– ¿Y qué tal Shostakóvich? ¿Lo bastante sonoro para acallar a los hijoputas?
– Bueno, ésa es una cuestión interesante -dije-. ¿Sabes cómo empieza, con esos apogeos enormes? Me ha hecho pensar en lo que entiendo por pasajes altos. Todo el mundo hacía el mayor ruido posible, los metales, los timbales, el tambor grande, ¿y sabes el instrumento que más se oía? El xilofón. La mujer que lo percutía lograba un sonido nítido como una campana. Si lo oyeras en un disco creerías que era un truco mecánico: un realce, o como lo llamen. En la sala sabías que era exactamente el efecto que Shostakóvich quería.
– ¿Te lo has pasado bien, entonces?
– Pero también me he dado cuenta de lo importante que es el tono. El flautín se impone del mismo modo. Así que no sólo es la tos o el estornudo y su volumen, sino la textura musical con la que rivalizan. Lo cual quiere decir, por supuesto, que ni siquiera puedes relajarte en los fragmentos más agudos.
– Que te den una pastilla para la tos y una peluca empolvada -dijo Andrew-. Si no, creo que te volverás loco de atar, en serio.
– Que lo digas tú… -contesté.
Él sabía a qué me refería. Permítanme que les hable de Andrew. Vivimos juntos desde hace veinte años o más; nos conocimos cuando los dos rondábamos los cuarenta. Trabaja en la sección de muebles de la V & A. Todos los días, llueva o luzca el sol, recorre Londres en bici de una punta a otra. En el camino hace dos cosas: escucha libros grabados en su walkman y mira a todas partes en busca de leña. Ya sé que parece increíble, pero casi todos los días consigue llenar su cesta con leña suficiente para encender un fuego por la noche. Así que pedalea desde un extremo al otro de esta ciudad civilizada escuchando la casete 325 de Daniel Deronda y siempre ojo avizor en busca de contenedores y ramas caídas.
Pero esto no es todo. Aunque conoce un montón de atajos por sitios donde hay leña, Andrew pasa gran parte del trayecto en el tráfico de la hora punta. Y ya saben cómo son los automovilistas: sólo están atentos a los otros conductores. También a los autobuses y camiones, por supuesto; a veces a los motociclistas; a los ciclistas, nunca. Y esto desquicia a Andrew. Verlos allí con el culo en el asiento, expulsando gases, un pasajero por coche, en un atasco de egoístas que contaminan el medio ambiente y que continuamente intentan colarse en un hueco de cuarenta y cinco centímetros sin comprobar antes si hay algún ciclista. Andrew les vocifera. Andrew, mi amigo civilizado, mi compañero y ex amante, que se ha pasado la mitad de la jornada encorvado sobre una pieza exquisita de marquetería con un restaurador; Andrew, con los oídos llenos de frases de la alta sociedad victoriana, grita, exasperado:
– ¡Cabronazo!
También grita: «¡Ojalá pilles un cáncer!» O: «¡Métete debajo de un puto camión, cara culo!»
Le pregunto qué les dice a las conductoras.
– Ah, a ellas no las llamo cabronas -responde-. «¡Puta puerca!» suele cubrir el expediente.
Y le da a los pedales, buscando leña y preocupado por Gwendolen Harleth. Daba golpes en el techo de un coche cuando un conductor le cerraba el paso. Pom, pom, pom, con un guante forrado de piel de oveja. Debía de sonar como una caja de truenos de Strauss o Henze. También les doblaba de un golpe los espejos retrovisores laterales: eso irritaba a los hijoputas. Pero ya no hace estas cosas; hará un año se llevó un susto con un Mondeo azul que se puso a su altura y le derribó de la bici mientras el chófer le hacía diversas sugerencias amenazadoras. Ahora sólo se desgañita llamándoles cabronazos. No protestan, porque es lo que son, y lo saben.
