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Y luego me miró como diciendo: «Ahora ya sabes dónde estás, ya sabes con quién estás tratando.»

Lo atribuí a un día malo o a las medicinas. Y tampoco pensé que tuviera algo que ver conmigo, conque a la tarde siguiente lo intenté otra vez.

– ¿Fuiste alguna vez a un sitio llamado Peter’s?

– Knightsbridge -contestó-. Acababa de hacer una complicada reparación de corona a una actriz de teatro. Norteamericana. Dijo que le había salvado la vida. Me preguntó si me gustaba comer. Me dio cinco de los grandes y me dijo que me llevara al Peter’s a mi chica predilecta. Tuvo la amabilidad de telefonear antes para decirles que me esperasen. No he estado nunca en un sitio tan lujoso. Había un pianista holandés que se llamaba Eddie. Tomé la parrillada de la casa: filete, salchicha de Frankfurt, hígado, huevo frito, tomate a la parrilla y dos lonchas de jamón. No he olvidado aquel banquete. Salí de allí gordo como un tonel.

Yo quería saber quién había sido su chica predilecta, pero dije, en cambio:

– ¿Qué tomaste de postre?

Frunció el ceño, como si consultara un menú lejano.

– Llénate el coño de miel y déjame que te la sorba entera, eso es para mí un postre.

Lo dicho: no me lo tomé como algo personal. Pensé que quizá tuviese algo que ver con la chica a la que había llevado al Peter’s hace tantos años. Más tarde, en la cama, comprobé la reseña dedicada al restaurante. Él lo recordaba con absoluta exactitud. Y había un pianista llamado Eddie. Tocaba todas las noches de la semana, de lunes a sábado. La razón de que no tocase los domingos, leí, «no era renuencia por parte de Eddie, ni malas pulgas por parte del señor Steinler, sino la ñoñería de nuestros compatriotas, que extirpan la alegría como si fuese una uña del pie que crece hacia dentro». ¿Es cierto eso? ¿Extirpamos la alegría? Supongo que Steinler debía de ser el propietario.

Solía decirme, cuando nos conocimos: «La vida no es más que una reacción prematura a la muerte.» Le dije que no fuera morboso, que teníamos los mejores años por delante.

No quiero dar la impresión de que la comida es lo único que le ha interesado en la vida. Seguía las noticias, y tenía sus opiniones al respecto. Sus convicciones. Le gustaban las carreras de caballos, aunque nunca apostaba: tenía suficiente con dos veces al año, el Derby y el National; ni siquiera pude animarle a probar suerte en Oaks o el St Leger. Muy controlado, ya ven: meticuloso. Y había leído biografías, sobre todo de gente del mundo del espectáculo, y viajábamos, y le gustaba bailar. Pero todo eso queda lejos ya. Y ya no le gusta la comida; no le gusta comer, en cualquier caso. Le hago purés en la licuadora. No compro conservas. No puede tomar alcohol, por supuesto, eso le sobreexcitaría. Le gusta el cacao y la leche caliente. No demasiado, sin llegar a hervir, sólo calentada a la temperatura corporal.

Cuando todo empezó, pensé que bueno, es mejor que algunas otras cosas que habría podido tener. Peor que otras, mejor que algunas. Y aunque se olvide de cosas, siempre será el mismo por dentro, exactamente el mismo. Puede ser una segunda infancia, pero será su infancia, ¿no? Era lo que yo pensaba. Aunque su estado empeore y no me reconozca, yo siempre le reconoceré, y ya es bastante.

Cuando pensé que le costaba trabajo recordar a la gente, saqué el álbum de fotos. Dejé de rellenarlo hace unos años. No me gustaba lo que salía de la química, si quieren que les diga la verdad. Él empezó por la última página. No sé por qué, pero me pareció una buena idea, recorrer tu vida hacia atrás en lugar de hacia delante. Hacia atrás, juntos, conmigo a su lado. Las últimas fotos que yo había pegado eran del crucero, y no muy buenas. Mejor dicho, no muy halagüeñas. Una mesa de pensionistas de cara colorada, con sombreros de papel y los ojos todos rojos por el flash. Pero examinó cada foto como si las reconociera, y luego repasó despacio todo el álbum: jubilación, bodas de plata, viaje a Canadá, fines de semana esporádicos en Cotswold Hills, Skipper justo antes de que lo sacrificásemos, el apartamento después y antes de haberlo remozado, Skipper el día en que llegó y todo lo demás, rebobinando hasta que llegó a las vacaciones que pasamos al año de casados en España, en la playa, cuando yo llevaba un traje que en la tienda me había ocasionado muchas dudas hasta que comprendí que era improbable que tropezásemos con alguno de sus colegas. La primera vez que me lo puse no me podía creer lo que mostraba. Aun así decidí atreverme y…, bueno, basta con decir que no tuve quejas del efecto que causó en las relaciones conyugales.

