Выбрать главу

Lo que ocurre ahora, si quieren que les diga la verdad, es que me cuesta recordar cómo éramos en la cama. Parece como si fueran cosas que hizo otra gente. Gente que llevaba ropa que les parecía elegante pero que ahora les parece idiota. Gente que iba al Peter’s y oía tocar a Eddie, el pianista holandés, todas las noches menos los domingos. Gente que removía el café con una vaina de vainilla. Gente tan rara, tan remota.

Por supuesto, sigue teniendo sus días buenos y sus días malos. Vamos de ningún sitio a ninguna parte, adrede. Los días buenos no se sobreexcita, disfruta de su leche caliente y le leo en voz alta. Durante un rato, las cosas vuelven a ser como eran. No como eran antes, sino como eran hace un rato.

Nunca le llamo por su nombre para que me preste atención, porque cree que hablo de otra persona y eso le produce pánico. Digo, en cambio: «Gulash de buey.» No me mira, pero sé que lo ha oído. «Gulash de cordero o de cerdo», continúo. «Gulash de ternera y cerdo. Estofado de buey belga o carbonada flamenca.»

– Bazofia extranjera -murmura, con un cuarto de sonrisa.

– Estofado de rabo de buey -prosigo, y levanta ligeramente la cabeza, aunque sé que no es el momento oportuno. He aprendido lo que le gusta; he aprendido la gradación. «Rollos de buey, roulades o paupiettes. Empanada de carne y riñones.»

Y él levanta los ojos, expectante.

– Para cuatro cubiertos. Calentar previamente el horno a trescientos cincuenta grados. Las recetas clásicas de este plato suelen recomendar riñones de buey. -El mueve la cabeza, con mansa discrepancia-. Si están sucios, hay que blanquearlos. Cortar en trozos pequeños, de un centímetro de grueso: una libra y media de redondo o de otra carne de vacuno.

– O de otra -repite él, desaprobándolo.

– Tres cuartos de libra de riñones de ternera o cordero.

– O.

– Tres cucharadas soperas de mantequilla o manteca.

– O -dice, más alto.

– Harina sazonada. Dos tazas de caldo de carne.

– Tazas.

– Una taza de vino tinto seco o de cerveza.

– Taza -repite-. O -repite. Y entonces sonríe.

Y por un momento me siento feliz.

La jaula para frutas

Cuando tenía trece años, descubrí un tubo de gel espermicida en el armario del cuarto de baño. A pesar de una sospecha generalizada de que, si me ocultaban algo, lo más probable era que guardase alguna relación con la lujuria, no logré reconocer la finalidad de aquel tubo abollado. Una pomada para eczemas, la alopecia, el sobrepeso de la madurez. El texto impreso, del que se habían desprendido unas pocas letras, me informó de lo que no quería saber. Mis padres todavía lo hacían. Peor aún, cuando lo hacían, había posibilidades de que mi madre se quedase embarazada. Lo cual era…, en fin, inconcebible. Yo tenía trece años, mi hermana diecisiete. Quizá el tubo fuese viejo, viejísimo. Lo apreté, empíricamente, y comprobé, consternado, que cedía suavemente a la presión de mi pulgar. Toqué el tapón, que pareció desenroscarse con lúbrica velocidad. Con la otra mano debí de apretar de nuevo, pues aquel engrudo me pringó la palma. Imaginen a mi madre haciéndose eso, fuera lo que fuese «eso», puesto que, casi con certeza, el tubo no era el ajuar completo. Olfateé el gel; olía como a gasolina. A algo entre la consulta de un médico y un garaje, pensé. Asqueroso.

Esto ocurrió hace más de treinta años. Lo había olvidado hasta hoy.

He conocido a mis padres toda mi vida. Comprendo que suena a obviedad. Me explico. De niño me sentí amado y protegido, en debida consonancia con la convicción normal de que el lazo parental era indisoluble. La adolescencia deparó el aburrimiento típico y una falsa madurez, pero no más que en el caso general. Me fui de casa sin trauma y nunca perdí el contacto con mis padres mucho tiempo. Les di nietos, niño y niña, compensando la dedicación de mi hermana a su carrera. Más tarde, tuve conversaciones responsables con mis padres -bueno, con mi madre- sobre las realidades de la vejez y la utilidad práctica de los bungalows. Organicé un bufet para su cuadragésimo aniversario de boda, inspeccioné residencias para la tercera edad y hablamos de sus respectivos testamentos. Mamá me dijo incluso lo que quería que hiciéramos con las cenizas de ambos. Tenía que llevar las urnas a un acantilado de la isla de Wight donde, deduje, se habían declarado. Los asistentes tenían que arrojar el polvo al viento y a las gaviotas. Descubrí que ya me preocupaba qué hacer con las urnas vacías. No se podía, que digamos, lanzarlas al precipicio a continuación de las cenizas, ni tampoco guardarlas para guardar, no sé, puros, galletas de chocolate o decoraciones navideñas. Y desde luego no podías tirarlas a una papelera del aparcamiento que mi madre, previsoramente, también había rodeado con un círculo en el mapa del servicio nacional de cartografía. Me lo había deslizado a toda prisa cuando mi padre no estaba en la habitación y de vez en cuando se cercioraba de que yo lo había puesto a buen recaudo.

Así que los he conocido. Toda mi vida.

Mi madre se llama Dorothy Mary Bishop, y no le dio ninguna pena renunciar a su apellido de soltera, Heathcock. Mi padre se llama Stanley George Bishop. Ella nació en 1921 y él en 1920. Crecieron en comarcas distintas al oeste de las Midlands, se conocieron en la isla de Wight, se afincaron en la periferia rural de Londres y se retiraron a la frontera entre Essex y Suífolk. Su vida ha sido ordenada. Durante la guerra, mi madre trabajó en la oficina de topografía del condado; mi padre estuvo en la RAF. No, no era un piloto de caza ni nada parecido; tenía dotes para la administración. Después entró en el municipio y llegó a ser subdirector. Le gustaba decir que era responsable de todo lo que damos por sentado. De lo esencial, que se valora poco: mi padre era un hombre irónico y había decidido mostrarse como tal.

Karen nació cuatro años antes que yo. La infancia retorna en los olores. Gachas, mostaza, la pipa de mi padre; detergente, limpiametales Brasso, el olor de mi madre antes de la cena con baile masónica; bacón a través de las tablas del suelo cuando yo estaba en la cama; naranjas de Sevilla hirviendo volcánicamente mientras todavía había escarcha en el césped de fuera; barro que se seca, entremezclado con hierba, en las botas de fútbol; peste de retrete de usuarios anteriores y tufos de cocina de tuberías con escapes; los asientos de cuero viejo de nuestro Morris Minor, y el olor acre del cisco que mi padre echaba a paladas en la chimenea para mantener el fuego. Todos estos olores eran recurrentes, como los ciclos invariables de la escuela, el clima, la vegetación del jardín y la vida hogareña. El primer brote escarlata de las flores de las habichuelas; mis camisetas dobladas en el cajón inferior; las bolas de naftalina; el atizador. Los lunes, la casa vibraba al ritmo de la lavadora, que tenía la costumbre desquiciada de desplazarse sola por el suelo de la cocina, encabritada y estridente, hasta que sus gruesos tubos beige vomitaban a borbotones en el fregadero, a intervalos demenciales, litros y litros de agua gris y caliente. En su placa de metal, el nombre del fabricante era Thor. El dios del trueno refunfuña sentado en las lejanías de los barrios periféricos.

Supongo que debería intentar dar algunas pinceladas del carácter de mis padres.