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Por supuesto, todo esto fue hace mucho tiempo. Lleva ya diez años jubilado y los siete últimos hemos dormido en camas separadas. Lo cual fue voluntad suya más que mía.

Dijo que yo daba patadas dormida, y que al despertar a él le gustaba escuchar el noticiario internacional. Supongo que a mí no me importó demasiado, porque para entonces sólo nos hacíamos mutua compañía, ya me entienden.

Así que pueden imaginarse la sorpresa cuando una noche en que yo le estaba arropando -fue poco después de haber empezado a leerle- dijo, sin más:

– Acuéstate conmigo.

– Eres un encanto -dije, pero sin darme por enterada.

– Acuéstate conmigo -repitió-. Por favor.

Y me lanzó una mirada…, una de sus miradas de años antes.

– No estoy… preparada -dije. No me refería a lo mismo que en los viejos tiempos, sino a que no estaba preparada en otros sentidos. En muchos sentidos. ¿Quién lo estaría, después de todo aquello?

– Vamos, apaga la luz y desnúdate.

Bueno, es fácil imaginar lo que pensé. Supuse que debía de ser un efecto de los fármacos. Pero luego pensé que quizá no, que quizá fuera por algo que le había leído y porque el pasado estaba retornando, y tal vez aquel momento, aquella hora, aquel día eran para él de pronto como en aquel entonces. Y esta idea me derritió. No me encontraba en un estado propicio -no le deseaba-, la cosa no funciona así, pero no pude negarme. Apagué la luz y empecé a desvestirme en la oscuridad, y entretanto le oía escuchar, ya entienden lo que quiero decir. Y eso fue excitante, aquel silencio de escucha, y por último respiré, retiré las mantas y me acosté a su lado.

Dijo, y lo recordaré hasta el día en que me muera; dijo, con aquella voz cortante, como si yo hubiese empezado a hablar de la vida privada en la consulta, dijo: «No, tú no.»

Creí que había oído mal, y él repitió: «No, tú no, puerca.»

Esto fue hace un año o dos, y ha habido cosas peores, pero aquello fue lo peor, no sé si me entienden. Me levanté y corrí a mi habitación, y dejé mi ropa amontonada al lado de su cama. Que investigara él por la mañana, si quería. Pero no lo hizo, ni se acordó. La vergüenza ya no pinta aquí nada.

– Ensalada de repollo, zanahoria y cebolla -leo-. Ensalada de alubias germinadas. Ensalada de endivias y remolacha. Ensalada de verduras. Ensalada verde mixta. Ensalada occidental. Ensalada César. -Levanta la cabeza un poco. Yo prosigo-: Cuatro cubiertos. Para esta famosa receta de California, dejar un diente de ajo, pelado y cortado, en tres cuartos de una taza de aceite de oliva: nada más.

– Taza -repite él. Con lo cual manifiesta que no le gusta que los americanos den medidas en tazas, cualquier idiota sabe que hay muchos tamaños de tazas. Él siempre fue tan preciso. Si estaba cocinando y una receta decía: «Añada dos o tres cucharadas de algo», se sulfuraba porque quería saber si eran dos o eran tres, una cosa u otra, ¿verdad, Viv?, tiene que haber una mejor que la otra, como es lógico.

Saltear el pan. Dos cogollos de lechuga romana, sal, mostaza de Dijon, abundante pimienta molida.

– Abundante -repite, refiriéndose a lo mismo que antes.

Cinco filetes de anchoa, tres cucharadas soperas de vinagre de vino.

– Menos.

Un huevo, de dos a tres cucharadas soperas de queso parmesano.

– ¿De dos a tres?

– El zumo de un limón.

– Me gusta tu silueta -dice-. Me gustan mucho las tetas.

No me doy por enterada.

La primera vez que le hice una ensalada César, obró maravillas.

– Tú volaste con la Pan Am, yo había estado en un congreso de Oral B en Michigan, nos reunimos y viajamos en coche desde ningún sitio a ninguna parte, adrede.

Era una de sus bromas. En fin, siempre quería saber lo que hacíamos, y cuándo, por qué y dónde. Hoy dirían que era un maniático del control, pero casi todo el mundo lo era en aquella época. Una vez le dije que por qué no éramos más espontáneos y nos largábamos, para variar. Y él me lanzó aquella sonrisita y dijo: «Muy bien, Viv, si es lo que quieres iremos de ningún sitio a ninguna parte, adrede.»

Se acordó del Dino’s Diner, justo a la salida de la carretera nacional, en dirección al sur. Paramos a comer allí. Se acordaba del camarero, Emilio, que dijo que le había enseñado a hacer la ensalada César el hombre que la había inventado. Después describió a Emilio preparándola delante de nosotros, aplanando las anchoas con el envés de una cuchara, tirando el huevo desde una gran altura y manejando el rallador de parmesano como si fuera un instrumento musical. El rociado de picatostes en el último minuto. Se acordaba de todo, y yo lo recordé con él. Hasta se acordaba de cuánto subía la cuenta.

Cuando está en esta vena, cuenta las cosas con más nitidez que una foto, las hace más vividas que un recuerdo normal. Es casi como un relato que él se inventa, sentado enfrente de mí en pijama y en bata. Lo inventa, pero yo sé que es verdad, porque ahora lo recuerdo. El letrero de hojalata, la torre de perforación que agacha la cabeza para beber, el buitre en el cielo, el pañuelo con que me recojo el pelo, la lluvia torrencial y el arco iris después del aguacero.

Siempre le gustó la comida. Interrogaba a sus pacientes sobre sus hábitos dietéticos y luego tomaba notas. Y una Navidad, por simple diversión, analizó si los pacientes a los que les gustaba la comida cuidaban más sus dientes que los otros. Hizo un gráfico al respecto. No quiso decirme qué estaba tramando hasta que hubo acabado. Y la respuesta, me dijo, era que no había una relación estadística significativa entre disfrutar de la comida y el cuidado posterior de los dientes. Lo cual, en cierto modo, fue decepcionante, pues uno espera que exista alguna relación, ¿no?

No, a él siempre le gustó comer. Por eso Londres para sibaritas, 1954 me pareció tan buena idea en aquel momento. Estaba entre unos libros viejos que él había guardado de cuando, ya establecido, empezaba a ejercer y aprendía a divertirse, antes de casarse con Ella. Lo encontré en el cuarto de invitados y pensé que quizá le trajese recuerdos. Las páginas olían a viejo y contenían frases como: «El Club Emperatriz es Tommy Gale y Tommy es el Club Emperatriz.» Y como: «Si nunca has usado una vaina de vainilla para revolver el café, en lugar de una cucharilla, te has perdido uno de los millones de los pequeños placeres de la mesa.» Está claro por qué pensé que quizá le despertara recuerdos.

Como él había marcado algunas de las páginas, supuse que habría estado en el Chelsea Pensioner y la Antelope Tavern y en un sitio de Leicester Square llamado Bellometti, regentado por un individuo al que llamaban «Granjero» Bellometti. La reseña sobre este local empezaba así: «“Granjero” Bellometti es tan elegante que debe de avergonzar a su ganado y abochornar a los campos descuidados.» ¿No suena como si lo hubieran escrito hace una eternidad? Probé unos cuantos nombres y lugares. La Belle Meunière, Brief Encounter, Hungaria Tavern, Monseigneur Grill, Ox on the Roof, Vaglio’s Maison Suisse. Él dijo:

– Chúpame la polla.

Yo dije:

– ¿Perdona?

Puso un acento horrible y dijo:

– Sabes chupar una polla, ¿no? No tienes más que abrir la boca, como si fuera el coño…, y chupar.