No sorprendió a nadie que a Anders Bodén se le concediese el cuarto palenque. El director general del aserradero era conocido por su diligencia, su formalidad y su devoción a la familia. Aunque no demasiado piadoso, era caritativo. Un otoño en que la caza había sido buena, llenó de virutas uno de los pozos de la serrería, puso una rejilla de metal encima de la boca y asó un ciervo cuya carne repartió entre los operarios. Aunque no había nacido en la ciudad, se encargaba de enseñarla a los visitantes que, gracias a su insistencia, subían al klockstapel contiguo a la iglesia. Con un brazo apoyado en la campana, Anders señalaba la fábrica de ladrillos; más allá, el hospicio de sordomudos; y, justo fuera de la vista, la estatua erigida en el lugar donde Gustavus Vasa habló a los dalecarlianos en 1520. Fornido, barbudo y entusiasta, llegaba incluso a proponer una excursión hasta el Hökberg, para ver la lápida recientemente colocada allí en memoria del jurista Johannes Stiernbock. A lo lejos, un barco de vapor surcaba el lago; abajo, ufano en el palenque, aguardaba su caballo.
Las hablillas decían que Anders Bodén pasaba tanto tiempo con los forasteros que visitaban la ciudad porque así demoraba el regreso a casa; el rumor repetía que la primera vez que había pedido a Gertrud que se casara con él, ella se le había reído en las barbas, y que ella sólo empezó a ver las virtudes de su pretendiente después del desengaño amoroso que sufrió con el hijo de Markelius; los cotilleos conjeturaban que cuando el padre de Gertrud había ido a ver a Anders para pedirle que reanudase el cortejo de su hija, las negociaciones no habían sido fáciles. Antes, habían considerado impertinente que el director de la serrería abordase a una mujer tan talentosa y artística como Gertrud, quien, al fin y al cabo, había tocado dúos al piano con Sjögren. Pero el matrimonio había prosperado, hasta donde sabían los cotillas, a pesar de que era notorio que ella, alguna vez, le había llamado pelmazo en público. Tenían dos hijos, y el especialista que la ayudó a alumbrar al segundo había prevenido a la señora Bodén en contra de un nuevo embarazo.
Cuando el boticario Axel Lindwall y su mujer, Barbro, llegaron a la ciudad, Anders Bodén les subió al klockstapel y se brindó a llevarles andando hasta el Hökberg. Cuando volvió a casa, Gertrud le preguntó por qué no llevaba puesta la insignia del sindicato de turismo sueco.
– Porque no estoy afiliado.
– Deberían nombrarte miembro honorario -contestó ella.
Anders había aprendido a defenderse del sarcasmo de su mujer por medio de la pedantería, respondiendo a sus preguntas como si no tuvieran más sentido que el de las palabras que contenían. Esta táctica solía enfadarla aún más, pero para él era una protección necesaria.
– Parecen una pareja agradable -dijo, como si tal cosa.
– A ti te gusta todo el mundo.
– No, mi amor, creo que eso no es cierto.
Anders quería decir, por ejemplo, que en aquel mismo momento ella no le gustaba.
– Distingues mejor a los leños que a los miembros de la especie humana.
– Los leños, mi amor, son muy distintos unos de otros.
La llegada de los Lindwall a la ciudad no despertó un interés especial. Quienes solicitaron el consejo profesional de Axel Lindwall obtuvieron todo lo que cabía esperar de un boticario: alguien pausado y serio, que halagaba juzgando muy graves todas las dolencias, pero que al mismo tiempo las consideraba curables. Era un hombre bajo y muy rubio: los chismes auguraban que engordaría. En su mujer se fijaron menos, porque no era tan bonita como para representar una amenaza, ni tan fea que concitase el desprecio; no era chabacana ni tampoco peripuesta, no era prepotente ni tampoco retraída. Era una simple recién casada, y por consiguiente tenía que esperar su turno. Como corresponde a quienes acababan de llegar, los Lindwall llevaban una vida discreta, lo cual estaba bien, y asistían asiduamente a la iglesia, lo cual también estaba bien visto. Los chismosos decían que la primera vez que Axel ayudó a embarcar a Barbro en el bote de remos que habían comprado aquel verano, ella le había preguntado, inquieta: «¿Estás seguro de que no hay tiburones en el lago, Axel?» Pero los cotillas, con su seriedad, no podían saber con certeza si la señora Lindwall lo decía en broma.
Un martes, cada dos semanas, Anders Bodén tomaba el barco de vapor que remontaba el lago para inspeccionar las leñeras de secado. Estaba apoyado en la borda, junto al camarote de primera clase, cuando se percató de una presencia a su lado.
– Señora Lindwall -dijo. Mientras hablaba, las palabras de su mujer le pasaban por la mente: «Tiene menos barbilla que una ardilla.» Avergonzado, miró a la orilla de enfrente y dijo: -Aquello es la fábrica de ladrillos.
– Sí.
Un momento después:
– Y aquello el hospicio de sordomudos.
– Sí.
– Pues claro.
Comprendió que ya le había enseñado al matrimonio los dos edificios desde el klockstapel.
Ella llevaba un canotier con una cinta azul.
Dos semanas más tarde, ella viajaba de nuevo en el vapor. Tenía una hermana que vivía un poco más allá de Rättvik. Él procuró ser ameno. Le preguntó si ella y su marido habían visitado la bodega donde escondieron a Gustavus Vasa de sus perseguidores daneses. Le explicó cosas del bosque, que sus colores y texturas cambiaban con las estaciones, y que, incluso desde el barco, él sabía la manera en que lo estaban trabajando, allí donde cualquier otra persona sólo vería una masa de árboles. Ella miró con educación lo que el brazo de Anders señalaba; tal vez fuese cierto que, de perfil, ella tenía la barbilla un poquito hundida y la punta de la nariz extrañamente móvil. Cayó en la cuenta de que nunca había desarrollado una forma de hablar con las mujeres, y de que hasta entonces nunca le había importado.
– Perdone -dijo-. Mi mujer afirma que debería llevar la insignia del sindicato de turismo sueco.
– Me gusta que un hombre me hable de lo que sabe -contestó ella.
Esta respuesta le dejó confundido. ¿Era una crítica a Gertrud, se le estaba insinuando o simplemente hacía constar algo?
Esa noche, en la cena, su mujer dijo:
– ¿De qué hablas con la señora Lindwall?
No supo qué contestar o, mejor dicho, cómo contestar. Pero, como de costumbre, se refugió en el significado más simple de las palabras y fingió que no le sorprendía la pregunta.
– Del bosque. Le explico cosas del bosque.
– ¿Y ella se interesa? Por el bosque, digo.
– Se ha criado en la ciudad. No había visto tantos árboles hasta que vino a esta comarca.
– Pues en un bosque hay cantidades de árboles, ¿no, Anders?
El tuvo ganas de decirle: A ella le interesa más el bosque de lo que a ti te ha interesado en toda tu vida. De decirle: Te burlas de su físico. De decirle: ¿Quién me ha visto hablando con ella? No dijo nada de esto.
A lo largo de la siguiente quincena, se sorprendió pensando que Barbro era un nombre con una resonancia deliciosa, que sonaba más dulce que… otros nombres. Pensó también que una cinta azul alrededor de un sombrero de paja le alegraba el corazón.