Pero ¡ay, querido Barnes! El único libro suyo que me dijo que no leyera era el único que tenían en la biblioteca. «Antes de conocernos» ha sido pedido once veces desde enero, y le fascinará saber que un lector ha tachado con trazos gruesos la palabra «follar» cada vez que aparece. Sin embargo, se ha dignado leer el libro hasta el último «follar», que figura en la página 178. Yo todavía no he llegado tan lejos. He probado a leer un pasaje en la cena a las demás sordas, pero sin éxito. «Supongo», he dicho, «que este libro trata de los placeres de la cama.» «¿Qué? ¿Qué? ¿Perdón? ¿Perdón?» «¡Placeres! ¡Ya saben! Una almohada cómoda, agradable, un colchón blando, ojos de sueño.» Así que a nadie le pareció que el relato valiera la pena. Pues yo lo leeré y seguro que aprendo mucho.
Estoy muy enfadada, dolida, etc., por la excesiva grosería cuartelaria del marido de la guardiana, ex sargento mayor, a quien de buen grado le hubiera empujado para que cayera de espaldas desde lo alto de la escalera, pero me percaté de que probablemente era más fuerte que yo. Déjeme sermonearle un poco más, esta vez sobre la residencia. Guando la abuelita empezó ya a chochear, investigué una serie de estos establecimientos. No levanta mucho el ánimo ver, una u otra vez, la misma media luna de viejecitas obedientes en butacas baratas mientras la caja tonta les berrea como Mussolini. En una de esas residencias le dije a la guardiana: «¿Qué clase de actividades ofrecen?» Me dirigió una mirada incrédula, pues ¿no estaba claro que las viejas sordas se lo estaban pasando tan pipa como la mente y el espíritu pueden soportar? Al final me respondió: «Hay un hombre que viene a organizar juegos una vez por semana.» «¿Juegos?», pregunté, no viendo a muchas interesadas en las olimpiadas. «Sí», me contestó, condescendiente. «Las pone en un corro, les lanza una pelota de playa y ellas tienen que devolvérsela.» Bueno: esta mañana hago un comentario sobre las pelotas de playa al sargento mayor, pero no lo capta, como era de esperar. Aquí las sordas y las locas tienen siempre miedo de ser una molestia. Como la única manera de estar segura de que no molestas es estar en tu ataúd, yo procuro molestar para asegurarme de que sigo viva. No sé si tendré éxito. Esta residencia funciona exactamente como un texto de Balzac. Desembolsamos los ahorros de toda una vida para ejercer un control sobre ella. Imaginé un sistema de dictadura ilustrada como el que aprobaba Voltaire, pero no sé si un gobierno así ha existido o podría llegar a existir. Las guardianas, ya sea adrede o por costumbre inconsciente, erosionan poco a poco nuestro ánimo. Se supone que la junta directiva es nuestra aliada.
Estaba recopilando sottises para usted sin muchas ganas; la que más me fastidia es la idea de que en Inglaterra tenemos una cosa que se llama «verano» y que tarde o temprano «llega». Y entonces todos salimos al jardín después de cenar para que nos piquen los mosquitos. Concedo que la temperatura es unos diez grados más alta y que se puede salir a la calle después del té. Todas las de mediana edad me dicen que, cuando eran jóvenes, en verano se achicharraban y que había jolgorio en carromatos de paja, etc., pero yo les digo que soy treinta años más vieja y que recuerdo perfectamente bien que mayo era un mes apestoso en su juventud, y que lo han olvidado. ¿Ha oído hablar de «Les trois saints de glace»?: he olvidado quiénes son, pero tienen que pasar antes de que haya un verano -latino- como es debido. Pasé un mayo en la Dordoña y llovió sin parar y me trataron a baqueta y me enseñaron sus operaciones y sólo hacían pan cada quince días, así que ¡a la mierda Aquitania! Pero me encanta el Dróme.
Libros que no he leído: Todo Dickens
Todo Scott
Todo Thackeray Todo Shakespeare, excepto «Macbeth»
Todo Jane Austen menos uno
Espero que encuentre un gite encantador; adoro los Pirineos; las flores; y los pequeños «gaves».
Ya ve, di la vuelta al mundo en 1935, antes de que lo estropeasen todo. Y además en un montón de barcos, no en
Me dice usted, respecto a la coincidencia, que por qué no pedimos ver un armadillo o un búho níveo que pusieran a prueba el poder de la coincidencia deliberada. No contestaré a eso, pero sí le diré que vivíamos en Putney en el siglo XVI. Putney está al lado de Barnes.
