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Según Elsie, mi madre armó tal jaleo por el hecho de que, como la puerta de atrás se había alabeado y el cerrojo sólo entraba hasta la mitad, un ladrón pudiese colarse en un periquete y violarla y asesinarla mientras ella dormía, que mi padre accedió de mala gana a acudir a su llamada. Según Elsie, mi padre juró que aquélla era la última vez que iba, y que si fuera por él toda la puñetera casa podía arder hasta los cimientos, de preferencia con mi madre dentro, antes que dejarse convencer de que volviera a pisarla. Según Elsie, fue mientras mi padre estaba trabajando en la puerta trasera cuando mi madre le asestó un golpe en la cabeza con un instrumento desconocido y le dejó allí tendido, con la esperanza de que se muriese, y sólo llamó a la ambulancia varias horas más tarde.

Según mi madre, mi padre no paraba de importunarla para que arreglase aquella puerta, y le dijo que no le hacía gracia la idea de que ella pasara las noches sola, y que todo el asunto quedaría resuelto si ella le permitía regresar. Según mi madre, mi padre se presentó de improviso una tarde con su caja de herramientas. Se sentaron a hablar un par de horas de los viejos tiempos y de los hijos, y hasta sacaron fotos que les humedecieron los ojos. Ella le dijo que se pensaría lo de readmitirle, pero no hasta que hubiese arreglado la puerta, si es que había ido para eso. El salió con las herramientas, ella retiró las cosas del té y luego se sentó a mirar algunas fotografías más. Al cabo de un rato, cayó en la cuenta de que no había oído golpes procedentes del trastero. Mi padre yacía de costado, haciendo un ruido como de borboteo; debió de sufrir otra caída y golpearse la cabeza contra el suelo, que por supuesto allí es de cemento. Ella llamó a la ambulancia -Dios, lo que tardaron- y le puso un almohadón debajo de la cabeza, mira, este de aquí, todavía se ve la sangre.

Según la policía, la señora Elsie Royce presentó una denuncia diciendo que la señora Dorothy Mary Bishop había agredido al señor Stanley George Bishop con intención de matarle. Ellos habían investigado el asunto a conciencia y decidieron desestimar la denuncia. Según la policía, la señora Bishop se quejó de que la señora Royce iba por los pueblos de las cercanías acusándola de ser una asesina. La policía tuvo una charla reposada con la señora Royce. Las cuestiones domésticas siempre constituyen un problema, sobre todo las cuestiones domésticas ampliadas, como podría llamarse a aquel caso.

Mi padre lleva dos meses ingresado en el hospital. Recobró el conocimiento al cabo de tres días, pero desde entonces no ha progresado mucho. Cuando le ingresaron, el médico me dijo: «Me temo que a estas edades suele ser bastante rápido.» Ahora, otro médico con más tacto me ha explicado que: «Sería un error concebir muchas esperanzas.» Mi padre tiene paralizado el lado izquierdo, padece una grave pérdida de memoria y tiene afectada la facultad del habla, no puede alimentarse él solo y en gran medida sufre incontinencia. Tiene la mitad izquierda de la cara torcida como la corteza de un árbol, pero conserva los ojos tan claros y de ese azul grisáceo de siempre, y tiene siempre el pelo blanco limpio y bien peinado. No sé cuánto entiende de lo que le digo. Hay una frase que enuncia bien, pero por lo demás habla poco. Sus vocales están distorsionadas, salen retorcidas de su boca escorada, y sus ojos expresan la vergüenza que le inspira la mala articulación. Por lo general, prefiere guardar silencio.

Mi madre le visita los lunes, miércoles, viernes y domingos, haciendo uso de su derecho conyugal a cuatro días de siete, le lleva uvas y los periódicos del día anterior, y cuando él babea por la comisura izquierda de la boca, ella saca un pañuelo de papel de la caja que hay en la mesilla y le limpia la saliva. Si hay una nota de Elsie en la mesa la rompe en pedazos mientras él hace como que no se entera. Ella le habla de los tiempos que han pasado juntos, de los hijos y de recuerdos comunes. Cuando se va, él la sigue con los ojos y dice, con toda claridad, a cualquiera que le escuche: «Mi mujer, ya ve. Muchos años felices.»

