– Perdone, señor, pero ¿es usted consciente del nivel de decibelios de la tos no sofocada? -Me miraban bastante nerviosos, al procurar yo que mi voz tampoco sonase amortiguada-. Unos ochenta y cinco, se calcula -proseguía-. Un fortissimo de trompeta tiene más o menos los mismos. -Aprendí enseguida a no darles la oportunidad de explicar de dónde habían sacado aquella garganta repulsiva, y que no volverían a hacerlo, o lo que fuera-. Así que gracias, señor, le agradeceríamos…
Y cuando me iba, esa primera persona del plural obraba como una confirmación de mi rango cuasi oficial.
Con las mujeres no hacía lo mismo. Como puntualizó Andrew, hay una distinción necesaria entre «cabronazo» y «puta puerca». Y a menudo existía el problema del marido o acompañante masculino, en quienes podrían despertar reminiscencias de la época en que las cavernas estaban pintarrajeadas con bisontes rojizos de elegante factura.
– Comprendemos su tos, señora -le decía, en voz baja, casi médica-, pero al director y a la orquesta les resulta muy engorrosa.
Esto era incluso más ofensivo, si se paraban a pensarlo; era más como doblar de un golpe el espejo retrovisor que como aporrear el techo.
Pero yo también quería hacer esto último. Quería ser ofensivo. Me parecía justo. De modo que desarrollé diversas tácticas de insulto. Por ejemplo, identificaba al infractor, le seguía en el descanso (estadísticamente solía ser un tío) hasta donde estaba tomando un café o media pinta de cerveza, y le preguntaba, de ese modo que los terapeutas llaman no agresivo:
– Disculpe, pero ¿le gusta el arte? ¿Va a museos y galerías?
Por lo general, esta pregunta suscitaba una respuesta afirmativa, aunque teñida de suspicacia. ¿Tendría yo una tablilla y un cuestionario escondidos? Así que me apresuraba a formular la siguiente:
– ¿Y cuál diría que es su cuadro favorito? ¿O uno de sus predilectos?
A la gente le gusta que le pregunten esto, y puede que me recompensen con El carro de heno, La Venus del espejo, Los nenúfares de Monet o algo por el estilo.
– Pues imagínese esto -le decía, muy educado y alegre-. Usted está parado delante de La Venusdel espejo y yo estoy a su lado, y mientras usted contempla ese cuadro famosísimo que ama más que a nada en el mundo, yo empiezo a lanzar escupitajos que manchan de saliva fragmentos del lienzo. No sólo lo hago una vez, sino varias. ¿Qué le parecería a usted?
Mantengo mi tono de hombre razonable, sin tablilla alguna en la mano.
Las respuestas varían entre determinadas propuestas de acción y reflexión, como «Llamaría a los vigilantes» y «Pensaría que era usted un chalado».
– Exactamente -contesto, acercándome un poco-. Pues entonces no -y aquí les doy a veces un empujoncito con los dedos en el hombro o en el pecho, un empellón un poquito más fuerte de lo que se esperan-, no tosa en mitad de Mozart. Es como escupir a La Venusdel espejo.
La mayoría se acoquinan al llegar a este punto, y unos cuantos tienen la decencia de reaccionar como si les hubieran pillando robando en una tienda. Uno o dos dicen: «¿Quién se ha creído que es?» A lo cual respondo: «Simplemente alguien que ha pagado una butaca, como usted.»
Obsérvese que nunca afirmo que soy un empleado. Y añado: «Y le estaré vigilando.»
Algunos mienten. «Es la fiebre del heno», dicen, y yo replico: «Se ha traído el heno, ¿eh?» Uno con pinta de estudiante alegó que se había equivocado de tempo: «Pensé que conocía la pieza. Pensé que venía un crescendo súbito, no un diminuendo.»
Le miré iracundo, como pueden imaginar.
