Выбрать главу

No hay peligro aquí. La fantasía es manejable, su obsequio es un recuerdo falso. Unos decenios más tarde, los dirigentes políticos de su país se especializarían en borrar de la historia con un atomizador a los caídos, en eliminar sus huellas fotográficas. Aquí lo tenemos ahora, encorvado sobre su álbum de recuerdos, insertando meticulosamente la figura de una compañera pretérita. Pégala, pega esa foto de la tímida y atractiva Veroshka, mientras la farola rejuvenece tu pelo blanco con una sombra negra.

4. EN YÁSNAIA POLIANA

Poco después de haberla conocido, fue a visitar a Tolstói, quien le llevó de caza. Le pusieron en el mejor puesto, por encima del cual solían pasar agachadizas. Pero aquel día el cielo, para él, estuvo vacío. De cuando en cuando, sonaba un disparo procedente del puesto de Tolstói; luego otro, y otro más. Todas las aves volaban hacia la escopeta de Tolstói. Parecía normal. Él, por su parte, disparó a una sola pieza que los perros no pudieron encontrar.

Tolstói le consideraba incompetente, titubeante, poco viril, un hombre de mundo frívolo y un despreciable amante de Occidente; lo abrazaba, lo aborrecía, pasó una semana con él en Dijon, se peleaba con él, lo perdonaba, lo valoraba, le visitaba, le retó a un duelo, lo abrazó, lo desdeñó. Así expresó Tolstói su compasión cuando su amigo agonizaba en Francia: «La noticia de tu enfermedad me ha entristecido mucho, sobre todo cuando me aseguraron que era grave. Comprendí lo mucho que te aprecio. Sentí que me apenaría mucho que murieses antes que yo.»

En aquella época, Tosltói menospreciaba el gusto por la renuncia. Más adelante empezó a despotricar contra las lascivias de la carne y a idealizar una cristiana simplicidad campesina. Sus tentativas de castidad fracasaban con cómica frecuencia. ¿Era un farsante, un falso renunciador, o era más bien que no tenía aptitudes y su cuerpo rechazaba la renuncia? Tres decenios más tarde murió en una estación de tren. Sus últimas palabras no fueron: «Sonó la campana y ciao, como dicen los italianos.» ¿El que logró renunciar envidiaba a su homólogo fallido? Hay ex fumadores que rechazan el cigarrillo que les ofrecen, pero dicen: «Expulsa el humo hacia mí.»

Ella viajaba; trabajaba; se casó. Él le pidió que le enviara un molde de yeso de su mano. Había besado la de verdad tantas veces que besaba una versión imaginaria de la mano real casi en cada carta que le escribía. Ahora podía depositar sus labios en una versión de yeso. ¿Está el yeso más cerca de la piel que el aire? ¿O el yeso convirtió en un recordatorio el amor de él y la piel de ella? Hay una ironía en la petición que hizo: lo normal es que el molde sea el de la mano creativa del escritor; y cuando el molde se hace suele estar ya muerto.

Así se adentraba poco a poco en la vejez, a sabiendas de que ella era -había sido ya- su último amor. Y puesto que se ocupaba de la forma, ¿recordó en esta época a su primer amor? Era un especialista en la materia. ¿Reflexionó que el primer amor modela una vida para siempre? O bien te empuja a repetir el mismo tipo de amor y fetichiza sus componentes; o bien actúa como una advertencia, una trampa, un ejemplo negativo.

Su primer amor lo había vivido cincuenta años antes. Ella había sido una princesa llamada Shajóvskaia. Él tenía catorce años, ella más de veinte; él la adoraba, ella le trataba como a un niño. Esto le tuvo perplejo hasta el día en que descubrió por qué. Ella era ya la amante de su padre.

Al año siguiente de la partida de caza con Tosltói, visitó de nuevo Yásnaia Poliana. Era el cumpleaños de Sonia Tolstói y la casa estaba llena de invitados. Él propuso que cada uno refiriese el momento más feliz de su vida. Cuando le llegó su turno en el juego, anunció, con un aire exaltado y una familiar sonrisa melancólica: «El momento más feliz de mi vida es, por supuesto, el del amor. Es el momento en que tu mirada se cruza con los ojos de la mujer que amas e intuyes que ella te ama también. Me ha ocurrido una vez, quizá dos.» A Tosltói esta respuesta le pareció irritante.

