Bueno, un millón de gracias y espero que su vida sea satisfactoria y le depare todo lo que desea.
Con amor, Sylvia W.
24 de enero de 1987
Querido Julián:
Una de las locas ve fantasmas. Se le aparecen en forma de pequeños destellos verdes, por si usted quiere detectar alguno, y la siguieron hasta aquí cuando dejó su piso. Lo malo es que eran inofensivos en su domicilio anterior, pero al verse encarcelados en una residencia de viejos han reaccionado haciendo diabluras. Estamos autorizadas a tener una pequeña nevera en nuestro «cubículo», por si nos da un ataque de hambre de noche, y la señora Galloway llena la suya de chocolatinas y botellas de jerez. ¿Y qué hacen los duendecillos en mitad de la noche, sino comerse el chocolate y beberse el jerez? Todas mostramos la debida inquietud cuando la cosa se supo (las sordas mostraron una mayor preocupación, sin duda porque eran incapaces de entender) y tratamos de expresar nuestra aflicción por la pérdida. Los robos continuaron una temporada, y todas poníamos la consabida cara larga, hasta que un día la víctima entró en el comedor con un aspecto de gato de Cheshire. «¡He recuperadolo que es mío!», exclamó. «¡Me he bebido una de las botellas de jerez que
¿Conoció a mi gran amiga Daphne Charteris? ¿No será, quizá, cuñada de su tía abuela? No, usted dijo que era de clase media. Daphne fue una de nuestras primeras aviadoras y era de clase alta, hija de un terrateniente escocés, acostumbrada a transportar de aquí para allá ganado Dexter después de sacar su licencia. Era una de las once únicas mujeres adiestradas para pilotar un Lancaster en la guerra. Criaba cerdos y siempre llamaba Henry, el nombre de su hermano más pequeño, al más mequetrefe de la camada. Tenía en su casa una habitación llamada el «Kremlin» en la que ni siquiera su marido estaba autorizado a molestarla. Siempre creí que ése era el secreto de un matrimonio feliz. De todos modos, su marido murió y ella volvió a la casa familiar con el mequetrefe Henry. La casa era una pocilga, pero los dos vivían muy contentos y al paso de los meses se iban volviendo sordos. Cuando ya no oían el timbre de la puerta, Henry instaló en su lugar una bocina de automóvil. Daphne se negaba a usar un audífono porque decía que se le enredaba en las ramas de los árboles.
En mitad de la noche, mientras los duendes tratan de romper el candado de la nevera de la señora Galloway para robarle huevecillos de chocolate con leche, yo estoy en vela y observo el lento avance de la luna entre los pinos y pienso en las ventajas de morir. Tampoco es que tengamos otra alternativa. Pues sí, podemos quitarnos la vida, pero eso siempre me ha parecido vulgar y fatuo, como la gente que se va del teatro o de un concierto sinfónico. Quiero decir que…, bueno, ya sabe lo que quiero decir.
Principales motivos para morir: es lo que los demás esperan cuando una llega a mi edad; la decrepitud y senilidad inminentes; el dispendio de dinero -consumo de la herencia- cuando tratas de mantener ensamblada una bolsa incontinente de huesos viejos y clínicamente muertos; el interés decreciente por los noticiarios, las hambrunas, las guerras, etc.; el miedo a caer bajo el dominio absoluto del sargento mayor; el deseo de descubrir lo que hay después (¿o no?).
Principales razones para no morir: el no haber hecho nunca lo que los demás esperan, así que por qué empezar a hacerlo ahora; la posible congoja infligida a otros (pero, en tal caso, inevitable en cualquier momento); el estar todavía en la B de bar; si no yo, ¿quién enfurecería al sargento mayor?
… No se me ocurren más. ¿Me propone usted otras? Descubro que los pros siempre son más fuertes que los contras.
La semana pasada encontraron a una de las locas en pelota picada al fondo del jardín, con una maleta llena de periódicos, al parecer aguardando el tren. Huelga decir que no hay trenes en las cercanías de la residencia desde que Beeching se cargó los ramales.
Bueno, gracias de nuevo por escribirme. Perdone la epistolomanía.
Sylvia
P. D. ¿Por qué le he dicho esto? Lo que intentaba decirle sobre Daphne es que siempre fue una persona que miraba hacia delante, no hacia atrás. Es probable que a usted no le parezca una gran proeza, pero le prometo que cada vez se vuelve más difícil.
5 de octubre de 1987
Querido Julián:
¿Diría usted que la finalidad del lenguaje es la comunicación? No me permitieron enseñar en mi primera escuela de prácticas (de magisterio), sino sólo asistir a clases, porque me equivocaba con el tu del passé simple. Ahora bien, si alguna vez me hubieran enseñado gramática, en lugar de a saber francés, habría podido replicar que nadie diría nunca «Lui écrivis-tu?», ni nada parecido. En mi «escuela» nos enseñaban sobre todo frases sin análisis de los tiempos verbales. Recibo cartas continuas de una francesa con una educación secundaria normal que escribe sin pensar «J'était» o «Elle s'est blessait», y se queda tan ancha. Pero mi jefa, que me despidió, pronunciaba la erre francesa con ese espantoso sonido mudo que se emplea en inglés. Me alegra decir que todo esto ha mejorado mucho y que ya no rimamos «Paris» con «Marry».
No estoy segura todavía de si las cartas largas que escribo han incurrido o no en verborrea senil. El quid, señor novelista Barnes, reside en que saber francés es distinto de saber gramática, y que esto se aplica a todos los aspectos de la vida. No encuentro la carta en que usted me habla de un encuentro con un escritor aún más viejales que yo (¿Gerrady? ¿Cómo se escribe? Lo he buscado en la biblioteca pero no lo he encontrado; en todo caso, seguramente la habré palmado para cuando llegue a la G). Creo recordar que él le preguntó si creía en la supervivencia después de la muerte y que usted le contestó que no, y él dijo: «Cuando llegue a mi edad, quizá crea.» No estoy diciendo que haya vida después de la muerte, pero tengo la certeza de una cosa, de que cuando tienes treinta o cuarenta años puedes ser muy bueno en gramática, pero para cuando llega el momento en que te vuelves sordo o loco también necesitas saber francés. (¿Capta lo que quiero decir?)