Un crítico francés que quería denostar mi tercera sinfonía citó a Gounod: «Sólo Dios compone en do mayor.» Precisamente. Mahler y yo hablamos una de vez de composición. Para él, una sinfonía tiene que ser como el mundo y contenerlo todo. Le contesté que la esencia de la sinfonía es la forma; son la severidad del estilo y la lógica profunda las que crean las conexiones internas entre motivos.
Cuando la música es literatura, es mala literatura. La música comienza donde las palabras acaban. ¿Qué ocurre cuando la música cesa? El silencio. Todas las demás artes aspiran a la condición de la música. ¿A qué aspira la música? Al silencio. En ese caso he triunfado. Ahora soy tan famoso por mi largo silencio como lo he sido por mi música.
Por supuesto, aún podría componer bagatelas. Un intermezzo de cumpleaños para la nueva esposa del primo S., cuyo manejo de los pedales no es tan diestro como ella se figura. Podría responder a la llamada del Estado, a las peticiones de una docena de pueblos con una bandera que colgar. Pero sería una fatuidad. Mi trayectoria casi ha concluido. Hasta mis enemigos, que detestan mi música, reconocen que posee su lógica. En última instancia, la lógica de la música conduce al silencio.
A. posee la entereza de que yo carezco. No por nada es hija de un general. Otros me ven como a un hombre famoso con una mujer y cinco hijas, el gallo del corral. Dicen que A. se ha sacrificado en el altar de mi vida. Pero yo he sacrificado mi vida en el altar del arte. Soy un compositor muy bueno, pero como ser humano…, ejem, eso es otro cantar. Sin embargo, la he amado y hemos compartido cierta felicidad. Cuando la conocí era para mí la sirena de Josephsson, que resguarda a su caballero entre las violetas. Sólo que las cosas se complican. Los demonios se manifiestan. Mi hermana en el hospital mental. Alcohol. Neurosis. Melancolía.
¡Ánimo! La muerte está a la vuelta de la esquina.
Otto Andersson ha rastreado mi árbol genealógico tan concienzudamente que me pone enfermo.
Algunos me tachan de tirano porque mis cinco hijas tenían prohibido cantar o tocar en casa. Nada de chirridos alegres de un violín incompetente, nada de flautas inquietas que se quedan sin aliento. ¿Cómo?… ¿Nada de música en la casa de un gran compositor? Pero A. lo comprende. Comprende que la música debe venir del silencio. Nacer del silencio y retornar a él.
A., por su parte, también actúa en silencio. Dios sabe que se me pueden reprochar muchas cosas. Nunca he pretendido ser uno de esos maridos cuyas alabanzas cantan en las iglesias. Después de Goteburgo, ella me escribió una carta que llevaré conmigo hasta que se implante en mi cuerpo el rigor mortis. Pero los días normales no me reprende. Y, a diferencia de todas las demás personas, nunca me pregunta cuándo estará lista mi octava sinfonía. Se limita a actuar a mi alrededor. Compongo de noche. No, de noche me siento a mi escritorio con una botella de whisky y trato de trabajar. Más tarde despierto con la cabeza sobre la partitura y aferrando el vacío con la mano. A. se ha llevado el whisky mientras yo dormía. No hablamos de eso.
El alcohol, al que una vez renuncié, es ahora mi más fiel compañero. ¡Y el más comprensivo!
Salgo a cenar solo y reflexiono sobre la mortalidad. O voy al Kamp, a la Societethuset, al König para hablar de este tema con otros. El extraño asunto de Man lebt nur einmal. Me sumo a la mesa limón en el Kamp. Allí está permitido -de hecho, es obligatorio- hablar de la muerte. Es de lo más cordial. A. no lo aprueba.
Para los chinos, el limón es el símbolo de la muerte. Ese poema de Anna Maria Lengren: «Enterrado con un limón en la mano.» Exacto. A. intentaría prohibirlo, alegando que es morboso. Pero ¿a quién, sino a un cadáver, se le consiente ser morboso?