Pero no puedo decir que todos se mostrasen conciliadores o alicaídos. Los vejetes de raya diplomática, los hijoputas irascibles, los machos acompañados de mujeres vistosas pueden ser peliagudos. Puede que yo ejecute una de mis tácticas y ellos me digan: «¿Quién se ha creído que es?», o: «Váyase a tomar por el culo, ¿quiere?»; cosas así, que se salen del tema, y algunos me miran como si yo fuese el bicho raro y me dan la espalda. Como no me gusta esa conducta y me parece descortés, puede que le dé un pequeño codazo al brazo que sostiene la bebida, para que se vuelvan hacia mí, y si están solos me acerco y digo: «¿Sabes qué? Eres un cabronazo, y no voy a quitarte el ojo de encima.» No les suele gustar que les hablen así. Por supuesto, si hay una mujer presente modero mi lenguaje. «¿Qué se siente?», pregunto, y hago una pausa como si buscara la descripción exacta, «¿siendo una gilipollas absolutamente egoísta?.»
Uno llamó a un acomodador del Festival Hall. Como le vi la intención, fui y me senté con un modesto vaso de agua, me desprendí de mi insignia heráldica y me puse tremendamente razonable. «Cuánto me alegro de que le haya llamado. Estaba buscando a alguien para preguntárselo. ¿Cuál es la política exacta de esta sala respecto a los tosedores persistentes y ruidosos? Es de suponer que al llegar a cierto punto toman medidas para expulsarlos. Si me explicara cómo se cursan las quejas, estoy seguro de que muchos espectadores de esta noche apoyarían de buena gana mi propuesta de que en el futuro no permitan reservar localidades a este, ejem, caballero.»
Andrew sigue pensando soluciones prácticas. Dice que cambie de sala de conciertos y vaya al Wigmore Hall. Dice que me quede en casa a escuchar mis discos. Dice que dedico tanto tiempo a actuar de vigilante que no puedo concentrarme en la música. Le digo que no quiero ir al Wigmore Halclass="underline" reservo la música de cámara para más adelante. Quiero ir al Festival Hall, al Albert Hall y al Barbican, y nadie va a impedírmelo. Andrew dice que me compre una entrada de pie o que me siente en las butacas baratas o en el coro. Dice que la gente que ocupa las localidades caras es como la gente -de hecho, es probable que sea la misma- que conduce BMW, Range Rovers y Volvos grandes, puros cabronazos, ¿qué me esperaba?
Le digo que tengo dos propuestas para mejorar el comportamiento. La primera sería instalar focos en el techo, y si alguien hace un ruido que supera un nivel determinado -uno descrito en el programa pero también impreso en la entrada, para que los que no compren el programa estén asimismo advertidos del castigo-, se enciende la luz encima de su asiento y la persona que lo ocupa tendrá que permanecer así, como si estuviera en el cepo, hasta el final del concierto. Mi segunda sugerencia sería más discreta. Se trata de conectar un cable a cada butaca de patio y administrar una pequeña descarga eléctrica cuyo voltaje oscilaría según el volumen de la tos, el resoplido o el estornudo del infractor. Tal como han demostrado experimentos de laboratorio realizados con diferentes especies, este método contribuiría a impedir que los ruidosos reincidieran.
Andrew dijo que, aparte de consideraciones jurídicas, veía dos objeciones principales a mi plan. La primera era que si administras una descarga eléctrica a un ser humano, es muy posible que su reacción consista en producir más ruido del que había hecho antes, lo cual resultaría un tanto contraproducente. Y, en segundo lugar, por mucho que quisiera aplaudir mi método, no podía por menos de señalarme que el efecto práctico de electrocutar a los aficionados a conciertos podría muy bien ser que en lo sucesivo se abstuvieran de comprar entradas. Claro está que si la Filarmónica de Londres tocase ante una sala completamente vacía, no habría, sin duda, el menor ruido externo que pudiese perturbarme. En suma, sí conseguiría mi propósito, aunque, sin más traseros que el mío calentando el asiento, la orquesta quizá necesitase una subvención excepcionalmente elevada.
Andrew puede ser muy provocador, ¿no creen? Le pregunté si alguna vez había intentado escuchar la callada, triste música de la humanidad mientras alguien estaba hablando por un móvil.