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Creo que la gente presuponía que mi madre poseía más inteligencia natural que mi padre. Él era un hombre grande, rollizo y barrigudo, con racimos de venas que surcaban el envés de sus manos. Solía decir que tenía los huesos pesados. Yo no sabía que variase el peso de los huesos. Quizá no varía; quizá lo decía sólo para divertir a los críos, para dejarnos perplejos. Podía parecer lento y pesado cuando sus dedos gruesos manipulaban un talonario o cuando arreglaba un enchufe con el libro de bricolaje abierto delante. Pero a los niños más bien les gusta que sus padres sean lentos: así el mundo adulto les parece menos imposible. Mi padre me llevaba al Great Wen, como él lo llamaba, a comprar las piezas para maquetas de aviones (más olores: madera de balsa, barniz de colores, cuchillos de metal). En aquellos tiempos, un billete de ida y vuelta en el metro estaba señalado con una línea de puntos, perforada pero no cortada; la porción exterior ocupaba dos terceras partes del billete y el de vuelta una tercera parte, división cuya lógica nunca logré entender. En todo caso, mi padre hacía una pausa cuando nos acercábamos a la barrera de Oxford Circus y miraba con un ligero desconcierto los billetes que llevaba en su ancha palma. Yo se los arrancaba ágilmente de la mano, rasgaba la línea de puntos, devolvía a mi padre el tercio correspondiente a la vuelta y entregaba con un ademán jactancioso la porción exterior al revisor. Tenía entonces nueve o diez años, y estaba orgulloso de mi prestidigitación; pasado el tiempo, me pregunto si, en definitiva, mi padre no fingía.

Mi madre era la organizadora. Aunque mi padre se pasó la vida garantizando la marcha normal del municipio, en cuanto cerraba la puerta de casa se sometía a otro sistema de control. Mi madre le compraba la ropa, planificaba su vida social, supervisaba nuestros estudios, elaboraba presupuestos y tomaba decisiones sobre las vacaciones. Ante terceros, mi padre llamaba a mi madre «el gobierno» o «la autoridad superior». Siempre lo decía con una sonrisa. ¿Quiere usted, señor, un poco de estiércol para su jardín, un producto de primera calidad, bien putrefacto, juzgue usted mismo, toque un puñado? «Voy a ver lo que opina el gobierno», contestaba mi padre. Cuando yo le suplicaba que me llevase a una exhibición aérea, o a un partido de criquet, decía: «Vamos a consultar a una autoridad superior.» Mi madre recortaba la corteza de los emparedados sin que se le cayera nada del relleno: un armonioso acuerdo entre la palma y el cuchillo. Podía tener una lengua afilada, que yo atribuía a las frustraciones acumuladas de sus labores de ama de casa, pero también se preciaba de sus talentos domésticos. Cuando acosaba a mi padre y él le decía que no le chinchase, ella contestaba: «Los hombres sólo emplean la palabra chinchar cuando es algo que no quieren hacer.» La mayoría de los días se ocupaban del jardín. Los dos juntos habían fabricado una jaula para frutas: unas estacas con bolas de goma en las junturas, media hectárea de tela metálica y defensas reforzadas contra pájaros, ardillas, conejos y topos. Trampas bajo tierra atrapaban a las babosas. Después del té jugaban al Scrabble; después de cenar hacían el crucigrama; luego veían el noticiario. Una vida ordenada.

Hace seis años advertí una amplia contusión en un costado de la cabeza de mi padre, justo encima de la sien, en el arranque del pelo. Era amarillenta en los bordes y todavía morada en el centro.

– ¿Qué te has hecho, papá?

Estábamos en la cocina en aquel momento. Mi madre había abierto una botella de jerez y le estaba atando una servilleta de papel alrededor del cuello, para que no gotease si mi padre no servía con suma delicadeza. Yo me preguntaba por qué no servía ella misma y se ahorraba la servilleta.

– Se ha caído, el muy tonto.

Mi madre apretó el nudo con la presión exacta, porque sabía mejor que nadie que una servilleta de papel se rompe si la atas con excesiva fuerza.

– ¿Estás bien, papá?

– Como una seda. Pregunta al gobierno.

Más tarde, cuando mi madre estaba fregando y nosotros dos estábamos viendo una partida de snooker en la tele, dije:

– ¿Cómo te has hecho la herida, papá?

