, y se atascaba, agarrado al canalón con una mano de goma y con la otra haciendo como que rebuscaba en la curva de plástico grueso, y se moría de miedo. De todo el maldito asunto.

Le gustaba pensar que Babs no cambiaba, y era cierto, no cambiaba en su mente, en su recuerdo de ella y en sus expectativas. Pero al mismo tiempo reconocía que ya no tenía el pelo tan rubio como antes. Y también había cambiado después de que él la hubiese convencido de que no se jubilara. A ella no le gustaba desvestirse en su presencia. Se quedaba con el camisón puesto. El champán le daba acidez de estómago. Un año, él le había comprado el más caro que había, pero el resultado había sido el mismo. Apagaba la luz cada vez más a menudo. Ya no se esforzaba tanto en excitarle. Dormía cuando él dormía; a veces se dormía antes.

Pero seguía siendo lo que él esperaba que fuese cuando daba de comer a las gallinas, recogía carbón o limpiaba el canalón mientras las lágrimas afluían y él se aplastaba los pómulos con el envés de su guante de goma. Ella era su vínculo con el pasado, un pasado en el que podía emborracharse y tocar todavía el gong tres veces seguidas. Ella se ponía un poco maternal, pero todo el mundo necesitaba también eso, ¿no? ¿Una galleta de chocolate, Jacko? Había algo de esto. Pero también: Eres un hombre de verdad, ¿sabías, Jacko? No quedan muchos hombres de una pieza por ahí, son una especie en extinción, pero tú eres uno de ellos.

Se aproximaban a Euston. Un jovenzuelo sentado enfrente de Jacko sacó su puñetero móvil y marcó con ansiedad. «Hola, cariño…, sí, escucha, el maldito tren está parado en algún sitio fuera del maldito Birmingham. No nos dicen nada. No, como mínimo una hora o más, calculo, y luego tengo que cruzar todo Londres… Sí… Sí, hazlo… Yo también… Adiós.» El mentiroso se guardó el teléfono y miró alrededor, desafiando a cualquiera que le hubiese oído.

Bien: repasemos otra vez las órdenes del día. Estación, telefonear a John Lewis con referencia al descubrimiento temprano de la rotura de la escurridera. Cena en uno de esos restaurantes cerca de la pensión: indio, turco, da igual. Gasto máximo 8 libras. En el Marquis of Granby, sólo dos pintas, no quiero mantener despierto al personal con mucho ruido de cisterna por la noche. Desayuno, salchicha adicional si es posible. Media botella de champán de Thresher.

Recados para la intendencia general de las fuerzas armadas: el Stilton como siempre, los aros de termo como siempre, los polvos a granel, como siempre. A las dos en punto Babs. De dos a seis. Sólo pensarlo… Capitán, ¿estás durmiendo ahí abajo? Que los honorables miembros hagan el favor de levantarse… La espada ceremonial en su funda. De dos a seis. Té en algún momento. Té y una galleta. Curioso que esto también haya pasado a formar parte de la tradición. Y Babs sabía estimular tan bien a un tío, era tan buena para hacerle sentir por un momento, incluso a oscuras, incluso con los ojos cerrados, sólo por un momento, que él era… lo que quería ser.

«Bien, ya está, chico. A casa, James, y azuza a los caballos.» Su petate descansaba entre los asientos, el impermeable doblado a su lado. Billete, cartera, neceser, la lista de recados ahora llena de marcas claras. ¡Condones! Había mantenido aquella broma particular. Todo el asunto era una broma. Hizo una inspección por la ventanilla precintada: un puesto de bocadillos excesivamente iluminado, un tren con equipajes parado, un porteador con un uniforme estúpido. ¿Por qué los conductores de tren no tienen hijos? Porque siempre salen a tiempo. Ja, jodido, ja. Poner los condones en la lista siempre había sido su broma anual, porque no los había necesitado. Durante años. Después de conocerle y fiarse de él, Babs dijo que no tenían que preocuparse. El había preguntado qué hay de lo otro, o sea, la manufactura de críos. Ella le contestó: «Jacko, creo que ese peligro ha pasado hace mucho.»

Todo había ido sobre ruedas de entrada. Todo perfecto. El tren a su hora, la travesía de la ciudad hasta John Lewis, la palma extendida para indicar las dimensiones de la escurridera, tamaño reconocido pero, ay, no se vendían piezas sueltas, aunque había una oferta especial, seguramente más barata ahora que cuando la señora la compró. Deliberación consigo mismo sobre si dejar las piezas no necesarias de la escurridera en el lugar de compra y decir que había conseguido encontrar un cuenco suelto. Toma la decisión de presentar el artículo completo. Al fin y al cabo, el viejo de manos torpes podría celebrar una noche tirando, para variar, las tripas del chisme. Sólo que, conociendo su suerte, seguro que rompía el cuenco otra vez y se iban a pasar el resto de sus vidas almacenando piezas.

Trayecto de regreso. Reconocido y recordado por el tío extranjero que lleva la pensión. Moneda en la ranura, informe a la base sobre la llegada sano y salvo. Un curry de pollo muy decente. Dos pintas, ni más ni menos, en el Marquis of Granby. Disciplina mantenida. Ninguna presión anómala sobre la vejiga y próstata. Noche superada con una sola visita a las letrinas. Duerme como un bebé, como suele decirse. Con palabras melosas, liga una salchicha de más a la mañana siguiente. Oferta especial de media botella de champán en Thresher. Lista de recados cumplida sin pegas ni percances. Lavado y cepillado, limpieza de dientes. Se presenta para la revista a las dos en punto.