Bueno, muchas gracias por escribirme. Ahora me siento mejor y la luna se ha asomado por detrás de los pinos al doblar la esquina.
Sylvia W.
El loro D. otra vez en la ventana.
16 de septiembre de 1986
Querido Julián:
Su novela ha resultado didáctica, no en materia sexual, sino porque su personaje, Barbara, tiene exactamente los mismos métodos de conversación escurridizos que nuestra guardiana aquí. Su marido es para mí el colmo de la insolencia, pero sé que si se me escapa la palabra «puñetero» estoy totalmente perdida ante la junta directiva, que hasta ahora me acepta. Ayer me encaminaba al buzón cuando el sargento mayor me abordó para informarme de que era un desplazamiento innecesario. Todas las sordas y locas de aquí le dan las cartas para que las eche al correo. Le dije: «Puede que ya no conduzca mi coche, pero seguiré tomando el autobús al centro y soy muy capaz de llegar a pie hasta el buzón.» Me miró con impertinencia y me imaginé que de noche abría todas las cartas al vapor y rompía todas las que contuviesen quejas contra la residencia. Si mis cartas dejan de llegarle de golpe, puede concluir que me he muerto o estoy plenamente sometida al control de las autoridades.
¿Tiene dotes para la música? Bueno, supongo que yo sí, pero por el solo hecho de tener buen oído y empezar el piano a los seis años, enseguida aprendí a repentizar, y como tocaba el contrabajo y la flauta (más o menos), me pedían continuamente que tocara órganos de iglesias. Me gustaba obtener bramidos tremendos de estos instrumentos. (No voy a la iglesia. Piense lo que quiera.) Me gusta ir al centro: siempre hay chanzas en el autobús o bailes folklóricos en las galerías comerciales, con conciertos de Brandenburgo en una máquina y personas como es debido tocando el violín al compás.
He leído algunas A y B más. Un día de éstos sacaré la cuenta de las bebidas consumidas o los cigarrillos encendidos a modo de relleno en las novelas. También «viñetas» de camareros, taxistas, vendeuses y demás, que no vuelven a aparecer en el relato. Los novelistas meten paja o se ponen a filosofar, lo cual nos enseñaron a considerar «generalizaciones» en Balzac. Para quién son las novelas, me pregunto. En mi caso, para alguien de naturaleza poco exigente que necesita extraviarse entre las diez de la mañana y la hora de acostarse. Entiendo que esto no le satisfaga a usted. Además, para poder hacerlo es esencial que haya un personaje lo bastante parecido a mí misma para identificarme con él e, inconformista como soy, no sucede a menudo.
Aun así, las A y B siguen estando por encima del suministro mensual de la Cruz Roja. Estas parecen textos escritos por enfermeras de turno de noche en las largas horas en que no tienen nada mejor que hacer. Y el único tema es el afán de casarse. No parece que hayan pensado en lo que ocurre después del matrimonio, aunque para mí es el quid de la cuestión.
Una celebridad en el mundo del arte escribió hace unos años en su autobiografía que se aficionó a amar a las mujeres cuando se enamoró de una niña en la escuela elemental de baile. Por entonces él tenía once años y ella nueve. No hay la menor duda de que yo era esa niña: describe mi vestido, y la escuela de que habla era la de mi hermano, las fechas son las mismas, etc. Nadie se ha vuelto a enamorar de mí, pero yo era una niña bonita. Si me hubiese dignado mirarle, dice, me habría seguido hasta el fin de sus días. En cambio, persiguió a mujeres durante toda su vida e hizo tan infeliz a la suya que se convirtió en una alcohólica, mientras que yo, por el contrario, no me he casado. ¿Qué deduce de esto, señor novelista Barnes? ¿Fue una oportunidad perdida hace setenta años? ¿O fue una afortunada escapatoria por ambas partes? Poco sabía él que yo habría de convertirme en una intelectual, y en absoluto una mujer de su gusto. Quizá me hubiese empujado a la bebida y yo le hubiera inducido a ser un mujeriego, y nadie habría salido bien parado, excepto la esposa que él no habría tenido, y en su autobiografía habría dicho que ojalá nunca se hubiese fijado en mí. Usted es demasiado joven para estas cuestiones, pero son las cosas sobre las que una se hace cada vez más preguntas a medida que se vuelve loca y sorda. ¿Dónde estaría yo ahora si antes de la Gran Guerra hubiese mirado hacia otra parte?