La mañana del martes, cuando él se marchaba, Gertrud dijo:
– Saluda de mi parte a esa señora Lindwall.
El tuvo de pronto deseos de decir: «¿Y si me enamoro de ella?» Pero dijo otra cosa: «Lo haré si la veo.»
Ya en el vapor, a duras penas cumplió las lentas fórmulas de cortesía normales. Antes de zarpar, empezó a hablarle de lo que conocía. De la madera, de cómo se cultiva, se transporta, se talla. Le habló del aserrado en planchas y cuadrados. Le explicó las tres partes que forman el tronco: la médula, el cámbium y el córtex. En los árboles que han alcanzado la madurez, el cámbium ocupa la proporción más grande, y el córtex es firme y elástico.
– Un árbol es como un hombre -dijo-. Tarda setenta años en llegar a la madurez, y después de los cien años no sirve para nada.
Le contó que una vez, en Bergsforsen, donde había un puente de hierro tendido sobre los rápidos, había observado el trabajo de cuatrocientos hombres que atrapaban los leños cuando afloraban del río y los colocaban en la sorteringsbommar, de acuerdo con las marcas distintivas de sus dueños. Le explicó, como un hombre de mundo, los diferentes métodos de marcarlos. La madera sueca la pintan con letras rojas, y la de calidad inferior con azules. La madera noruega lleva marcas azules en ambos extremos, junto con las iniciales del exportador. La prusiana ostenta un garabato en los lados, cerca del medio. La rusa se reconoce por un marchamo en seco o una marca de martillo en los extremos. La canadiense está troquelada en negro y blanco. La norteamericana tiene los lados señalados con tiza roja.
– ¿Las ha visto todas? -preguntó ella.
El admitió que todavía no había examinado la madera americana; sólo había leído sobre ella.
– Entonces, ¿cada hombre conoce sus leños? -preguntó ella.
– Desde luego. De lo contrario podrían robárselos.
Anders no sabía si ella se estaba burlando de él; en realidad, de todo el universo masculino.
De repente llegó un destello desde la orilla. Ella lo miró, volvió a mirar a Anders y en su cara, vista de lleno, cobraron armonía los rasgos de su perficlass="underline" su pequeña barbilla realzó los labios, la punta de la nariz, los ojos abiertos y de un azul grisáceo…, fue algo indescriptible, algo que rebasaba incluso la admiración. Supo que adivinaba la pregunta latente en los ojos de ella.
– Es un mirador. Seguramente alguien con un catalejo. Nos están vigilando.
Pero perdió confianza al pronunciar la última palabra. Sonó como si la hubiera dicho otro hombre.
– ¿Por qué?
El no supo qué responder. Al mirar hacia la orilla, el mirador lanzó otro destello. Avergonzado, le contó la historia de Mats Israelson, pero se la contó al revés, y a toda velocidad, y a ella no pareció interesarle. Ni siquiera pareció percatarse de que era verídica.
– Perdone -dijo ella, como consciente de la decepción de Anders-. Tengo poca imaginación. Sólo me interesa lo que ocurre de verdad. Las leyendas me parecen… tontas. Tenemos demasiadas en nuestro país. Axel me regaña por esta opinión mía. Dice que no estoy honrando a mi país. Dice que la gente me tomará por una mujer moderna. Pero tampoco es eso. Es que tengo poca imaginación.
Esta parrafada súbita obró en Anders un efecto sedante. Era como si ella le estuviese guiando. Sin apartar la vista de la orilla, le habló de una visita que una vez había realizado a la mina de cobre de Falun. Le contó sólo las cosas que sucedían de verdad. Le dijo que era la mina de cobre más grande del mundo, después de las que había en el lago Superior; que había sido explotada desde el siglo XIII; que las entradas estaban cerca de un vasto hundimiento del terreno, conocido como Stöten, que se había producido a finales del siglo XVII; que el pozo más profundo se hallaba a casi cuatrocientos metros; que, en la actualidad, la producción anual era de unas cuatrocientas toneladas de cobre, sin contar pequeñas cantidades de plata y de oro; que cobraban dos riksdalers por entrar en la mina; que los disparos se pagaban aparte.