Elsie visita a mi padre los martes, jueves y sábados. Le lleva flores y dulce de leche casero, y cuando él babea ella saca del bolsillo un pañuelo blanco con un ribete de encaje y la inicial E bordada en rojo. Le limpia la cara con evidente ternura. Se ha acostumbrado a llevar, en el tercer dedo de la mano derecha, un anillo similar al que todavía luce en la mano izquierda en recuerdo de Jim Royce. Le habla a mi padre del futuro, de que va a reponerse y de la vida que harán juntos. Cuando se marcha, él la sigue con los ojos y dice, con toda claridad, a cualquiera que le escuche: «Mi mujer, ya ve. Muchos años felices.»

El silencio

Al menos hay un sentimiento en mí que se intensifica con cada año que pasa: un ansia de ver a las grullas. En esta época del año observo el cielo desde la colina. Hoy no han venido. Sólo había gansos silvestres. Los gansos serían bellos si no existieran las grullas.

Un joven periodista me ayudó a pasar el tiempo. Hablamos de Homero. Hablamos de jazz. Él ignoraba que mi música había sido utilizada en El cantante de jazz. A veces, la ignorancia de los jóvenes me emociona. Es una especie de silencio.

Taimadamente, al cabo de dos horas, preguntó sobre composiciones nuevas. Sonreí. Me preguntó por la octava sinfonía. Comparé la música con las alas de una mariposa. El dijo que los críticos se habían quejado de que yo estaba «acabado». Sonreí. Dijo que algunos -él no, por supuesto- me habían acusado de eludir mis deberes siendo beneficiario de una pensión del gobierno. Preguntó cuándo terminaría exactamente mi nueva sinfonía. Ya no sonreí. «Es usted quien me impide terminarla», contesté, y toqué la campanilla para que le mostraran la salida.

Quise decirle que cuando era un joven compositor había compuesto una pieza para dos clarinetes y dos fagots. Ello constituía un acto de considerable optimismo por mi parte, ya que en aquella época sólo había dos fagotistas en el país, y uno de ellos era tísico.

Los jóvenes progresan. ¡Mis enemigos naturales! Quieres ser para ellos una figura paternal y les importa un comino. Quizá con razón.

Naturalmente, el artista es un incomprendido. Es normal, y te acostumbras al cabo de un tiempo. Yo sólo repito, e insisto en ello: que me incomprendan correctamente.

Una carta de K. desde París. Le preocupa la indicación del tempo. Necesita que se lo confirme. Tiene que tener un metrónomo que indique el allegro. Quiere saber si el doppo più lento en la letra K del segundo movimiento se aplica únicamente a tres compases. Le respondo, maestro K., que no quiero oponerme a sus intenciones. Al fin y al cabo -perdóneme si parezco muy seguro en mí mismo-, hay más de una manera de expresar la verdad.

Recuerdo mi conversación con N. sobre Beethoven. N. opinaba que cuando las ruedas del tiempo den una vuelta más, las mejores sinfonías de Mozart seguirán estando ahí, mientras que las de Beethoven se habrán quedado a mitad de camino. Esto ilustra las típicas divergencias entre nosotros dos. No siento lo mismo por N. que por Busoni y Stenhammar.

Me han dicho que Stravinski considera que tengo un pobre conocimiento del oficio. ¡Lo tomo como el mayor cumplido que me han hecho en toda mi larga vida! Stravinski es uno de esos compositores que oscilan entre Bach y las modas más modernas. Pero la técnica musical no se aprende en las pizarras y caballetes de la escuela. En este sentido, el señor I. S. es el primero de la clase. Pero cuando comparas mis sinfonías con sus afectaciones abortadas…