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De modo que la pregunta sigue en pie: ¿qué tipo de coincidencia?

S.W.

3 de abril de 1989

Querido señor Barnes:

Gracias por su carta del 22 de marzo. Lamento informarle de que la señora Winstanley pasó a mejor vida hace dos meses. Se fracturó la cadera en una caída cuando se dirigía al buzón, y a pesar de que en el hospital no escatimaron esfuerzos, surgieron complicaciones. Era una mujer encantadora, y sin duda la vida y el alma de Pilcher House. Será recordada largo tiempo y muy añorada.

Si desea más información, por favor no dude en ponerse en contacto conmigo.

Le saluda atentamente

J. Smyles (Guardiana)

10 de abril de 1989

Querido señor Barnes:

Gracias por su carta del 5 de los corrientes.

Al vaciar la habitación de la señora Winstanley, encontramos una serie de objetos de valor en la nevera. Había también un paquetito de cartas, pero como las había colocado en el compartimento del congelador y éste, por desgracia, fue desconectado para descongelarlo, han sufrido un gran daño. Si bien el membrete impreso todavía era visible, creímos que sería penoso entregárselas a la persona en semejante estado, y en consecuencia, desgraciadamente, nos deshicimos de ellas. Quizá sea a esto a lo que usted se refería.

Seguimos echando mucho de menos a la señora Winstanley. Era una mujer encantadora, y sin duda la vida y el alma de Pilcher House durante el tiempo que residió aquí.

Le saluda atentamente,

J. Smyles (Guardiana)

Apetito

Tiene sus días buenos. Claro que también los tiene malos, pero de momento no pensemos en ellos.

Los días buenos le leo en voz alta. Le leo de alguno de sus preferidos: El placer de cocinar, El recetario de Constance Spry, Cocina de Margaret Costa para las cuatro estaciones. No siempre dan resultado, pero son los más fiables, y he aprendido a saber lo que le agrada y lo que debo evitar. Ni hablar de Elizabeth David, por ejemplo, y odia a los famosos chefs modernos. «Sarasas», grita. «¡Sarasas con tupé!» Tampoco le gustan los cocineros de la tele. «Mira: payasos de tres al cuarto», dice, aunque yo le esté leyendo justo en ese momento.

Una vez probé con él Londres para sibaritas, 1954,y fue un error. Los médicos me advirtieron que no le convenía sobreexcitarse. Se habrán quedado calvos de tanto pensar, ¿no? Toda la ciencia que me han inculcado en los últimos años se resume en esto: en realidad desconocemos la causa, no sabemos cuál es el mejor tratamiento, tendrá días buenos y días malos, no le sobreexcite. Ah, sí, y por supuesto es incurable.

Está sentado en su silla, en pijama y con bata, tan bien afeitado como puedo afeitarle y con los pies completamente embutidos en sus zapatillas. No es de esos hombres que se pisan los talones de las zapatillas y las convierten en babuchas. Siempre ha sido muy correcto. Así que se sienta con los pies juntos, los talones dentro de las zapatillas, y aguarda a que yo abra el libro. Antes lo abría al azar, pero creaba problemas. Por otra parte, no quiere que vaya derecha a lo que le gusta. Tengo que fingir que lo encuentro por azar.

En fin, pongamos que abro El placer de cocinar por la página 422 y le leo «Cordero a la cazuela o Falso venado». Sólo el título, no la receta. No levanto la mirada esperando una respuesta, pero permanezco atenta. A continuación, «Pata de cordero estofada»; después, «Manos de cordero estofadas»; luego, «Estofado de cordero o Navarin Printanier». No reacciona; pero tampoco espero que lo haga. Digo «Estofado irlandés», y noto que alza ligeramente la cabeza. «De cuatro a seis cubiertos», leo. «Este famoso estofado no se dora. Cortar en dados de cuatro centímetros: libra y media de cordero o de añojo.»

– Hoy no se encuentran añojos -dice él.

Y por un momento me siento feliz. Sólo un momento, pero es mejor que nada, ¿no?

Y continúo. Cebollas, patatas, pelar y cortar en rodajas, una cazuela de fondo grueso, sal y pimienta, hoja de laurel, perejil bien picado, agua o caldo.

– Caldo -dice él.

– Caldo -repito yo. Poner a hervir. Tapar bien. Dos horas y media, agitar la olla cada cierto tiempo. Que toda la humedad se absorba.

