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– Sabes que no es cierto -protestaba mi padre algunas veces.

– No sé si no lo es. Y tú tampoco. Seguramente envenenó a la primera mujer para atraparlo.

– Bueno, creo que tiene buen corazón. -Ante la mirada y el silencio de mi madre, añadió-: Quizá es un poco aburrida.

– ¿Aburrida? Como mirar la carta de ajuste. Salvo que no para de parlotear. Y ese pelo que tiene es teñido.

– ¿Sí?

A mi padre le sorprendió visiblemente esta afirmación.

– Ah, los hombres. ¿Creías que ese color era natural?

– Nunca me he parado a pensarlo.

Papá estuvo callado un rato. Mi madre le hizo compañía, lo cual no era nada propio de ella, y por último dijo:

– ¿Y ahora que lo has hecho?

– ¿Que he hecho qué?

– Que lo has pensado. Lo del pelo de Royce.

– Oh. No, estaba pensando en otra cosa.

– ¿Y vas a compartir tus pensamientos con el resto de la especie humana?

– Me estaba preguntando cuántas us hay en el Scrabble.

– Hombres -contestó mi madre-. Sólo hay una a y una e, botarate.

Mi padre sonrió al oír esto. ¿Ven cómo se llevaban?

Pregunté a mi padre qué tal iba el coche. Él tenía entonces setenta y ocho años, y yo no sabía cuánto tiempo más le permitirían conducir.

– El motor carbura bien. La carrocería deja que desear. La chapa se está oxidando.

– ¿Y cómo estás tú, papá?

Procuré evitar la pregunta directa, pero algo falló.

– El motor carbura bien. La carrocería deja que desear. La chapa se está oxidando.

Ahora está acostado, a veces con su pijama de rayas verdes, más a menudo con otro que no es de su talla, heredado de alguien…, alguien muerto, quizá. Me guiña un ojo, como siempre hizo, y llama a la gente «querido, querida». Dice: «Mi mujer, ya ve. Muchos años felices.»

Mi madre hablaba prácticamente de las «cuatro últimas cosas». Es decir, las cuatro últimas de la vida moderna: hacer testamento, planificar la vejez, encarar la muerte y no poder creer en una vida ulterior. A mi padre le convencieron por fin de que testase cuando tenía más de sesenta años. Nunca hablaba de la muerte, al menos que yo lo oyera. En cuanto al más allá: en las contadas ocasiones en que entramos en una iglesia como una familia (y sólo para una boda, un bautizo o un entierro), se arrodillaba un momento y se apretaba la frente con los dedos. ¿Rezaba, era un equivalente laico o una costumbre residual de la infancia? ¿Quizá denotaba cortesía o una mente liberal? La actitud de mi madre hacia los misterios del espíritu era menos ambigua. «Paparruchas.» «Supercherías.» «Que a mí no me hagan nada de eso, ¿entendido, Chris?» «Sí, mamá.»

Lo que yo me pregunto es: por detrás de la reticencia de mi padre y de sus guiños, detrás de la jocosa pleitesía que rendía a mi madre, detrás de sus evasivas -o, si se prefiere, buenos modales- con respecto a las cuatro últimas cosas, ¿había pánico y terror mortal? ¿O es una pregunta estúpida? ¿Hay alguien que no sienta un terror mortal?

Después de muerto Jim Royce, Elsie trató de continuar las relaciones con mis padres. Les invitaba a tomar el té o jerez, a contemplar el jardín: pero mi madre siempre la rechazaba.

– La aguantamos sólo porque él nos gustaba -decía.

– Oh, es agradable -contestaba mi padre-. No tiene malicia.

– Tampoco tiene malicia una bolsa de turba. Eso no quiere decir que tengas que ir a tomar una copa de jerez con ella. Al fin y al cabo, ya ha conseguido lo que quería.

– ¿Qué quería?

