– A ella le gusta así -dijo, a la ligera.
– Casado, ¿eh?
Ojo, cabronazo. No me vaciles. No ensayes conmigo el rollo de la complicidad. A menos que seas marica. No es que yo tenga nada contra ellos. Estoy a favor de la libertad de elección.
– ¿O está ahorrando para ese suplicio?
Gregory no se molestó en contestar.
– Veintisiete años de casado, servidor -dijo el tío, al dar los primeros cortes-. La cosa tiene altibajos, como todo.
Gregory gruñó de un modo más o menos expresivo, como en el dentista cuando tienes la boca llena de hierros y el mecánico insiste en contarte un chiste.
– Dos críos. Bueno, el chico ya es mayor. La chica todavía vive en casa. Crecerá y se irá antes de que nos demos cuenta. Al final todos ahuecan el ala.
Gregory miró al espejo, pero el tío no le estaba buscando la mirada: sólo cortaba, con la cabeza gacha. Quizá no fuese un mal tío. Aparte de ser un pelma. Y, por supuesto, su psicología sufría la deformación terminal causada por decenios de complicidad en el nexo de la explotación entre amo y siervo.
– Pero quizá usted no sea de los que se casan, señor.
Ésta sí que es buena. ¿Quién acusa a quién de ser marica? Siempre había aborrecido a los peluqueros, y aquél no era una excepción. Puto marido provinciano con dos-coma-cuatro hijos, paga la hipoteca, lava el coche y lo guarda en el garaje. Una bonita parcela de jardín al lado de la vía del tren, mujer con cara de perro chato tendiendo la colada en uno de esos tendederos de metal, sí, sí, ya veo. Seguro que él juega de árbitro los sábados por la tarde en alguna liga de mierda. No, ni siquiera de árbitro, sólo de linier.
Gregory se percató de que el tío hacía una pausa, como si aguardase una respuesta. ¿Quería una respuesta? ¿Qué derecho tenía a pedirla? Vale, vamos a meterle en cintura.
– El matrimonio es la única aventura accesible a los cobardes.
– Sí, bueno, seguro que usted es más inteligente que yo, señor -contestó el peluquero, en un tono que obviamente no era afable-. Por haber ido a la universidad.
Gregory se limitó a gruñir de nuevo.
– No soy quién para juzgar, claro, pero me parece que las universidades enseñan a los estudiantes a despreciar más cosas de las que debieran. Al fin y al cabo, las pagamos con nuestro dinero. Pero me alegro de que mi chico fuera a la politécnica. No le ha venido mal. Ahora gana buena pasta.
Sí, sí, suficiente para mantener a los siguientes dos-coma-cuatro hijos y para tener una lavadora un poco más grande y una mujer un poco menos perruna. Bueno, había gente así. Puñetera Inglaterra. Pero todo aquello iba a ser erradicado. Y los primeros en desaparecer serían estos locales retrógrados de amo y siervo, conversación forzada, conciencia de clase y propinas. Gregory no era partidario de dejar propina. Lo consideraba un refuerzo de la sociedad respetuosa, tan degradante para quien la da como para quien la recibe. Degradaba las relaciones sociales. De todas formas, él no se la podía permitir. Y, además, qué coño iba a darle propina a un tijeras que le acusaba de ser un chupapollas.
Estos capullos eran una especie en extinción. Había sitios en Londres diseñados por arquitectos, donde ponían los últimos éxitos en un equipo de sonido funky, mientras un esquilador te rebajaba el pelo y lo adaptaba a tu personalidad. Costaba un riñón, por lo visto, pero era mejor que esto. No era de extrañar que el local estuviese vacío. Una radio de baquelita rajada en una estantería alta estaba emitiendo música de té danzante. Deberían vender bragueros, corsés ortopédicos y suspensorios. Acaparar el mercado de prótesis. Piernas de madera, ganchos de acero para manos cercenadas. Y pelucas, por supuesto. ¿Por qué los peluqueros no vendían pelucas? Al fin y al cabo, los dentistas vendían dientes postizos.