– Eso es -dice él-. Que toda la humedad se absorba.

Lo dice con tal lentitud que suena como un aforismo filosófico.

Siempre ha sido correcto, como he dicho. Alguna gente nos señalaba con el dedo cuando nos conocimos; chistes sobre médicos y enfermeras. Pero no era eso. Además, ocho horas yendo y viniendo a la recepción, mezclando amalgama y sujetando el drenaje de saliva quizá ponga cachonda a alguna gente, pero a mí me deslomaba. Y creo que él no parecía interesado. Y creo que yo tampoco.

Lomo de cerdo con champiñones y aceitunas. Chuletas de cerdo asadas en nata agria. Chuletas de cerdo a la criolla. Estofado picante de chuletas de cerdo. Chuletas de cerdo estofadas con fruta.

– Con fruta -repetirá, arrugando la cara con un gruñido cómico, y estirando el labio inferior-. ¡Bazofia extranjera!

No lo dice en serio, desde luego. O no lo decía. O no lo habría dicho en serio. Lo que sea más correcto. Recuerdo que mi hermana Faith, cuando fui a trabajar con él, me preguntó cómo era, y le dije: «Bueno, supongo que es un señor cosmopolita.» Ella se rió y yo añadí: «No quiero decir que sea judío.» Sólo me refería a que viajaba, iba a conferencias y tenía ideas nuevas como poner música o colgar cuadros bonitos en la pared, y tener periódicos del día en la sala de espera, en vez de los de la víspera. También solía tomar notas en cuanto el paciente se marchaba: no sólo acerca del tratamiento, sino sobre lo que habían hablado, para que la vez siguiente pudiesen continuar la conversación. Todo el mundo hace esto hoy en día, pero él fue uno de los primeros. O sea que no habla en serio cuando crispa la cara y dice «bazofia extranjera».

Como él ya estaba casado y trabajábamos juntos, la gente hizo conjeturas. Pero no se vayan a pensar. Se sentía terriblemente culpable por la ruptura del matrimonio. Y contrariamente a lo que Ella decía y el mundo creía, no nos liamos. Yo era la impaciente, no me importa admitirlo. Incluso pensaba que él estaba un poco reprimido. Pero un día me dijo: «Viv, quiero tener una larga aventura contigo. Después de que nos casemos.» ¿No es romántico? ¿No es lo más romántico que se ha dicho nunca? Y a él, llegado el caso, no le pasaba nada raro, por si se lo preguntan.

Cuando empecé a leerle no era como ahora, que sólo repite una o dos palabras o hace un comentario. Para que él arrancara, bastaba con que yo topase con el nombre adecuado, como croquetas de huevo o lengua estofada o curry de pescado o champiñones a la griega. No se sabía cuánto duraría. Y qué cosas evocaría. Una vez, se disparó apenas empecé a leerle algo sobre la coliflor toscana («Prepare la coliflor a la francesa y blanquee durante 7 minutos»). Recordó el color del mantel, el modo en que habían enganchado la cubitera a la mesa, el ceceo del camarero, el fritto misto de verduras, la vendedora de rosas y los cilindros de papel con azúcar que acompañaban al café. Recordó que estaban engalanando la iglesia al otro lado de la piazza para una boda elegante, que el primer ministro italiano estaba intentando formar su cuarto gobierno en un período de dieciséis meses, y que yo me había descalzado y recorría con los dedos del pie su pantorrilla desnuda. Se acordó de todo esto y yo también, gracias a él, al menos durante un rato. Más tarde aquello se borró, o yo no estaba ya segura de si había sucedido o ya no me lo creía. Es lo malo que tiene esto.

No, no hubo tejemanejes en la consulta, desde luego que no. Él siempre fue, como he dicho, correcto. Incluso después de saber yo que yo le interesaba. Y después de saber él que él me interesaba. Siempre insistió en que separásemos las cosas. En la consulta, en la sala de espera, éramos colegas y sólo hablábamos del trabajo. Poco antes yo había hecho un comentario sobre la cena de la noche anterior o algo parecido. No había ningún paciente delante, pero él me fulminó con la mirada. Me pidió unos rayos X que yo sabía que no necesitaba. Así transcurrió la jornada, hasta que él la dio por concluida. En fin, quería separar las cosas.