Ahora se detuvo ante la foto, la contempló un largo rato y después me miró:

– Me follaría muy a gusto sus tetas -dijo.

Piensen lo que quieran, pero no soy una gazmoña. Lo que me chocó no fue «tetas». Y en cuanto lo hube superado, tampoco fue «sus». Fue «follaría». Eso fue lo que me escandalizó.

Es afable con otras personas. Quiero decir que es correcto con ellas. Les dirige una media sonrisa y asiente, como un viejo profesor que reconoce a un antiguo alumno pero no logra recordar del todo su nombre o en qué curso lo tuvo. Las mira, se hace pis en silencio en sus pañales y dice: «Eres un tío muy majo, él es un hombre muy majo, sois unos tíos muy majos», en respuesta a cualquier cosa que le digan, y ellos se marchan pensando: sí, casi seguro que se acuerda de mí, sigue empantanado, es de lo más triste, desde luego, triste para él y también para ella, pero espero que le haya alegrado mi visita, he cumplido con mi deber. Cuando cierro la puerta tras ellos y vuelvo a su lado, él está tirando las cosas del té al suelo, rompiendo otra taza. Le digo:

– No, no hagas eso, déjalas en la bandeja.

Y él dice:

– Voy a meterte la polla en ese culo gordo y a perforarte el agujero hasta arriba y a correrme dentro hasta la última gota.

Luego cacarea de risa, como si se hubiese salido con la suya con el té, como si me hubiera engañado. Como si siempre me hubiera engañado, durante todos estos años.

Lo gracioso del caso es que tuvo siempre mejor memoria que yo. Yo pensaba que podría confiar en él, en sus recuerdos; en el futuro, me refiero. Ahora miro las fotos de algún fin de semana en Cotswold Hills, hace veinte años, y pienso dónde nos alojamos, qué es esta iglesia o abadía, por qué fotografié este seto de forsitia, quién conducía el coche y ¿tuvimos relaciones conyugales? No, esto último no me lo pregunto, aunque bien podría.

Él dice: «Chúpame las pelotas, vamos, métete las dos juntas en la boca y hazles cosquillas con la lengua.» No lo dice con un tono cariñoso. Dice: «Empápate las tetas de loción de bebé y apriétalas con las manos y déjame follarte entre las dos y correrme en tu cuello.» Dice: «Déjame que te cague en la boca, siempre has querido que lo hiciera, ¿verdad?, puerca borracha, sólo déjame que te haga esto, jodida, para variar.» Dice: «Te pagaré por hacer lo que me apetezca, pero tú no puedes chistar, tendrás que hacer todo lo que te pida. Te pagaré, tengo un montón de pasta de la pensión, no pienso dejárselo a ella.» Con ella no se refiere a Ella. Se refiere a mí.

Esto no me preocupa. Tengo un poder notarial. Sólo que cuando empeore tendré que contratar a una enfermera. Y según el tiempo que viva, quizá me lo gaste todo. No pienso dejárselo a ella, en efecto. Supongo que acabaré haciendo cuentas. Por ejemplo: hace veinte o treinta años se pasó dos o tres días trabajando con toda su pericia y su concentración para ganar dinero que yo ahora gastaré en una hora o dos pagando a una enfermera para que le limpie el culo y aguante el parloteo de un niño revoltoso de cinco años. No, no digo bien. Un revoltoso de setenta y cinco.

Dijo, hace todo aquel tiempo: «Viv, quiero tener una larga aventura contigo. Después de que nos casemos.» La noche de bodas me desenvolvió como si yo fuera un regalo. Era un hombre tierno. Yo sonreía ante sus precauciones, y decía: «Tranquilo, no necesito anestesia para esto.» Pero desistí de hacerle bromas en la cama, porque no le gustaban. Creo que al final se lo tomaba más en serio que yo. Es decir, tampoco tengo ninguna tara en este capítulo. Sólo que pienso que hay que dejarle a alguien que se ría si lo necesita.