– Me he caído -respondió, sin despegar los ojos de la pantalla-. Ja, sabía que iba a fallarla, estos tíos no tienen ni idea de jugar. No hacen más que billas, ¿eh?, no controlan el taco.

Después del té, mis padres jugaron al Scrabble. Yo dije que prefería mirar. Ganó mi madre, como de costumbre. Pero algo en la manera de jugar de mi padre, suspirando como si el destino le hubiese deparado letras que no podían coexistir, me hizo pensar que jugaba sin ganas.

Supongo que será mejor que les hable del pueblo. En realidad, más bien es una encrucijada donde un centenar aproximado de personas convive en una proximidad formal. Hay un triángulo de zona verde que invaden los automovilistas negligentes; una casa comunal; una iglesia desconsagrada; una marquesina de cemento; un buzón con una boca angosta. Mi madre dice que la tienda del pueblo está «bien para lo básico», lo que quiere decir que la gente compra allí para que no la cierren. En cuanto al bungalow de mis padres, es espacioso e impersonal. El armazón es de madera, el suelo de cemento, las ventanas tienen doble cristaclass="underline" los agentes inmobiliarios dicen que es una vivienda tipo chalet; en otras palabras, tiene un tejado inclinado que delimita un amplio espacio para guardar palos de golf herrumbrosos y mantas eléctricas desechadas. La única razón convincente que dio mi madre para vivir aquí es que a cinco kilómetros de distancia hay un establecimiento de congelados muy bueno.

A cinco kilómetros en la dirección opuesta hay un club destartalado de la British Legion. Mi padre me llevaba allí en coche, al almuerzo de los miércoles, «para escapar de las garras de una autoridad superior». Un emparedado, una pinta de cerveza, una partida de billar contra cualquiera que anduviese por allí y vuelta a casa hacia la hora del té, con la ropa oliendo a humo de tabaco. Guardaba su uniforme de la Legion -una chaqueta de tweed marrón, con coderas de cuero y un par de galones de sarga beige- en una percha del trastero. Mi madre había aprobado, y puede que incluso decidido, esta escapada de los miércoles. Sostenía que mi padre prefería el billar al snooker porque había menos bolas encima del tapete y no tenía que pensar tanto.

Cuando le pregunté a mi padre por qué prefería el billar, no me respondió que el billar era un juego de caballeros, o que era más sutil o más elegante.

– El billar no tiene que terminarse -dijo-. Una partida puede durar siempre, aunque vayas perdiendo todo el rato. No me gustan las cosas que terminan.

Era raro que mi padre hablase así. Por lo general hablaba con una especie de complicidad risueña. Empleaba la ironía para no parecer condescendiente pero tampoco totalmente serio. Nuestra pauta de conversación databa de muy antiguo: amigable, de compadres, indirecta; efusiva, pero en esencia distante. Inglés, oh, sí, eso es inglés, vaya que sí lo es. En mi familia no nos damos abrazos ni palmadas en la espalda, no nos gustan los sentimentalismos. Ritos de iniciación: para éstos nos mandan el certificado por correo.

Es probable que parezca que tomo partido por mi padre. No quiero presentar a mi madre como una mujer seca y sin sentido del humor. Bueno, es cierto que puede ser seca. Y que le falta humor. Hay un sesgo nervioso en ella: ni siquiera en la edad madura ganó peso. Y como ella suele repetir, nunca ha tenido paciencia para los idiotas. Cuando mis padres llegaron al pueblo, conocieron a los Royce. Jim Royce era su médico, uno de esos anticuados que fumaban y bebían y andaban diciendo que el placer nunca ha hecho mal a nadie, hasta el día en que murió fulminado por un ataque cardíaco, cuando todavía le faltaba bastante para llegar a la media masculina de esperanza de vida. Su primera mujer había muerto de cáncer y Jim se volvió a casar cuando todavía no había pasado un año. Elsie era una mujer pechugona y extrovertida, algunos años más joven que él, que usaba unas gafas muy personales y a quien, como decía, «le gustaba echar un baile». Mi madre la llamaba «Joyce Royce», y mucho después de que se supiera a ciencia cierta que la vida anterior de Elsie había consistido en cuidar de la casa de sus padres en Bishop’s Stortford, afirmaba que había sido la recepcionista de Jim Royce y que le había chantajeado para que se casara con ella.