El allegro de obertura fue bastante bien: un par de estornudos, un caso grave de flema compacta en el centro del patio de butacas que exigía casi una intervención quirúrgica, un reloj digital y no poco manoseo de hojas del programa. A veces pienso que deberían poner instrucciones de uso en la portada de los programas. Por ejemplo: «Esto es un programa. Le informa de la música de esta velada. Puede que le apetezca echarle una ojeada antes de que empiece el concierto. Así sabrá lo que están tocando. Si se entretiene mucho leyéndolo, producirá una distracción visual y cierto grado de ruido ligero, se perderá parte de la música y quizá moleste a sus vecinos, sobre todo al hombre que ocupa la localidad K 37.» En ocasiones el programa contendrá un pequeño texto informativo, vagamente rayano en el consejo, sobre los móviles o el uso del pañuelo para sofocar las toses. Pero ¿alguien hace caso? Es como los fumadores que leen las advertencias sanitarias en un paquete de tabaco. Lo asimilan y no lo asimilan; en cierta medida, no creen que les concierna a ellos. Debe de ocurrir lo mismo con los que tosen. No es que yo quiera parecer demasiado comprensivo; eso sería estar dispuesto a perdonarlos. Y, a título informativo, ¿cuántas veces ves a alguien sacar un pañuelo para amortiguar el ruido? Yo estaba un día al fondo de la platea, en la T 21. El doble concierto de Bach. Mi vecino, en la T 20, de repente empezó a corcovar como si cabalgase a un potro salvaje. Con la pelvis proyectada hacia delante, hurgó frenéticamente en busca de un pañuelo y logró enganchar al mismo tiempo un gran manojo de llaves. Distraído por la caída de las llaves, soltó el pañuelo y el estornudo se disparó en distintas direcciones. Muchas gracias, T 20. Luego se pasó la mitad del movimiento lento mirando las llaves con inquietud. Al final resolvió el problema colocando encima el pie, con lo cual, satisfecho, volvió a centrar la mirada en los solistas. A intervalos, una débil remoción metálica, debajo de su zapato en movimiento, añadía unas notas armónicas a la partitura de Bach.
Concluyó el allegro y el maestro Haitink bajó despacio la cabeza, como autorizando a todos a utilizar la escupidera y hablar de las compras navideñas. J 39 -la vienesa rubia, una asidua consultora del programa y amante de arreglarse el pelo- encontró muchas cosas que decir al señor de cuello alto de la J 38. Él hacía gestos de asentimiento sobre el precio de los suéters o algo parecido. Quizá estaban comentando la finura digital de Schiff, pero preferiría dudarlo. Haitink levantó la cabeza para indicar que era el momento de que concluyera la emisión de cháchara, alzó la batuta para exigir que se acabaran las toses y a continuación se volvió ligeramente, ladeando la oreja para dar a entender que, por lo que a él respectaba, tenía intención de escuchar con suma atención la entrada del pianista. El larghetto, como seguramente saben, empieza con un solo de piano que anuncia lo que quienes se habían molestado en leer el programa habrían comprendido que era una «melodía simple y apacible». Es también el concierto en que Mozart decidió prescindir de trompetas, clarinetes y tambores: en otras palabras, se nos invita a prestar una atención aún mayor al piano. Y entonces, mientras Haitink ladeaba la cabeza y Schiff nos ofrecía los primeros compases serenos, J 39 se acordó de lo que no había terminado de decir sobre suéters.
Me incliné y pinché con el dedo al alemán. O austríaco. No tengo nada contra los extranjeros, a todo esto. Confieso que si hubiese sido un corpulento británico, alimentado con hamburguesas y vestido con una camiseta de la copa del mundo, me lo habría pensado dos veces. Y lo hice, en el caso del austrogermano. De la manera siguiente. Una: Has venido a escuchar música a mi país, así que no te comportes como si todavía estuvieras en el tuyo. Y dos: Teniendo en cuenta tu probable procedencia, es aún más imperdonable que te comportes así en un concierto de Mozart. Así que pinché a J 38 con un trípode compuesto de pulgar y los dos dedos siguientes. Fuerte. Él se volvió instintivamente y yo le clavé la mirada tocándome los labios con el dedo. J 39 dejó de parlotear. J 38 pareció satisfactoriamente avergonzado y J 37 un poquito asustada. K 37 -yo- volvió a sumirse en la música. Aunque no pude concentrarme del todo. Noté que el júbilo me ascendía por dentro como un estornudo. Por fin lo había hecho, al cabo de tantos años.