Empecé a llevar caramelos a los conciertos. Se los ofrecía, a manera de multa in situ, a los infractores que estaban a mi alcance, y a los alejados durante el entreacto. No tuve mucho éxito, como era de esperar. Si le das a alguien un caramelo envuelto en mitad de un concierto, luego tienes que escuchar el ruido que hace al quitarle el papel. Y si se lo das sin papel, es muy improbable que se lo meta en la boca, ¿no?
Algunos ni siquiera comprendían mi ánimo ofensivo ni se lo tomaban como una represalia; pensaban que era un gesto amistoso. Y una noche paré a aquel chico cerca del bar, le puse la mano en el codo, pero no tan fuerte como para que el gesto resultase inequívoco. Se volvió, con su suéter negro de cuello vuelto, chaqueta de cuero, pelo rubio pinchudo, cara ancha y virtuosa. Sueco, quizá; danés, tal vez finlandés. Miró lo que yo le tendía.
– Mi madre siempre me dice que no acepte caramelos de un caballero amable -dijo, con una sonrisa.
– Estabas tosiendo -respondí, débilmente incapaz de parecer enfadado.
– Gracias. -Cogió el caramelo por el extremo de papel y lo desprendió con suavidad de mis dedos-. ¿Te apetece beber algo?
No, no me apetecía. ¿Por qué no? Por la razón de la que no hablamos. Yo estaba en aquella escalera lateral que baja del nivel 2A. Andrew había ido a hacer pis y yo me puse a hablar con aquel chico. Creí que disponía de más tiempo. Estábamos intercambiando números cuando me volví y vi a Andrew observando. Difícilmente habría podido yo fingir que estaba comprando un coche de segunda mano. O que era la primera vez. O que…, cualquier cosa, en realidad. No nos quedamos a la segunda parte (Mahler 4) y el resto de la velada fue largo y penoso. Y fue la última vez que Andrew me acompañó a un concierto. También dejó de apetecerle dormir en mi cama. Dijo que todavía (probablemente) me quería, que (probablemente) seguiría viviendo conmigo, pero que ya no le apetecía volver a follar conmigo. Y más tarde dijo que tampoco volvería a tener ganas de hacer algo a mitad de camino de follar, muchísimas gracias. Quizá piensen que esto me impulsaría a decir sí, por favor, me apetece beber algo, a la cara sonriente y angelical del sueco, finlandés o lo que fuera. Pero se equivocan. No, no quería, gracias, no.
Es difícil acertar, ¿verdad? Y debe de ocurrirles lo mismo a los intérpretes. Si no hacen caso de los bastardos bronquíticos de ahí, se exponen a dar la impresión de que están tan enfrascados en la música que, oiga, tosa cuanto quiera, que ellos no se enteran. Pero si tratan de imponer su autoridad… He visto a Brendel levantar las manos del teclado en mitad de una sonata de Beethoven y dirigir una mirada fija en la dirección aproximada del infractor. Pero el cretino seguramente no se entera de que le están reprendiendo, mientras que los demás empezamos a inquietarnos por si a Brendel le han distraído o no.
Opté por otra táctica. La del caramelo era como un gesto ambiguo del ciclista al conductor: sí, muy agradecido por pasarte de un carril al otro, al fin y al cabo estaba pensando en frenar en seco y sufrir un ataque cardíaco. Nada de eso. Quizá fuese el momento de empezar a aporrearles un poco el techo.
Permítanme que les explique que poseo un físico razonablemente sólido: dos decenios en el gimnasio no me han hecho ningún daño; comparado con el raquítico espectador de conciertos yo podría ser un camionero. Además, llevaba un traje azul oscuro de una tela gruesa, una especie de sarga; camisa blanca, corbata azul oscuro sin estampados y en la solapa una insignia con un escudo heráldico. Elegí adrede este efecto. Un facineroso podría haberme confundido con un acomodador. Por último me trasladé de la platea a los palcos. Es el sector que flanquea el lado del auditorio: desde allí puedes seguir al director y vigilar la platea y la mitad delantera del patio de butacas. Este acomodador no repartía caramelos. Aguardaba al entreacto y luego seguía al infractor -con la mayor discreción posible- hasta el bar o una de esas zonas no diferenciadas, con vistas de pantalla grande al serpenteo del Támesis.