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– No sé con qué instrumento se tocaría eso -contestó-. Quizá con ninguno concreto. Lo que harías es atar con una cuerda a unos mil espectadores y aplicarles silenciosamente una corriente eléctrica al mismo tiempo que les adviertes que no hagan ruido si no quieren recibir otra descarga aún más fuerte. Oirías una serie de gruñidos y quejidos sordos y una variedad de chirridos mudos; y ésa es la música callada y triste de la humanidad.

– Qué cínico eres -dije-. La verdad es que no es mala idea.

– ¿Cuántos años tienes?

– Deberías saberlo. Te olvidaste de mi último cumpleaños.

– Eso sólo prueba lo viejo que soy yo. Vamos, dímelo.

– Tres años mayor que tú.

– Ergo?

– Sesenta y dos.

– Y corrígeme si me equivoco, pero tú no has sido siempre así.

– No, doctor.

– Cuando eras joven, ¿ibas a conciertos y eras feliz escuchando la música en tu asiento?

– Que yo recuerde sí, doctor.

– ¿Yla cuestión es que los demás se comportan peor ahora o que la edad te ha vuelto más sensible?

– La gente se comporta peor. Eso es lo que me vuelve más sensible.

– ¿Ycuándo notaste este cambio en la conducta de la gente?

– Cuando dejaste de venir conmigo.

– No hablamos de eso.

– No lo hacía. Me has preguntado. Fue entonces cuando empezaron a portarse peor. Cuando dejaste de venir conmigo.

Andrew pensó en esto un momento.

– Lo cual demuestra mi teoría. Sólo empezaste a notarlo cuando empezaste a ir solo. O sea que el problema eres tú, no ellos.

– Pues vuelve a venir conmigo y se resolverá.

– No, no hablamos de eso.

Un par de días después lancé a un hombre escaleras abajo. Había sido especialmente ofensivo. Llegó en el último minuto con una fulana en minifalda; se recostó con las piernas separadas y miró alrededor con innecesarios giros de cabeza; charló y se amarteló en las pausas entre movimientos (el concierto de Sibelius, nada menos); y, por supuesto, pasó todas las páginas del programa. Y después, en el último movimiento, ¿a que no saben lo que hizo? Se inclinó hacia su acompañante y le arrancó dos tonos de violín de la cara interior del muslo. Ella fingió que no se daba cuenta, luego le dio golpecitos en la mano con el programa y él se recostó en la butaca con una sonrisa satisfecha en su cara estúpida y fatua.

En el entreacto me fui derecho hacia ellos. Digamos que él no me dispensó una acogida cordial. Pasó de largo con un simple: «Que te jodan, capullo.» Así que les seguí, primero fuera y luego a la escalera lateral del nivel 2A. Era evidente que tenía prisa. Seguramente quería expectorar, escupir, toser, estornudar, fumar y beber y programar el despertador de su reloj digital para que le recordara que tenía que hacer una llamada por el móvil. Así que le calcé una zancadilla en el tobillo y rodó de bruces medio tramo de escalera. Era un hombre corpulento, y al parecer se hizo sangre. La mujer con la que estaba, que no había demostrado ser más educada, y que se había reído cuando él dijo: «Que te jodan, capullo», empezó a chillar. Sí, pensé, cuando me daba media vuelta, quizá en adelante aprendas a ser más respetuoso con el concierto para violín de Sibelius.

Lo esencial es el respeto, ¿no? Y si no lo tienes, hay que inculcártelo. La verdadera prueba, la única prueba, es si nos estamos haciendo más civilizados o no. ¿No están de acuerdo?

