Estos mismos impedimentos disminuían poco a poco la lista original de cuarenta suscriptores. Cada muerte acrecentaba el júbilo de Delacour y tornaba más estricto su régimen. Una obra de fisiología indicaba, con frases veladas y una súbita andanada de latinajos, que un signo fidedigno de salud en el varón humano era la frecuencia con que tenía trato sexual. Tanto la abstinencia total como la fornicación excesiva eran, en potencia, perniciosas, aunque no tanto como determinadas prácticas asociadas con la castidad. Pero una moderada frecuencia -por ejemplo, exactamente una vez por semana- se consideraba saludable.
Delacour, convencido de esta necesidad práctica, presentó sus excusas a su difunta esposa y concertó un arreglo con una criada de los baños a la que visitaba una vez a la semana. Ella le agradecía el dinero que le daba, y él, una vez que hubo desalentado las muestras de afecto, aguardaba con ilusión el día del encuentro. Decidió que cuando muriese el suscriptor número treinta y nueve, le daría a su amante cien francos o quizá un poco menos, en reconocimiento a los servicios que le prolongaban la vida.
Murieron más inversores; Delacour anotó en su libreta sus fechas de defunción y ofició un brindis risueño por su fallecimiento. Cuando se hubieron retirado de una de estas veladas, Madame Amélie le dijo a su marido:
– ¿Qué sentido tiene vivir sólo para sobrevivir a otros?
– Cada cual debe encontrar su motivo -contestó Charles-. Ése es el suyo.
– Pero ¿no te parece extraño que lo que más alegría le produce ahora sea la muerte de sus conciudadanos? No disfruta de las cosas normales de la vida. Planea sus jornadas como obedeciendo al deber más estricto, pero ¿qué deber, para con quién?
– La suscripción fue una propuesta tuya, querida.
– Cuando la hice no preví el efecto que tendría sobre su carácter.
– El carácter de mi padre no ha cambiado -repuso Charles, con un tono severo-. Ahora es un anciano viudo. Es natural que sus placeres hayan disminuido y que sus intereses hayan variado un poco. Pero aplica el mismo vigor mental y la misma lógica a lo que ahora le interesa que a lo que le interesaba antes. Su carácter no ha cambiado -repitió, como si a su padre le hubieran acusado de senilidad.
Si a André Lagrange le hubieran consultado, habría coincidido con Madame Amélie. Antaño sibarita, Delacour se había vuelto ascético; antaño defensor de la tolerancia, había desarrollado una actitud crítica hacia sus semejantes. Sentado en el Café Anglais, Lagrange escuchó una perorata relativa al incumplimiento de los dieciocho artículos que regulaban el cultivo de tabaco. Después hubo un silencio, Delacour bebió un sorbo de agua y prosiguió:
– Todos los hombres deberían tener tres vidas. Ésta es mi tercera.
Soltería, matrimonio, viudez, supuso Lagrange. O quizá juego, gula, la tontina. Pero Lagrange había sido contemplativo el tiempo suficiente para advertir que a los hombres les movía con frecuencia a formular un juicio universal algún suceso cotidiano cuya trascendencia se exageraba.
– ¿Y cómo se llama ella? -preguntó Lagrange.
– Es extraño que, a medida que transcurre la vida, los sentimientos dominantes puedan cambiar. Cuando era joven yo respetaba a los curas, honraba a mi familia, estaba lleno de ambición. Respecto a las pasiones del corazón, cuando conocí a la mujer que sería mi esposa descubrí que un largo prólogo de amor desemboca finalmente, con el refrendo y la aprobación de la sociedad, en esos deleites carnales que tanto apreciamos. Ahora que he envejecido estoy menos seguro de que los curas nos muestren el mejor camino hacia Dios; mi familia me exaspera muchas veces y ya no tengo ambiciones.
– Eso es porque has adquirido alguna riqueza y alguna filosofía.
– No, se debe a que juzgo la mente y el carácter, más que el rango social. El cura es un compañero agradable, pero un teólogo insensato; mi hijo es honesto, pero aburrido. Fíjate en que no afirmo que este cambio de talante sea meritorio. Es simplemente algo que me ha ocurrido.