Oigo a las grullas hoy, pero no las veo. Las nubes estaban demasiado bajas. Pero mientras estaba en aquella colina oí que venía hacia mí desde arriba el grito a pleno pulmón que emiten cuando vuelan hacia el sur para pasar el verano. Invisibles, eran aún más bellas, más misteriosas. Una vez más, me lo enseñan todo sobre la sonoridad. Su música, mi música, la música. Es lo que es. Estás en una colina y desde el otro lado de las nubes oyes sonidos que te traspasan el corazón. La música -incluso la mía- siempre se dirige hacia el sur, invisible.
Hoy en día, cuando mis amigos me abandonan, ya no sé si lo hacen a causa de mi éxito o de mi fracaso. Así es la vejez.
Quizá yo sea un hombre difícil, aunque no tanto. Toda mi vida, cuando he desaparecido, han sabido dónde encontrarme: en el mejor restaurante que sirve ostras y champán.
Cuando visité Estados Unidos, se sorprendieron de que no me hubiera afeitado ni una sola vez en mi vida. Reaccionaron como si fuese una especie de aristócrata. Pero no lo soy ni pretendo serlo. No soy más que un hombre que ha decidido no perder el tiempo afeitándose. Que me afeiten otros.
No, eso no es cierto. Soy un hombre difícil, como mi padre y mi abuelo. Mi caso lo agrava el hecho de que soy un artista. También lo agrava mi compañero más fiel y comprensivo. Pocos son los días a los que puedo adjuntar la nota sine alc. Es duro escribir música cuando te tiemblan las manos. Es penoso dirigir. En muchos sentidos, la vida de A. conmigo ha sido un martirio. Lo reconozco.
Goteburgo. Desaparecí antes del concierto. No me encontraron en el lugar de costumbre. A. tenía los nervios deshechos. Fue a la sala, sin embargo, con un soplo de esperanza. Para su sorpresa, hice mi entrada a la hora prevista, saludé con una reverencia y levanté la batuta. Ella me dijo que tras unos compases de la obertura me interrumpí, como si fuera un ensayo. El público se quedó perplejo, y no digamos la orquesta. Luego marqué un compás débil y volví a empezar por el principio. Ella me aseguró que lo siguiente fue el caos. El auditorio estaba entusiasmado, la crítica posterior se mostró respetuosa. Pero creo a A. Después del concierto, cuando estaba entre amigos fuera de la sala, saqué del bolsillo una botella de whisky y la estrellé contra los escalones. No recuerdo nada de esto.
Cuando volvimos a casa y yo estaba tomando tranquilamente mi café de la mañana, ella me entregó una carta. Al cabo de treinta años de matrimonio me escribía en mi propia casa. Sus palabras me han acompañado desde entonces. Me decía que era un inepto y un alfeñique que se refugiaba de sus problemas en el alcohol; que estaba profundamente equivocado si me figuraba que la bebida me ayudaría a crear nuevas obras maestras. En todo caso, ella no volvería a exponerse a la indignidad pública de verme dirigir en estado de embriaguez.
No le respondí palabra, ni verbal ni escrita. Procuré responderle por medio de actos. Ella fue fiel a su carta y no me acompañó a Estocolmo, a Copenhague ni a Malmö. Llevo encima su carta en todo momento. He escrito en el sobre el nombre de nuestra hija mayor, para que sepa, después de mi muerte, lo que se dice en ella.
¡Qué horrible es la vejez para un compositor! Las cosas no van tan rápido como iban, y la autocrítica cobra proporciones inmensas. Los demás sólo ven la fama, el aplauso, las cenas oficiales, la pensión del Estado, una familia entregada, admiradores al otro lado del océano. Observan que los zapatos y camisas me los hacen a medida en Berlín. El día en que cumplí ochenta años pusieron mi efigie en un sello de correos. El Homo diurnalis respeta estos boatos del éxito.