Continuó con su rutina cotidiana. No mencionó a nadie la deserción de Lagrange, y en todo momento esperaba su reaparición en el café. Echaba de menos las conversaciones que mantenían, o por lo menos la compañía atenta de su amigo; pero poco a poco se resignó a su pérdida. Empezó a visitar a Jeanne con más frecuencia. Ella no se opuso, y le escuchaba cuando le hablaba de cuestiones jurídicas que ella rara vez entendía. Advertida previamente de que las expresiones de afecto eran impertinentes, siguió siendo callada y manejable, aunque no pudo por menos de notar que las caricias de Delacour eran más tiernas. Un día le informó de que estaba embarazada.
– Veinticinco francos -contestó él, automáticamente. Ella declaró que no le estaba pidiendo dinero. Él se disculpó -tenía el pensamiento en otra parte- y le preguntó si el hijo era de él. Al oír la respuesta afirmativa -o, más exactamente, el tono en que la dijo, en el cual no había rastro de la vehemencia con que se dice una mentira- se ofreció a entregar el hijo a una nodriza y a fijarle una asignación. Se guardó para sus adentros el amor sorprendente que había empezado a sentir por Jeanne. A su modo de ver, en realidad no era asunto de ella; le concernía a él, no a ella, y también pensaba que si tuviera que expresar lo que sentía quizá lo perdiera o lo complicase de una forma indeseada. Le dio a entender a Jeanne que podía confiar en él; con eso bastaba. Por lo demás, Delacour disfrutaba de su amor como si fuera una cuestión privada.
Había sido un error confesárselo a Lagrange; sin duda también lo sería decírselo a cualquier otra persona.
Unos meses después, Lagrange se convirtió en el miembro fallecido número treinta y seis de la tontina. Como Delacour no le había hablado a nadie de su disputa con él, se sintió obligado a asistir al entierro. Cuando bajaban el féretro, le comentó a Madame Amélie: «No se cuidó todo lo que hubiera debido.» Al levantar los ojos vio a Jeanne de pie, con el vestido abultado, al fondo de un grupo de dolientes, al otro lado de la sepultura.
La ley relativa a las nodrizas era, en opinión de Delacour, ineficaz. La declaración del 29 de enero de 1715 era muy clara: se prohibía a las amas de leche amamantar a dos lactantes al mismo tiempo, so pena de cárcel para la mujer y una multa de 50 francos para su marido; estaban obligadas a declarar el embarazo en cuanto llegaba al segundo mes; se les prohibía asimismo devolver a bebés a la casa de los padres, incluso en casos de impago, y tenían la obligación de seguir prestando el servicio y de ser reembolsadas más tarde por el tribunal de la policía. Pero todo el mundo sabía que aquellas mujeres no eran siempre de fiar. Pactaban acuerdos sobre otros bebés; mentían sobre el progreso de su embarazo, y si había un conflicto acerca del pago entre los padres y la nodriza, el niño muchas veces no sobrevivía una semana. Quizá debiera consentir que Jeanne amamantara al bebé, porque al fin y al cabo era lo que ella quería.
En su encuentro siguiente, Delacour expresó su sorpresa por la presencia de Jeanne en el entierro. Que él supiera, Lagrange jamás había ejercido su derecho a utilizar los baños municipales.
– Era mi padre -contestó ella.
De paternidad y filiación, pensó él. Decreto de 23 de marzo de 1803, promulgado el 2 de abril. Capítulos uno, dos y tres.
– ¿Cómo? -fue lo único que acertó a decir.
– ¿Cómo? -repitió ella.
– Sí, ¿cómo?
– De la manera normal, estoy segura -contestó la chica.
– Sí.
– Visitaba a mi madre como…
– Como te visito yo.
– Sí. Me tenía mucho cariño. Quería reconocerme, hacerme…
– ¿Legítima?
– Sí. Mi madre no quería. Riñeron. Ella temió que intentase secuestrarme. Me custodiaba. A veces él nos espiaba. Cuando se estaba muriendo, mi madre me hizo prometerle que nunca le recibiría ni tendría contacto con él. Se lo prometí. Pensé que… el entierro no representaba un contacto.
Jean-Étienne Delacour se sentó en la cama estrecha de la chica. Algo se le escapaba de la mente. El mundo tenía menos sentido del que debiera. Aquel niño, si sobrevivía a los albures del parto, sería el nieto de Lagrange. Cosa que él prefirió no decirme, cosa que la madre de Jeanne ocultó a Lagrange y que yo, a mi vez, no le he dicho a Jeanne. Hacemos leyes pero las abejas se enjambran de todos modos, los conejos buscan madrigueras distintas y las palomas vuelan a un palomar ajeno.
