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Pero yo considero al Homo diurnalis la forma más vil de vida humana.

Recuerdo el día en que sepultaron en la fría tierra a mi amigo Toivo Kuula. Unos soldados Jäger le dispararon en la cabeza y murió unas semanas después. En el entierro reflexioné sobre la infinita desdicha del destino del artista. Tanto trabajo, talento y valentía para que luego te olviden: es la suerte del artista. Mi amigo Lagerborg defiende las teorías de Freud, según el cual el artista utiliza el arte como una vía de escape de la neurosis. La creatividad ofrece una compensación por la ineptitud del artista para vivir plenamente la vida. Bueno, no es sino un desarrollo de la opinión de Wagner. Wagner sostenía que si gozásemos la vida a fondo no necesitaríamos el arte. A mi entender, lo entienden al revés. No niego, por supuesto, que el artista tiene muchos aspectos neuróticos. ¿Cómo podría negarlo alguien como yo, precisamente? Sin duda soy un neurótico y con frecuencia infeliz, pero esto es en gran medida consecuencia de ser un artista, y no la causa. Cuando aspiramos tan alto y tan a menudo volamos tan bajo, ¿cómo no va a producir neurosis? No somos revisores de tranvía que sólo buscan agujerear billetes y anunciar bien las paradas. Además, mi réplica a Wagner es sencilla: ¿cómo una vida plena puede no incluir uno de sus placeres más nobles, como es la apreciación del arte?

Las teorías de Freud no abarcan la posibilidad de que el conflicto del compositor de sinfonías -que consiste en descubrir y después expresar leyes para que el movimiento de las notas sea aplicable a todos los momentos- sea un logro bastante superior al de morir por el rey y la patria. Muchos pueden hacer esto, y muchos más pueden plantar patatas, perforar billetes y otras cosas de similar utilidad.

¡Wagner! Sus dioses y héroes me han puesto la carne de gallina durante cincuenta años.

En Alemania me llevaron a escuchar una música nueva. Dije: «Estáis confeccionando cócteles de todos los colores. Y aquí vengo yo con agua pura y fría.» Mi música es hielo derretido. En su movimiento se detectan sus comienzos helados, en sus sonoridades se rastrea su silencio inicial.

Me preguntaron qué país extranjero había mostrado una mayor comprensión de mi obra. Contesté que Inglaterra. Es un país sin chovinismo. En una de mis visitas me reconoció el funcionario de inmigración. Conocí a Vaughan Williams; hablamos en francés, nuestra lengua común, aparte de la música. Después de un concierto pronuncié unas palabras. Dije que tenía allí muchos amigos y esperaba, naturalmente, que también enemigos. En Bournemouth, un estudiante de música me presentó sus respetos y dijo, con toda simplicidad, que no podía costearse el lujo de ir a Londres a escuchar mi cuarta sinfonía. Me metí la mano en el bolsillo y le dije: «Le daré ein Pfund Sterling.»

Mi orquestación es mejor que la de Beethoven, y también mis temas. Pero él nació en un país vinícola, yo en uno donde la leche cortada lleva la batuta. Un talento como el mío, por no decir genio, no se puede alimentar con cuajada.

Durante la guerra, el arquitecto Nordman me envió un paquete con la forma de un estuche de violín. Lo era, en efecto, pero dentro había una pata de cordero ahumado. Compuse Fridolin’s Folly para expresarle mi gratitud y se la envié a Nordman. Sabía que él era un cantante a cappella muy bueno. Le agradecí le délicieux violon. Más tarde, alguien me envió una caja de lampreas. Contesté con una pieza coral. Me dije a mí mismo que aquello era un desbarajuste. Cuando los artistas tenían mecenas producían música, y los sustentaban mientras la siguieran produciendo. Ahora me envían comida y respondo creando música. Es un sistema más aleatorio.