Más tarde, cuando los jóvenes insistieron en bailar, él hizo una demostración de lo que estaba de moda en París. Se quitó la chaqueta, insertó los pulgares en las sisas del chaleco y empezó a dar brincos, levantando las piernas, moviendo la cabeza, y el pelo blanco se le alborotaba mientras todo el mundo daba palmadas y aplaudía; él jadeaba, brincaba, jadeaba, brincaba, hasta que se cayó y se desplomó sobre una butaca. Fue un gran éxito. Tolstói escribió en su diario: «El cancán de Turguéniev. Triste.»

«Una vez, quizá dos veces.» ¿Fue ella la «quizá dos»? Quizá. En su penúltima carta, le besa las manos. En la última, escrita con un trazo trémulo, no le ofrece besos. Escribe, en cambio: «Mis afectos no cambian… y conservaré exactamente el mismo sentimiento por ti hasta el fin.»

El fin llegó seis meses después. El molde de yeso de su mano se encuentra hoy en el Museo del Teatro de San Petersburgo, la ciudad donde él besó por primera vez la original.

Vigilancia

Todo empezó cuando empujé al alemán. Bueno, quizá fuese austríaco -al fin y al cabo, era un concierto de Mozart- y en realidad quizá no empezó entonces, sino años antes. Aun así, es mejor decir una fecha concreta, ¿no creen?

Pues bien: un jueves de noviembre, en el Royal Festival Hall, a las 7.30 de la tarde, Mozart K595, con Andras Schiff, seguido por Shostakóvich 4. Recuerdo haber pensado, cuando me lancé, que Shostakóvich tenía algunos de los pasajes más altos de la historia de la música, y que desde luego era imposible producir un sonido aún más fuerte. Pero me estoy adelantando. Las 7.29: la sala estaba llena, el público era normal. Las últimas personas en entrar venían de beber algo abajo, antes del concierto, por invitación del patrocinador. Ya saben cómo son: Oh, parece que casi son y media, pero vamos a terminar esta copa, hacer un pis y luego subimos corriendo y pasamos por encima de media docena de espectadores hasta nuestros asientos. No hay prisa, tío: el jefe está soltando pasta y el maestro Haitink siempre puede esperar un ratito más en el camerino.

El austrogermano -para ser justo con él- había llegado, como muy tarde, a las 7.23. Era menudo y con una calvicie incipiente, gafas, cuello levantado y una pajarita roja. No vestía exactamente de etiqueta; quizá fuese un atuendo de calle típico de su país de origen. Y era bastante fatuo, pensé, no sólo porque le escoltaban dos mujeres, una a cada lado. Los tres andaban por la treintena, calculo: ya mayorcitos para saber comportarse. «Son buenos asientos», anunció, cuando encontraron sus butacas en la fila de delante. J 37, 38 y 39. Yo estaba en la K 37. Al instante la tomé con él. Dándose pisto ante sus acompañantes por las entradas que había comprado. Supongo que quizá las habría conseguido a través de una agencia, y que estaba aliviado; pero no fue eso lo que dijo, ¿y por qué concederle el beneficio de la duda?

Como digo, el público era normal. El ochenta por ciento, con permiso de día de los hospitales de la ciudad, cuyos pabellones de pulmón y departamentos de otorrinolaringología tenían prioridad para las entradas. Reserva ahora un asiento mejor si tienes una tos que supera los 95 decibelios. Al menos la gente no pedorrea en los conciertos. Yo nunca he oído a nadie echarse pedos, ¿y ustedes? Lo cual me da la razón en parte: si puedes reprimir un extremo, ¿por qué no el otro? Según mi experiencia, recibes más o menos el mismo número de advertencias. Pero la gente, en conjunto, no expele ventosidades estentóreas con Mozart. De lo cual deduzco que se conservan unos pocos vestigios de la fina costra de civilización que nos impide incurrir en una absoluta barbarie.