– Cuando apostaba -dijo por fin-, la gente me censuraba. Lo consideraban un vicio. Para mí no lo era. A mí me parecía la aplicación al comportamiento humano de un estudio lógico. Cuando era un glotón, la gente lo consideraba un abandono. Para mí no lo era. A mí me parecía una actitud racional ante el placer humano.
Miró a la chica. Ella no parecía entender de qué le estaba hablando. Bueno, la culpa era de él.
– Jeanne -dijo, cogiéndole la mano-, no temas por tu hijo. No sientas el temor que sintió tu madre. No es necesario.
– Sí, señor.
En la cena escuchó la cháchara de su hijo adulto y se abstuvo de corregirle numerosas idioteces. Masticó un trozo de corteza de árbol, pero sin apetito. Más tarde, la taza de leche le supo como si hubiese salido de una cazuela de cobre, la lechuga estofada apestaba a boñiga y la manzana reineta tenía la textura de una almohada de crines de caballo. A la mañana siguiente, cuando le encontraron, su mano rígida aferraba el gorro de dormir de lino, aunque nadie supo si había estado a punto de ponérselo o si por alguna razón acababa de decidir quitárselo.
Saber francés
Pilcher House, 18 de febrero de 1986
Querido doctor Barnes (yo, una anciana frisando los ochenta y uno):
Pues bien, yo leo OBRAS serias, pero en las veladas de lecturas ligeras ¿qué relatos de ficción tenemos en una residencia? (Usted comprenderá que no llevo mucho tiempo aquí.) Muchas novelas facilitadas por la Cruz Roja. ¿Sobre qué? ¡Caramba! El médico con el pelo rizado y «canas ya en las sienes», probablemente incomprendido por su mujer o, mejor todavía, viudo, y la enfermera atractiva que le pasa el serrucho en el quirófano. Incluso a una edad en que podría haber sido sensible a una visión de la vida tan inverosímil, yo prefería «Sobre la influencia de las lombrices en la formación de la tierra vegetal», de Darwin.
Así que me dije: ¿por qué no voy a la biblioteca pública y me leo todas las novelas desde la A? Como descubro que he leído muchas descripciones amenas de pubs y mucho voyeurismo centrado en los pechos femeninos, voy rápido. ¿Ve dónde voy a parar? La pila siguiente a la que llego es Barnes: «El loro de Flaubert». Ah, esto debe de ser Loulou. Me precio de saberme de memoria «Un corazón simple». Pero tengo pocos libros, porque mi habitación aquí es trop petite.
Le agradará saber que soy bilingüe y estimo que es un placer. La semana pasada oí en la calle a un maestro decirle a un turista: «Á gauche puis a droite.» La sutileza de la pronunciación de GAUCHE me alegró el día, y no paro de repetirlo en el baño. Es tan bueno como el pan con mantequilla francés. ¿Creería usted que a mi padre, que ahora tendría ciento treinta años, le enseñaron francés (al igual que por entonces enseñaban latín) pronunciado como inglés: «lee tchatt». No, no lo creería: yo tampoco tengo la certeza. Pero ha habido algunos progresos: hoy día, los estudiantes con frecuencia pronuncian fuerte la erre tal como debe ser.
Pero revenons a nos perroquets, que es la principal razón de que le escriba. No tengo que pedirle explicaciones sobre lo que usted dice en su libro sobre las coincidencias. Pues lo hago. Dice que no cree en las coincidencias. No puede decirlo en serio. Quiere decir que no cree en las que son intencionales o deliberadas. No puede negar la existencia de las coincidencias, puesto que se dan con alguna frecuencia. Usted se niega, sin embargo, a atribuirles un significado. Yo no estoy tan segura como usted, siendo como soy completamente agnóstica en estas materias. Resumiendo: tengo por costumbre bajar por Church Street (ya no queda iglesia) hacia Market Green (tampoco mercado). Ayer acababa de dejar su libro e iba caminando cuando ¿qué veo? ¿Qué veo encerrado detrás de una ventana alta, sino a un loro grande y gris en una jaula? ¿Coincidencia? Por supuesto. ¿Sentido? El animal parece desgraciado, con todas las plumas ahuecadas y tosiendo, el pico goteando y ningún juguete en la jaula. Así que escribo una postal (educada) a su dueño (desconocido) diciendo que esta situación me encoge el corazón, y que confío en que cuando vuelvan a casa por la noche sean amables con el ave. No bien estoy de vuelta en mi cuarto cuando irrumpe una anciana furiosa, se presenta, agita mi postal y dice que me va a denunciar en el juzgado. «Bueno», le contesto. «Eso le saldrá caro.» Ella me dice que Dominic ahueca las plumas porque es un presumido. No hay juguetes en su jaula porque no es un periquito y los destrozaría si los hubiese. Y que el pico de los loros no puede gotear porque no poseen membrana mucosa. «Es usted una anciana ignorante y meticona», me espeta al marchar.