¿Qué edad tendría aquel pollo? Gregory lo miró: huesudo, con ojos despavoridos, un corte de pelo absurdamente corto y alisado con gomina. ¿Ciento cuarenta tacos? Probó a calcularla. Veintisiete años de casado. ¿Cincuenta, entonces? Cuarenta y cinco si la dejó embarazada en cuanto se la sacó. Si es que alguna vez fue tan intrépido. El pelo ya entrecano. Seguramente también el vello púbico. ¿Encanecía el vello púbico?
El peluquero terminó la fase de poda, dejó caer las tijeras, de un modo insultante, en un vaso de desinfectante, y sacó otro par más pequeño y grueso. Chic, chic. Pelo, piel, carne, sangre, todo tan cerca, cojones. Barberos-sangradores es lo que habían sido en los viejos tiempos, cuando la cirugía significaba una carnicería. La cinta roja alrededor del poste tradicional de los barberos indicaba la tira de tela que te enrollaban en el brazo cuando te sangraban. En su enseña comercial había también un cuenco, el cuenco donde caía la sangre. Ahora han abandonado todo aquello y se han hecho peluqueros. Propietarios de un huerto, que sangran la tierra en lugar de un antebrazo extendido.
Todavía no lograba comprender por qué Allie le había plantado. Dijo que era demasiado posesivo, que no la dejaba respirar, que estar con él era como estar casada. No me hagas reír, dijo éclass="underline" estar con ella era como estar con alguien que salía con otra media docena de tíos al mismo tiempo. Justo a eso me refiero, dijo ella. Te quiero, dijo él, con súbita desesperación. Era la primera vez que se lo decía a alguien, y supo que era un error. Uno lo decía cuando se sentía fuerte, no débil. Si me quisieras me comprenderías, contestó ella. Bueno, entonces respira y vete a tomar por el culo, había dicho él. Sólo fue una pelea, nada más que una estúpida y puñetera pelea. No tenía importancia. Excepto que habían roto.
– ¿Le pongo algo en el pelo, señor?
– ¿Qué?
– ¿Algo en el pelo?
– No. No hay que alterar la naturaleza.
El peluquero suspiró, como si en los últimos veinte minutos la hubiese estado contaminando, y como si en el caso de Gregory aquella injerencia absolutamente necesaria hubiera acabado en una derrota.
El fin de semana por delante. Corte de pelo, camisa limpia. Dos fiestas. Esta noche, compra comunitaria de un barril de cerveza. Ponerse ciego y a ver qué pasa: es la idea que tengo de no alterar la naturaleza. Ay. No. Allie. Allie, Allie, Allie. Átame el brazo. Te extiendo las muñecas, Allie. Donde tú quieras. No con propósitos médicos, pero clava la lanceta. Adelante, si lo necesitas. Sángrame.
– ¿Qué ha dicho del matrimonio hace un momento?
– ¿Eh? Ah, que es la única aventura accesible a los cobardes.
– Pues si permite que le diga algo, señor, a mí el matrimonio siempre me ha ido muy bien. Aunque claro que usted, como ha estado en la universidad, es más inteligente que yo.
– Era una cita -dijo Gregory-. Pero le tranquilizará saber que la autoridad que dijo eso era un hombre más inteligente que nosotros dos.
– Tanto que no creía en Dios, me figuro.
Sí, tanto, quiso decir Gregory, tan inteligente como eso. Pero algo le contuvo. Sólo se atrevía a negar la existencia de Dios cuando estaba entre escépticos como él.
– Y, si me permite preguntar, señor, ¿era de los que no se casan?
Uf. Gregory lo pensó. No había habido una esposa, ¿verdad? Exclusivamente amantes, estaba seguro.
– No, creo que no era de los que se casan, como usted dice.
– Entonces, señor, ¿quizá no fuese un experto?
En los viejos tiempos, reflexionó Gregory, las barberías habían sido lugares de mala fama, donde individuos ociosos se reunían para contarse las últimas noticias, y donde tocaban el laúd y la viola para esparcimiento de los clientes. Todo aquello volvía ahora, por lo menos en Londres. Lugares llenos de cotilleo y de música, regentados por estilistas cuyo nombre salía en las páginas mundanas. Primero unas chicas con suéter negro te lavaban el pelo. Guau. No tener que lavarte el pelo antes de ir a que te lo corten. Al entrar saludabas con la mano y te sentabas con una revista.