Cuando volví a casa, Andrew trató de aplicar su lógica habitual, en un intento de desinflarme. Quizá mi víctima pensara que estaba bien comportarse así, porque todo el mundo a su alrededor estaba haciendo lo mismo: no era un maleducado, sino que intentaba dar muestras de buena educación: wenn in London… Además, y como alternativa, Andrew quería saber si no era cierto que gran parte de la música de aquel tiempo fue compuesta para cortes reales o ducales, en cuyo caso, ¿no estarían aquellos mecenas y su séquito deambulando de un lado para otro mientras despachaban una cena, tiraban huesos de pollos al arpista, coqueteaban con las mujeres de sus vecinos y escuchaban a medias al humilde empleado que aporreaba la espineta? Yo objeté que la música no había sido compuesta pensando en malas conductas. ¿Cómo lo sabes?, contestó Andrew: Posiblemente los compositores sabían cómo iban a escuchar su música, y o bien escribían una tan sonora que sofocase el ruido del lanzamiento de huesos de pollo y los eructos generales o, lo que es más probable, procuraban escribir unas melodías de tan abrumadora belleza que hasta el baronet libidinoso de tierra adentro pararía un momento de manosear la piel al descubierto de la mujer del boticario. ¿No era esto el reto, la razón, de hecho, de que la música resultante hubiese perdurado tanto tiempo y tan bien? Además y por último, era muy posible que mi vecino inofensivo, con su cuello de frac, fuese un descendiente de aquel baronet del campo que se comportaba de la misma manera: había pagado la entrada y tenía derecho a escuchar lo mucho o poco que quisiera.
– En Viena -dije- hace veinte o treinta años, cuando ibas a la ópera, si soltabas la más leve tos, venía un lacayo con calzones y una peluca empolvada y te daba un caramelo para la tos.
– Eso debía de distraer aún más al público.
– Le enseñaba a no toser la próxima vez.
– De todos modos, no entiendo por qué sigues yendo a conciertos.
– Por el bien de mi salud, doctor.
– Parece que está causando el efecto contrario.
– Nadie va a impedirme que vaya a conciertos -dije-. Nadie.
– No hablamos de eso -contestó, mirando a otro lado.
– No hablaba de eso.
– Bueno.
Andrew cree que debería quedarme en casa con mi equipo de sonido, mi colección de compacts y nuestros vecinos tolerantes, a los que rara vez se les oye carraspear al otro lado de la pared medianera. ¿Por qué vas a conciertos, me pregunta, si sólo sirven para enfurecerte? Voy, le digo, porque cuando vas a una sala de conciertos, después de haber pagado y de haberte tomado la molestia de ir, escuchas con mayor atención. No, a juzgar por lo que dices, me responde. Al parecer, estás distraído casi todo el tiempo. Bueno, prestaría más atención si no me distrajeran. ¿Y a qué prestarías más atención, a modo de pregunta puramente teórica? (¿Ven lo provocativo que puede ser Andrew?) Lo pensé un rato y luego dije: A los pasajes altos y a los suaves, de hecho. A los altos porque, por más moderno que sea tu equipo, nada es comparable a la realidad de cien o más músicos tocando a todo trapo en tu presencia, atronando el aire. Y a los suaves, lo cual es más paradójico, porque uno cree que cualquier equipo de alta fidelidad puede reproducirlos bien. Pero no puede. Por ejemplo, esos compases inaugurales del larghetto, que flotan a lo largo de veinte, treinta, cincuenta metros, aunque flotar no es la palabra correcta, porque supone tiempo transcurrido viajando, y cuando la música avanza hacia ti, toda noción del tiempo queda abolida, así como el espacio y el lugar, por cierto.