– La pensión de Jim. Ahora estará desahogada. Aquí no hacen falta tontos que nos ayuden a matar el tiempo.

– A Jim le habría gustado que mantuviéramos el contacto.

– Jim ya se ha librado de ella. Tendrías que haber visto la cara que ponía cuando empezaba a parlotear. Se oía cómo le divagaba el pensamiento.

– Creí que se tenían mucho afecto.

– Ya veo tu poder de observación.

Mi padre me dirigió un guiño.

– ¿Por qué guiñas un ojo?

– ¿Yo? ¿Guiñar un ojo? ¿Haría yo semejante cosa?

Mi padre giró la cabeza otros diez grados y volvió a lanzarme un guiño.

Lo que estoy intentando expresar es lo siguiente: parte de la conducta de mi padre consistía en negar su conducta. ¿Tiene sentido eso?

El descubrimiento se hizo al día siguiente. Fue una cuestión de bulbos. Un amigo de un pueblo vecino se ofreció a regalar un excedente de narcisos. Mi madre dijo que mi padre los recogería en el trayecto de vuelta de la British Legion. Telefoneó al club y pidió que le pusieran con mi padre. El secretario dijo que no estaba. Cuando alguien da a mi madre una respuesta que ella no se espera, tiende a atribuirlo a la estupidez de su interlocutor.

– Está jugando al billar -dijo ella.

– No, no está.

– No diga bobadas -dijo mi madre, y me imagino su tono perfectamente-. Juega al billar todos los miércoles por la tarde.

– Señora -fue lo que ella oyó a continuación-. He sido secretario de este club durante los últimos veinte años, y en todo este tiempo no se ha jugado al billar ni un solo miércoles por la tarde. Los lunes, martes y viernes sí. Los miércoles no. ¿Me ha entendido bien?

Mi madre tenía ochenta años cuando mantuvo esta conversación y mi padre ochenta y uno.

– Ven a intentar que razone un poco. Tu padre chochea. Me gustaría estrangularla, a la muy perra.

Y allí estaba yo de nuevo. Otra vez yo, como antes, no mi hermana. Pero esta vez no se trataba de testamentos, poderes notariales o residencias de ancianos.

Mi madre se hallaba en ese estado de alta energía nerviosa que deparan las crisis: una mezcla de burbujeo inquieto y de extenuación subyacente, cada uno de los cuales alimenta al otro.

– No atiende a razones. No escucha nada. Voy a podar los groselleros.

Mi padre se levantó rápidamente de su silla. Nos estrechamos la mano, como siempre hacíamos.

– Me alegro de que hayas venido -dijo-. Tu madre no atiende a razones.

– No soy la voz de la razón -dije-. Así que no esperes demasiado.

– No espero nada. Sólo me alegro de verte.

Me alarmó tan rara expresión de placer directo por parte de mi padre. Me alarmó asimismo la postura erguida en que estaba sentado; normalmente adoptaba una posición oblicua o torcida, como sus ojos y su pensamiento.

– Tu madre y yo vamos a separarnos. Me voy a vivir con Elsie. Repartiremos los muebles y dividiremos el saldo bancario. Ella se quedará a vivir en esta casa, que debo confesarte que nunca me ha gustado mucho, todo el tiempo que quiera. Por supuesto que la mitad de la casa es mía, y si quiere mudarse tendrá que encontrar un sitio más pequeño. Podría quedarse con el coche si supiera conducir, pero dudo de que sea una alternativa viable.

– Papá, ¿desde cuándo dura esto?

Me miró sin pestañear ni sonrojarse, y movió la cabeza débilmente.

– Me temo que no es de tu incumbencia.

– Pues claro que lo es, papá. Soy tu hijo.

– Cierto. Quizá te estés preguntando si pienso hacer otro testamento. No tengo ese proyecto. No por el momento. Lo único que pasa es que me voy a vivir con Elsie. No voy a divorciarme de tu madre ni nada parecido. Sólo me voy a vivir con Elsie.