– ¿Y el deleite carnal?
Delacour suspiró y movió la cabeza.
– Cuando era un muchacho, en mis años del ejército, antes de conocer a mi difunta esposa, me conformaba de un modo natural con la clase de mujeres que se muestran accesibles. Nada en aquellas experiencias de mi juventud me enseñó la posibilidad de que el deleite carnal pudiese generar sentimientos de amor. Me imaginaba…, no, estaba seguro de que siempre era al revés.
– ¿Y cómo se llama ella?
– El enjambre de abejas -contestó Delacour-. Como sabes, la ley es clara. Siempre que el dueño siga a sus abejas cuando se enjambran, tiene el derecho de reclamarlas y recuperar su posesión. Pero si no las ha seguido, el propietario del terreno en que se han posado tiene el título legal de propiedad. O bien, mira el caso de los conejos. Los que se trasladan de una madriguera a otra pasan a ser propiedad del hombre en cuyas tierras está situada la segunda madriguera, a menos que los haya conducido hacia allí por medios fraudulentos o artificios. En el caso de los pichones y las palomas, si vuelan a una tierra comunal, pertenecen a quien los mate. Si vuelan a otro palomar, pertenecen al dueño del mismo, siempre que no los haya atraído mediante fraude o artificio.
– Me he perdido totalmente -dijo Lagrange, mirándole con benevolencia, habituado a estas divagaciones de su amigo.
– Quiero decir que adoptamos todas las certezas que podemos. Pero ¿quién puede prever cuándo van a enjambrarse las abejas? ¿Quién puede prever adónde volará la paloma o cuándo se cansará el conejo de sumadriguera?
– ¿Y cómo se llama ella?
– Jeanne. Es una criada de los baños.
– Jeanne, la criada de los baños?
Todo el mundo tenía a Lagrange por un hombre apacible. Ahora se levantó rápidamente, empujando la silla hacia atrás. El ruido recordó a Delacour su época en el ejército, de desafíos súbitos y muebles rotos.
– ¿La conoces?
– ¿A Jeanne, la criada de los baños? Sí. Y tienes que renunciar a ella.
Delacour no comprendió. Es decir, entendió las palabras, pero no su motivo ni su propósito.
– ¿Quién puede prever adónde volará la paloma? -repitió, complacido con esta formulación.
Lagrange, inclinado sobre él, con los nudillos en la mesa, casi parecía temblar. Delacour nunca había visto a su amigo tan serio ni tan furioso.
– En nombre de nuestra amistad tienes que renunciar a ella -repitió.
– No me has estado escuchando. -Delacour se recostó en su silla y se colocó a distancia de la cara de su amigo-. Al principio fue una simple cuestión de higiene. Yo insistía en que la chica fuese dócil. No quería caricias a cambio; las rechazaba. No le hacía mucho caso. Y sin embargo, y a pesar de todo esto, he llegado a amarla. ¿Quién puede prever…?
– Te he estado escuchando, y, en el nombre de nuestra amistad, insisto.
Delacour meditó la petición. No era una petición, sino una exigencia. Había vuelto de repente a la mesa de juego y afrontaba a un adversario que, sin ninguna razón evidente, había subido diez veces su apuesta. En momentos así, evaluando el abanico inexpresivo en las manos de su contrincante, Delacour confiaba siempre en su instinto, no en el cálculo.
– No -contestó, como si se marcara un farol.
Lagrange se marchó.
Delacour dio un sorbo de su vaso de agua y repasó con calma los envites. Los redujo a dos: desaprobación o celos. Descartó el primero: Lagrange siempre había sido un observador de la conducta humana, no un moralista que condenase sus extravagancias. Así que debían de ser celos. ¿De la propia chica o de lo que ella representaba y exhibía: salud, longevidad, victoria? Ciertamente, la suscripción generaba un comportamiento extraño de los inversores. Lagrange se había sobreexcitado y se había ido como un enjambre de abejas. Bueno, Delacour no lo seguiría. Que aterrizase donde le viniera en gana.