– ¿Que se pagan aparte?
– Sí.
– ¿Para qué son los disparos?
– Para producir ecos.
Le dijo que los visitantes solían telefonear a la mina desde Falun para anunciar su llegada; que les daban un atuendo de minero y que les acompañaba uno auténtico; que los escalones por donde se bajaba estaban iluminados con teas; que costaba dos ricksdalers. Esto ya se lo había dicho antes.
Advirtió que ella tenía las cejas muy perfiladas y más morenas que el pelo de la cabeza. La señora Lindwall dijo: -Me gustaría visitar Falun.
Esa noche, notó que Gertrud estaba furiosa. Por fin, ella dijo:
– Una mujer tiene derecho a que su marido sea discreto cuando concierta una cita con su amante.
Cada sustantivo sonaba como una campanada sorda del klockstapel.
Él se limitó a mirarla. Ella continuó:
– Por lo menos, debería agradecerte tu ingenuidad. Lo mínimo que harían otros hombres es esperar a que el barco estuviese fuera de la vista para empezar el besuqueo.
– Estás equivocada -dijo él.
– Si mi padre no fuera un empresario, te pegaría un tiro -contestó ella.
– En ese caso tu padre debería estar agradecido de que el marido de la señora Alfredsson, que tiene el konditori detrás de la iglesia de Rättvik, sea tan empresario como él.
Era una frase demasiado larga, pensó, pero dio resultado.
Aquella noche, Anders Bodén puso en fila todos los insultos que había proferido su mujer y los apiló en un orden estricto, como si fueran un montón de leña. Si ella es capaz de creer esto, pensó, pues esto es lo que es posible que suceda. Salvo que Anders Bodén no quería una amante, no quería una mujer en una pastelería a quien hacer regalos y de la que presumir en sitios donde los hombres fumaban puritos juntos. Pensó: Pues claro, ahora lo veo, lo cierto es que estoy enamorado de ella desde el día en que nos encontramos en el barco. Sin la ayuda de Gertrud, no habría llegado a darme cuenta tan pronto. Nunca creí que su sarcasmo sirviera para algo; pero esta vez así es.
Las dos semanas siguientes no se permitió soñar. No le hacía falta, porque todo era real y estaba ya claro y decidido. Desempeñó su trabajo y en los ratos de asueto pensaba en que ella no había prestado atención a la historia de Mats Israelson. La había tomado por una leyenda. Sabía que se la había contado sin gracia, y en consecuencia empezó a practicar, como un colegial que aprende una poesía. Volvería a contársela y esta vez ella sabría, nada más que por el modo de contarla, que era verídica. No era una historia muy larga. Pero era importante que aprendiese a narrarla del mismo modo que le había referido la visita a la mina.
En 1719, empezó, con cierto temor de que la fecha lejana la aburriese, pero asimismo persuadido de que daba autenticidad al relato. En 1719, empezó, de pie en el muelle, aguardando el vapor de regreso, fue descubierto un cadáver en la mina de cobre de Falun. Era, prosiguió, contemplando la orilla, el cuerpo de un joven, Mats Israelson, que había muerto en las minas cuarenta y nueve años antes. El cadáver, informó a las gaviotas que inspeccionaban el barco con chillidos estentóreos, estaba perfectamente conservado. La causa de este hecho, explicó con algún detalle al mirador, el hospicio de sordomudos y la fábrica de ladrillos, era que los efluvios del vitriolo de cobre habían impedido la descomposición. Se supo que era el cuerpo de Mats Israelson, murmuró al marinero que atrapaba en el malecón la soga arrojada, porque fue identificado por una vieja bruja que le había conocido en vida. Cuarenta y nueve años atrás, concluyó, ahora entre dientes, en un caluroso insomnio, mientras su mujer gruñía suavemente a su lado y el viento levantaba la cortina, cuarenta y nueve años antes, cuando Mats Israelson había desaparecido, aquella anciana, en aquel entonces tan joven como él, era su prometida.