Diktonius llamó a mi cuarta una «sinfonía de pan de corteza», aludiendo a la antigua época en que los pobres adulteraban la harina con corteza molida muy fina. Las hogazas resultantes no eran de máxima calidad, pero la inanición se mantenía a raya. Kalisch dijo que la cuarta expresaba una visión sombría y desagradable de la vida en general.

Cuando era joven me dolían las críticas. Ahora, cuando estoy melancólico, releo las palabras ingratas que se escribieron sobre mi obra y me siento inmensamente animado. Digo a mis colegas. «Recordad siempre que no hay una sola ciudad en el mundo que haya erigido una estatua a un crítico.»

En mi funeral tocarán el movimiento lento de la cuarta. Y deseo que me entierren con un limón en la mano que escribió esas notas.

No, A. retiraría el limón de mi mano muerta como retira la botella de whisky de la viva. Pero no contravendrá mis instrucciones sobre la «sinfonía de pan de corteza».

¡Ánimo! La muerte está a la vuelta de la esquina.

Mi octava es la única por la que preguntan. ¿Cuándo estará terminada, maestro? ¿Cuándo podremos publicarla? ¿Quizá sólo el movimiento de obertura? ¿Se la ofrecerá a K. para que la dirija? ¿Por qué le ha costado tanto tiempo? ¿Por qué el ganso ha dejado de ponernos huevos de oro?

Caballeros, puede que haya una sinfonía nueva o puede que no. Me ha llevado diez, veinte, casi treinta años. Quizá tarde más de treinta. Quizá no haya nada ni siquiera al final de esos treinta años. Quizá acabe en el fuego. Fuego y después silencio. Así termina todo, en definitiva. Pero incompréndanme correctamente, caballeros. No elijo el silencio. El silencio me elige a mí.

El santo de A. Quiere que vaya a recoger setas. Las morillas maduran en los bosques. Bueno, no es mi fuerte. Sin embargo, a fuerza de trabajo, talento y valentía, encontré una sola. La recogí, me la acerqué a la nariz, la olí y la deposité con reverencia en la pequeña cesta de A. Luego me sacudí de los puños las agujas de pino y, cumplido mi deber, volví a casa. Más tarde tocamos dúos. Sine alc.

Un gran auto da fe de manuscritos. Los he recogido en una canasta de la colada y en presencia de A. los he quemado en la chimenea del comedor. Al cabo de un rato ella no lo ha podido soportar y se ha ido. Yo he continuado mi buena obra. Al final me he sentido más sosegado y ligero. Ha sido un día feliz.

Las cosas no van tan rápido como iban… Cierto. Pero ¿por qué tenemos que esperar que el movimiento final de la vida sea un rondo allegro?¿Cuál es la mejor manera de indicarlo? ¿Maestoso?Pocos tienen tanta suerte. Largo…, todavía un poco demasiado digno. Largamente e appasionato? Un movimiento final podría empezar así…, mi quinta lo hacía. Pero la vida no desemboca en un allegro molto en que el director despelleja a la orquesta para que toque más aprisa y más alto. No, para su movimiento final la vida tiene a un borracho en el estrado, a un viejo que no reconoce su propia música y que no sabe distinguir un ensayo de un concierto. ¿Poner tempo buffo? No, ya lo he hecho. Indicar simplemente que es un sostenuto, y que sea el director quien decida. Al fin y al cabo, hay más de una manera de expresar la verdad.

Hoy he salido a dar mi habitual paseo matutino. He subido a la colina orientada al norte. «¡Pájaros de mi juventud!», le grito al cielo. «¡Pájaros de mi juventud!» Aguardo. Había nubes gruesas, pero por una vez las grullas volaban por debajo. Cuando se acercaban, una se ha separado de la bandada y ha volado directamente hacia mí. He levantado las manos para aclamarla mientras ella trazaba un círculo a mi alrededor, lanzaba su graznido a los cuatro vueltos y volvía a reunirse con la bandada para el largo viaje al sur. La he observado hasta que los ojos se me han puesto borrosos, he escuchado hasta que mis oídos no captaban nada más y el silencio ha vuelto.