Cuando empezó a remitir su congoja inicial, aceptó hospedarse en la casa de Charles y Madame Amélie. Emprendió el estudio de las leyes, y a menudo se le veía absorto en los nueve códigos del reino. Se sabía de memoria el código rural y le consolaban sus certezas. Podía citar la legislación referente a los enjambres de abejas y la fabricación de abonos; conocía las penas por tocar las campanas de una iglesia durante una tormenta y por vender leche que hubiese estado en contacto con cazuelas de cobre; palabra por palabra, recitaba ordenanzas sobre la conducta de las amas de leche, el pasto de las cabras en los bosques y el entierro de animales encontrados muertos en la vía pública.
Por un tiempo persistió en su gula, como si al no hacerlo fuese desleal con el recuerdo de su cónyuge, pero aunque aún ponía el estómago en ello, no así su corazón. Lo que le indujo a abandonar su antigua pasión fue un bando municipal en el otoño de 18…: que, en aras de la higiene y el bienestar general, había que construir una casa de baños. Que un asunto de agua y jabón hubiese reducido a la moderación y la templanza a un hombre que había acogido la invención de un plato nuevo con las mismas alabanzas con que un astrónomo celebraría el descubrimiento de una nueva estrella inspiró burlas a unos y moralismos a otros. Pero Delacour nunca había hecho mucho caso de la opinión ajena.
La muerte de su mujer le reportó un legado pequeño. Madame Amélie propuso que quizá fuera un gesto prudente y cívico que su suegro invirtiera en la construcción de los baños. Con el fin de suscitar el interés, el municipio había concebido un proyecto basado en una idea italiana. La suma que debía reunirse se dividió en cuarenta partes iguales; todos los suscriptores tenían que ser mayores de cuarenta años. Se pagaría un interés anual del dos y medio por ciento, y a la muerte de un suscriptor el interés acumulado de su capital se dividiría entre los restantes. La simple aritmética propiciaba una sencilla tentación: el último inversor superviviente percibiría, a la muerte del titular número treinta y nueve, un interés anual equivalente a la suma de su aportación inicial. Los préstamos expirarían al fallecimiento del último suscriptor, y el capital sería devuelto a los herederos nombrados por los cuarenta inversores.
La primera vez que Madame Amélie mencionó el proyecto a su marido, él se mostró dubitativo:
– ¿No crees, querida, que podría despertar la antigua pasión de mi padre?
– Difícilmente se le puede llamar apuesta a algo en que no existe la posibilidad de perder.
– Eso es lo que afirman siempre todos los que apuestan.
Delacour aprobó la sugerencia de su nuera y siguió atentamente el curso de las suscripciones. A medida que aparecían nuevos inversores, apuntaba su nombre en una libreta y añadía su fecha de nacimiento y observaciones generales sobre su salud, aspecto y genealogía. Cuando un terrateniente quince años mayor que él se sumó al proyecto, Delacour se puso más contento que nunca desde la muerte de su mujer. Al cabo de unas semanas la lista quedó completa y él escribió a los otros treinta y nueve suscriptores diciéndoles que ya que todos se habían enrolado, por así decirlo, en el mismo regimiento, estaría bien que se reconociesen mediante un distintivo indumentario, como por ejemplo una cinta en la chaqueta. Propuso asimismo que todos los suscriptores -a punto estuvo de escribir «supervivientes»- celebraran una cena anual.
Pocos dispensaron una acogida favorable a las dos propuestas; algunos ni siquiera contestaron, pero Delacour siguió considerando compañeros de armas a sus colegas suscriptores. Si se encontraba con alguno en la calle le saludaba efusivamente, se interesaba por su salud e intercambiaba algunos comentarios generales, quizá sobre el cólera. Con su amigo Lagrange, que también se había suscrito, pasaba largas horas en el Café Anglais, jugando como actuarios con la vida de los otros treinta y ocho.
Los baños municipales aún no habían sido inaugurados cuando murió el primer inversor. Jean-Étienne, durante la cena con su familia, propuso un brindis por el septuagenario excesivamente optimista y ahora llorado. Más tarde, sacó la libreta, apuntó en ella la fecha del óbito y trazó debajo una larga línea negra.
Madame Amélie comentó con su marido el excelente ánimo de su suegro, que ella consideraba fuera de lugar.
– La muerte en general es su amiga -contestó Charles-. Sólo la suya propia debe considerarse su enemiga.
Madame Amélie se preguntó brevemente si se trataba de una verdad filosófica o de una perogrullada vacua. Tenía un carácter afable y se preocupaba poco por las opiniones de su marido. Le inquietaba más la manera en que las expresaba, que cada vez se parecía más a la de su padre.
Junto con un gran certificado grabado de la suscripción, los inversores recibían el derecho de utilizar gratis los baños «durante todo el período de la inversión». Era de esperar que pocos lo hicieran, pues si eran lo bastante ricos para suscribirse al proyecto, lo serían sin duda para poseer una bañera. Pero Delacour se habituó a hacer uso de este derecho una vez por semana, al principio, y después todos los días. Algunos consideraban que esto constituía un abuso de la benevolencia del municipio, pero Delacour se mantuvo en sus trece. Sus jornadas se ajustaban ahora a una pauta fija. Se levantaba temprano, comía una pieza de fruta, bebía dos vasos de agua y caminaba durante tres horas. Luego visitaba los baños, donde no tardó en ser conocido por los empleados; en su calidad de suscriptor, le reservaban una toalla especial. Después se encaminaba al Café Anglais, donde hablaba de los temas del día con su amigo Lagrange. Los temas del día para Delacour rara vez eran más de dos: cualquier baja previsible en la lista de inversores y la laxa aplicación de las diversas ordenanzas municipales. Así por ejemplo, a su entender no se había anunciado suficientemente la escala de recompensas por la exterminación de lobos: 25 francos por una loba con carnada, 18 por una loba sin crías, 12 por un lobo y 6 por un lobezno, pagaderos una semana después de comprobar la veracidad de la prueba.
Lagrange, cuya mente era más contemplativa que teórica, caviló sobre esta queja.
– Y sin embargo no conozco a nadie que haya visto a un lobo en los últimos dieciocho meses -dijo, con suavidad.
– Razón de más para que al populacho se le incite a vigilar.
Delacour denunció a continuación la escasa frecuencia y el poco rigor con que se verificaba si el vino había sido adulterado. En virtud del artículo 38 de la ley de 19 de julio de 1791, todavía aplicable, podía imponerse una multa de hasta 100 francos, y una pena de prisión de hasta un período de un año, a quienes mezclaran monóxido de plomo, cola de pescado, extracto de madera de Campeche u otras sustancias nocivas con el vino que vendían.
– Tú sólo bebes agua -puntualizó Lagrange. Alzó su propio vaso y examinó el vino que contenía-. Además, si nuestro hostelero se permitiera estas prácticas, puede que muy felizmente se redujera la lista de suscriptores.
– No pretendo ganar de esa manera.
A Lagrange le molestó la aspereza en el tono de su amigo.
– Ganar -repitió-. Sólo puedes ganar, si lo quieres llamar así, si yo me muero.
– Lo lamentaré -dijo Delacour, a todas luces incapaz de concebir un desenlace distinto.
Después del Café Anglais, Delacour volvía a casa y leía obras sobre fisiología y dieta. Veinte minutos antes de cenar se cortaba un trozo fresco de corteza de árbol. Mientras los demás comían guisos que acortaban la vida, él se explayaba sobre las amenazas para la salud en general y sobre los deplorables impedimentos a la inmortalidad humana.