Corteza

El día del cumpleaños de Jean-Étienne Delacour, siguiendo las instrucciones de su nuera, Madame Amélie, se prepararon los siguientes platos: caldo de carne, la ternera con la que lo habían hecho, una liebre a la parrilla, pichón a la cazuela, verduras, queso y jaleas de frutas. Con un espíritu de civilidad desganada, Delacour consintió que le sirvieran un plato de caldo; incluso, en honor a la festividad, levantó hasta los labios una cucharada ceremonial, sopló con elegancia y volvió a bajarla, intacta. Cuando sirvieron la carne, hizo una señal a la criada, que le colocó delante, en dos platos distintos, una sola pera y un tajo de corteza arrancada de un árbol unos veinte minutos antes. Ninguno de los presentes -Charles, el hijo de Delacour; la nuera, el nieto, el sobrino, la mujer del sobrino, el cura, un granjero del vecindario y el viejo amigo de Delacour André Lagrange- hizo comentario alguno. Delacour, por su parte, dio muestras de urbanidad comiendo al mismo ritmo que los demás comensales: un cuarto de la pera mientras ellos daban cuenta de la carne, otro cuarto mientras despachaban la liebre, y así sucesivamente. Cuando sirvieron el queso, sacó una navaja, cortó en varios trozos la corteza de árbol y masticó cada trozo despacio, hasta deglutirlo. Más tarde, para propiciar el sueño, tomó una taza de leche, un poco de lechuga estofada y una manzana reineta. Su dormitorio estaba bien oreado y su almohada rellena de crines de caballo. Se cercioró de que las mantas no le pesaran sobre el pecho y de que sus pies se mantuvieran calientes. Al calzarse sobre las sienes el gorro de dormir de lino, Jean-Étienne meditó complacido sobre la insensatez de sus allegados.

Tenía sesenta y un años. En otro tiempo había sido glotón y jugador, una combinación que con frecuencia amenazaba con llevar la penuria a su casa. Allí donde se lanzasen dados o destapasen naipes, allí donde a uno o dos animales se los azuzara para que compitiesen en una carrera, para regocijo de los espectadores, allí estaba Delacour. Había ganado y perdido al faraón y al monte, al backgammon y al dominó, a la ruleta y al rojo y negro. Jugaba al tejo con un niño, se apostaba el caballo en una pelea de gallos, hacía solitarios de dos barajas con Madame V…, y con una sola cuando no encontraba rival o compañero.

Se decía que su gula había puesto fin a sus apuestas. Desde luego, en un hombre como él no había sitio para que las dos pasiones se expresaran plenamente. El momento de crisis se había producido cuando perdió en un santiamén, en una mano de piquet, un ganso cebado hasta días antes de matarlo, un ganso al que había alimentado con su propia mano y saboreado de antemano hasta los últimos menudillos. Pasó un tiempo dudando entre sus dos tentaciones, como el asno del refrán entre dos balas de heno; pero en lugar de morir de inanición, como el jumento indeciso, actuó como un auténtico jugador y dejó que una moneda al aire zanjara el asunto.

A partir de entonces se le infló tanto el estómago como la faltriquera, al mismo tiempo que se le sosegaban los nervios. Se daba banquetes de cardenal, como dicen los italianos. Disertaba acerca de las propiedades comestibles de cada alimento, desde las alcaparras hasta la becada; explicaba que el chalote había sido introducido en Francia por los cruzados al regresar de sus campañas, y el queso de Parma por Monsieur le Prince de Talleyrand. Cuando le servían una perdiz, le arrancaba las patas, daba a cada una un mordisco reflexivo, no crítico, y anunciaba sobre cuál de ellas la perdiz había tenido por costumbre apoyar su peso cuando dormía. También le daba a la botella. Si le ofrecían uvas de postre, las rechazaba con las siguientes palabras: «No suelo tomar el vino en forma de pastillas.»

La mujer de Delacour había aprobado la elección de su vicio, pues la glotonería tiene más posibilidades que el juego de retener a un hombre en casa. Pasaron los años y su silueta empezó a emular la de su marido. Vivieron una vida oronda y desahogada hasta que un día, reponiendo fuerzas a media tarde, en ausencia de su esposo, Madame Delacour murió asfixiada por un hueso de pollo. Jean-Etienne se maldijo a sí mismo por haber dejado a su mujer sin compañía; maldijo su propia gula, pues la de su mujer, cómplice de la suya, le había acarreado la muerte; y maldijo al destino, al azar, a lo que sea que gobierne nuestros días, por haber alojado el hueso de pollo en un ángulo tan homicida dentro de su garganta.